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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (38 page)

BOOK: Pasiones romanas
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—Las cosas son bellas porque la mirada sabe captar su encanto. Nuestros ojos, cuando las admiran, dan la dimensión exacta de su belleza. Si no las sabemos contemplar, ¿qué importancia tiene que sean bellas? —le había oído decir a menudo. Ahora lo entiende.

En la habitación del abuelo no hay demasiada luz. Las cortinas, apenas entreabiertas, no permiten que entre la claridad de la mañana. Predomina una percepción de crepúsculo, aunque nazca el día; es un escenario de claroscuros. En una mesita, hay una tenue lámpara. En el resto, flota la penumbra. La cama es de dosel, con columnas salomónicas. A Gabriele siempre le ha parecido una cama inmensa, una planicie blanca. Hoy es todavía más grande: un desierto de dunas nevadas. El milagro de la nieve en el desierto se ha producido en las sábanas. La figura corpulenta se pierde en ese paisaje incomprensible. Gabriele se le acerca; Dana se sitúa unos pasos atrás. Él se inclina hacia el hombre adormecido. No sabe si le vence el sueño o la muerte. Se pregunta qué combate protagoniza. Tiene que dominar las ganas de marcharse. Le cuesta reconocerle con sus facciones demacradas, el óvalo desdibujado, la nariz como el filo de un cuchillo. Pide que enciendan más luces. Lo reclama en un tono exigente, lleno de angustia. De la profundidad de la nieve, emerge una voz casi irreconocible:

—¿Eres tú?

Tiene que esforzarse para hablar con serenidad. Mide cada palabra cuando contesta:

—He venido a visitarte. Me han dicho que querías verme.

—Sí. Hace días que no nos veíamos.

—Es cierto. Estas últimas semanas he viajado mucho. Puedes recriminarme que trabaje demasiado, pero no que te olvide.

—Trabajas con la misma pasión que yo tenía antes. —Tiene que callarse, porque un ataque de tos le deja extenuado. Alguien le coloca mejor las almohadas de la cama. Es una sombra que desaparece en seguida—. Me gusta que pongas tanto entusiasmo en los negocios. No te lo he dicho nunca, seguramente porque me daba vergüenza. ¡Soy un viejo estúpido! ¿Cómo nos podemos avergonzar de las palabras y de los sentimientos que las provocan? Quiero que lo sepas: estoy orgulloso de ti.

Gabriele se atraganta. La voz sale ronca, casi rota:

—Y yo estoy orgulloso de tener el mejor abuelo del mundo. Todo lo que soy te lo debo a ti.

—No es cierto. Si no hay rescoldos, no prenden las brasas. Quería decirte una cosa importante. Lo he pensado mucho estos días: me voy tranquilo.

—Calla. Tú no te vas a ninguna parte. Todavía tenemos que descubrir muchas maravillas. El mundo está lleno de ellas.

—Tú lo harás por mí. Puedo irme en paz. No me moriré por completo si tú vives.

—No digas eso, por favor. No te lo permitiré.

—También eres terco, y eso me gusta. No quiero hablar más de este tema. Ya basta de sentimentalismos. —Tose de nuevo—. ¿Ella está aquí?

—Sí, abuelo. Dana ha venido a verte.

Ella se queda quieta, sin atreverse a dar un paso.

—Me alegra saberlo. ¿Le regalaste el cofre mágico? Aquel que tenías que ofrecer a la mujer que amaras más que a tu propia vida.

—Sí.

—Estoy contento. Tu abuela también sería feliz, si pudiera saberlo. Quizá nos ve desde algún lugar. Quién sabe.

Con un gesto instintivo, Dana se ha puesto la mano sobre el brazo izquierdo. Percibe su desnudez, pero la piel tiene memoria. La epidermis conserva sensaciones que evocan recuerdos conocidos. Hay momentos en la vida que no olvidaremos. Pertenecen a una esfera que se aleja de la cotidianeidad, de la línea horizontal que nos proporcionan los días. Son el punto de inflexión de la línea, cuando inicia la ascensión hasta el infinito. Vivimos escasos instantes muy cerca de las nubes, porque la mayoría de nuestros intentos se quedan en un vuelo a ras de tierra. Tenemos que saber aprovechar los episodios de gloria que aparecen sin buscarlos, que nos hacen felices, que nos dejan bellos recuerdos. Lo ha aprendido con Gabriele. Querría agradecérselo, precisamente hoy, que sabe de su tristeza. Se limita a quedarse quieta, en la penumbra que ha elegido para pasar desapercibida.

El pensamiento vuela. La piel le dicta las imágenes hacia las que tiene que dirigirse. La memoria del cuerpo se impone a las ideas. Recuerda. Hacía un año que vivían juntos, en la piazza della Pigna. El piso empezaba a tener el estilo de los dos, aquella pátina difícil de describir que es el resultado de un espacio compartido. Se mezclaban los libros, la música, las antigüedades que él había situado en lugares estratégicos. Perduraba el color verde manzana en las paredes de la entrada, que ella había pintado un día melancólico, cuando todavía no se conocían, y que Gabriele hizo adornar con una cenefa de flores renacentistas, que seguía los perfiles de las molduras. Destacaba la complicidad de una pareja que había aprendido a acoplar sus cuerpos entre las sábanas, que buscaba durante el sueño la mano del otro. Se había acostumbrado a despertarse con el perfume de sus cabellos. Ella le acariciaba la espalda, mientras pronunciaba bajito palabras secretas.

Se fueron a dormir tarde. Habían cenado en un restaurante donde les sirvieron ostras y gamba blanca. Bebieron vinos que desprendían sabores cálidos, buenos aromas. Prolongaron la sobremesa porque tenían que decirse muchas cosas. Tenían ganas de contarse los detalles del día, de la existencia. Ella se había puesto un vestido largo. Hay historias que se construyen con gestos y con palabras. Nadie sabe la proporción exacta. Ellos lo hacían con paciencia. Acabaron en L'Arciliuto, una sala de música en directo, donde bailaron hasta que se quedaron solos en medio de la pista. No les importaba. Vivían la plenitud de habitar en un mundo hecho a la medida de ambos. Celebraban que habían vivido doce meses bajo el mismo techo, que querían vivir muchos más.

—La vida entera —susurraba Gabriele mientras seguían el ritmo de la canción.

Volvieron a casa con la alegría en el cuerpo. Hicieron el amor lentamente. Tenían todo el tiempo del mundo. No había prisas. Cuando los amantes se quieren reprimir, la impaciencia puede espolear el deseo. Él no pudo evitar preguntarle:

—¿Añoras algo del pasado, amor mío?

—Nada.

La respuesta surgió rotunda. Hay preguntas que nunca tendrían que ser formuladas. Sin quererlo, volvió a recordar a Ignacio. Sintió una punzada de dolor. Ningún gesto la delató.

La cabalgó mientras ella le rodeaba la cintura con sus piernas. El galope fue aumentando de intensidad. Se tumbaron y, con una contorsión de sus cuerpos, hicieron el amor. Se durmieron cuando nacía el sol. Reposaron desnudos, entre las sábanas desordenadas. No tuvieron pesadillas ni hubo interferencias que les molestaran. El universo continuaba su rueda. Habían conseguido escaparse del mundo. Era pleno día cuando Dana extendió su mano buscando el cuerpo de Gabriele. Medio dormida, lo intentaba a tientas. Cegada por la claridad, miró el espacio que los separaba. «¿Dónde está?», se preguntó, todavía no del todo consciente. Recuperar el dominio de los sentidos no era una tarea sencilla. Rozó un objeto. En un acto reflejo, retiró la mano y abrió los ojos. Había algo desconocido en la cama. Vio el cofre, luminoso como un regalo que nos ha traído el día. Lo observó sorprendida, con una mirada que divirtió a Gabriele, que estaba de espectador sentado en una butaca de la habitación. Se miraron: él con ternura; ella interrogándole sin decir nada. No lo sabía todavía, pero era el cofre mágico; el legado que el abuelo había confiado a su nieto para que algún día se lo diera a su amada.

Abrir el cofre no resultaba un juego de niños. Dana pudo comprobarlo. Sentada en la cama, con una expresión de sorpresa infantil que no desaparecía de su rostro, aunque intentara aparentar un aire de naturalidad, se esforzaba por dominar los mecanismos de aquella caja poliédrica, aparentemente inaccesible. Con el camisón arremangado hasta los muslos, las manos recorriendo los dibujos geométricos, parecía una niña concentrada en lo que hace, decidida a salirse con la suya. Gabriele se divertía. Le hacía gracia el gesto terco, las ganas de descubrir el secreto. Habría querido decirle que el cofre llegaba de lejos. Había hecho un viaje en el tiempo y en la geografía. Sus orígenes eran lejanos, porque el abuelo lo consiguió una noche, en una tasca de una ciudad portuaria. En una mesa de madera antigua, marcada por las señales que dejaban las navajas de los marineros, se desperdigaba un juego de naipes. Cinco hombres estaban sentados a ella. Poco amigos de las bromas o de los chistes fáciles, con una botella de ron, eran conscientes de estar jugándose un tesoro. La voluntad de poseer el objeto los cegaba. Fuera, la tormenta. El abuelo era sesenta años más joven. Su cuerpo robusto no se doblaba ante nada. Se movía con la agilidad de los gatos, y poseía la agudeza de quienes tienen la mente rápida. La partida duró horas. Amanecía cuando salió de aquel tugurio con el cofre bajo el brazo. Prestó atención al ruido de la mesa tirada por el suelo; alguno de los contrincantes le hacía pagar su furia. Oyó blasfemias mientras apresuraba el paso. Los vencidos hacían bajar a Dios a la tierra con sus maldiciones. Había hecho un recorrido lleno de dificultades, hasta encontrar la joya. Estaba dispuesto a defenderla a capa y espada.

Tras muchos intentos, Dana encontró la combinación correcta. La forma acertada de coordinar las figuras geométricas que activaban el resorte de apertura. El cofre se abrió con una facilidad de fábula. El interior era de terciopelo verde. En el fondo, la pulsera. Era de oro amarillo y rojo, cincelada con filigranas. La adornaban diamantes rosados, que brillaban como luceros. Cruzándola, una rama de coral rojo. Enmudeció. La belleza provoca reacciones diversas. Gabriele, que no la había visto antes, no pudo contener una exclamación. La cogió y se la puso a Dana. Ocupaba una superficie considerable de su brazo. Desde la muñeca hasta casi la articulación del codo. Era un escudo de oro afiligranado, delicadísimo. Podría haber formado parte del tesoro de Alí Baba o de las arcas de Helena de Troya. Una Helena enloquecida por un amor desgraciado, vestida como una reina y que, a pesar de los oropeles, perderá el trono.

Gabriele le dijo que había sido de su abuela, una dama veneciana de quien el abuelo se enamoró. Sus vestidos eran de lo más selecto. Tenía los brazos finos, y había lucido la joya en los salones de la ciudad. Cuando murió, el abuelo ocultó la pulsera. Estaba convencido de que nadie merecía verla. Era una prueba de amor que no quería desvelar, aseguraba. Dana era la depositaria. Con el brazo cubierto de oro, parecía otra mujer. No importaban ni el camisón ni el rostro sin maquillar. Seguía teniendo la expresión de incredulidad que no había conseguido hacer desaparecer. Le preguntó:

—¿Crees de verdad que me la merezco? Soy una persona sencilla. Es excesiva para mí.

—Es tu pulsera.

Se abrazaron y volvieron a hacer el amor. Los cuerpos desnudos y la joya en su brazo. Aunque no lo dijeron, sentían la alegría de haber hecho realidad un viejo deseo. El sueño del aventurero que se había jugado la vida en la búsqueda de los objetos más bellos. El hombre que ahora estaba muriendo.

Cuando el enfermo cae en un profundo sueño, salen de la casa. Recorren la via della Lupa hacia el piso donde viven. No está demasiado lejos, y el aire de la mañana les golpea el rostro. «No son buenos augurios», piensa de nuevo ella. Caminan sin hablar. Querría encontrar frases de consuelo. Intenta buscarlas, pero está muy cansada. Desearía ser capaz de dar ánimos a Gabriele y no sabe cómo. Él tiene el pensamiento dolorosamente dividido: «¿Hay algo más terrible que sentir el dolor de una pérdida inevitable e imaginarse otra pérdida, todavía mucho peor? El abuelo se muere, y ni siquiera puedo llorarle. Mientras llore por él, lo haré por ella también. Siento dos penas distintas, que se juntan y me amenazan. Dana se merece saber la verdad. Tiene derecho a decidir qué quiere hacer con su vida. Ignacio ha regresado diez años después. Querría matarle, en una esquina de una calle, pero sé que nunca podría hacerlo. Es cierto que la abandonó. Era una mujer perdida, cuando la conocí, pero no la salvé de nada ni de nadie. Es muy fuerte y habría superado aquella historia. Muchas veces he querido creer que la ayudé a escapar del infierno. Me pregunto quién ayudó a quién. Tengo que decírselo. Quizá tienen una conversación pendiente, aunque me duela pensarlo. Quién sabe si hay incógnitas no resueltas, si la historia no se cerró por completo. ¿Cuándo se cierra el círculo de las historias? ¿Quién puede adivinarlo? Soy un hombre cobarde, tengo pánico a perderla. Fuimos a Ferrara. Quería aplazar el momento de enfrentarme a la realidad, pero no hay paréntesis que valgan. El abuelo, sin proponérselo, me lo ha recordado.»

En el piso de la piazza della Pigna, Dana se pone un pijama de seda y una bata. Es como si hubiera llegado la noche. En su rostro, la fatiga de la jornada, del regreso apresurado, del anuncio de la enfermedad. Está también el eco de los recuerdos. Anda a tientas por las habitaciones. Deja las maletas en el suelo sin deshacerlas, saca fruta del frigorífico, se sienta en el sofá. Gabriele observa sus movimientos sin decir nada. Está de pie, junto al balcón. La quietud es absoluta, aunque sea mediodía. Algún peatón de vez en cuando, poco tráfico de vehículos. Respira hondo, y busca la fuerza que debe de haber en algún lugar de su interior, ésa a la que llaman coraje. Le hace gracia la palabra. Cuando todo era fácil, resultaba sencillo ser valiente. El gallito del corral, el hijo de los Piletti de Roma. Está muerto de miedo, lo reconoce. Se lo tiene que decir. Se repite que tiene que contárselo. Cuando abre los labios, dispuesto a pronunciar una frase aparentemente muy sencilla: «Ignacio está en Roma», suena el timbre de la puerta.

XXVIII

Gabriele y Dana se miran. No se miran del mismo modo. Ella ha levantado los ojos con un gesto de sorpresa. Es una sorpresa insignificante, que no altera la expresión de su rostro. Se pregunta: «¿Quién debe de ser?, cuando no esperábamos a nadie.» Es una sensación de extrañeza e inoportunidad. Da pereza, después de una mañana llena de emociones, que alguien entre en tu espacio, que hable y te perturbe el reposo. Él ha abierto los ojos con un gesto de estupor. Petrificado, sabe que ha llegado el momento de encontrarse con Ignacio. Es increíble: todos esos días imaginándose el encuentro, y ahora se siente como si le cogiera por sorpresa. No podría decirse que fuera algo inesperado, pero lo vive absolutamente aturdido. La estupefacción se asemeja al ridículo. Hay vínculos que acercan ambas sensaciones. La forma de encajar los músculos de la cara es muy parecida. Los movimientos se vuelven lentos. Está también el deseo de esconderse en un lugar recóndito, donde seamos capaces de digerir la vida.

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