—No hablas con el corazón. No puedes haber cambiado tanto. Antes me habrías dado la oportunidad de hablar contigo.
—No me hagas reproches, cretino. —Pronuncia el insulto con una sonrisa que desconcierta todavía más a Ignacio.
—Vamos a dar una vuelta. Tengo el coche aparcado ahí mismo. Hace días que te busco; ya debes de saberlo. Dame unos minutos, aunque sea como un regalo o una limosna.
—¿Quieres que sienta lástima de ti? No es tu estilo. De acuerdo. Vamos.
Suben al coche y circulan por las calles transitadas del centro. Ignacio intenta salir del caos circulatorio. Guiándose sólo por la intuición, busca alguna dirección por donde alejarse. La actitud de Dana le pone nervioso. El aire de ausencia, de lejanía, de incredulidad ocultan el rostro de la mujer que recuerda. ¿Dónde está la pasión que ponía en cada gesto? ¿Dónde la vehemencia que le enamoró, la energía para vivir? Se pregunta si él destruyó todo eso al abandonarla. En el fondo sabe que no es posible. Amó a una mujer fuerte, que padeció el más profundo dolor, pero que era capaz de renacer de la tristeza. Era una criatura tierna, pero dura a la vez, como las rocas del paisaje isleño. No puede evitar preguntárselo:
—¿Echas de menos Mallorca?
La respuesta es concisa. No refleja emoción:
—A veces.
—¿Regresarás algún día?
—No.
Está sorprendida. Con los años, llegamos a creer que nos conocemos a nosotros mismos. Adivinamos nuestras reacciones, sabemos qué nos atrae y qué nos desagrada. Nunca habría imaginado que experimentaría esa frialdad. Observa la escena desde lejos, sin implicarse en ella. Espectadora atenta de la película de su vida, contempla un episodio que tendría que cerrar un círculo. Nada se cierra. Mira a Ignacio, y se dice: «Ha envejecido.» No le causa alegría ni pena. Sólo el estupor de comprender que la vida nos puede enseñar a no sentir.
De pronto, Ignacio lo comprende: Dana no ha cambiado. Actúa. Lo hace sin darse cuenta, protegida por una coraza que le permite mirarle con una expresión pétrea. Tiene los sentimientos dormidos. Ha aprendido a poner la vida en formol. Es imposible que sea de otra manera. ¿Dónde está la rabia que tendría que inspirarle? ¿No hay ni una chispa de deseo de venganza cuando le mira? Probablemente le ha olvidado, como se olvidan las viejas historias, pero una indiferencia tan absoluta no puede ser cierta. Experimenta una mezcla de sentimientos que le hacen daño. Tiene que forzarla para que salgan al exterior. Si emerge la furia, podrá acercarse a ella. Si hace volar el dolor, tendrá la oportunidad de consolarla. Será una mujer real, y no un ser de cartón piedra. Le dice:
—Me odias.
—No es verdad.
—Me odias por todo lo que te hice.
—No.
—Sí, porque te dije que estaría siempre a tu lado, que construiríamos un mundo para nosotros solos y te fallé.
—Me fallaste, y no lo podía creer. Quería morirme.
—Habrías querido matarme.
—No. Desaparecer, dejar de vivir en silencio. Me obligaste a abandonar la isla, a mis padres, a mis amigos. Tuve que cerrar para siempre la puerta del piso de la calle Sant Jaume. Quería aquellas paredes. Yo, que había elegido vivir en un lugar, me veía convertida en una vagabunda sin destino.
—Te hice daño.
—Mucho, hijo de puta.
—Repítemelo.
—No, no. No sé por qué te lo he dicho. No quería.
—Pégame.
—¿Qué dices?
—Pégame en la cara con todas tus fuerzas.
—Estás loco.
—Recuerda todo lo que te hice y pégame.
Ella le da tres bofetones. Están en una planicie verde, desde donde se contempla la ciudad. Tienen el verde y el gris en los ojos. El aire es luminoso. No bajan del coche. Dana está rígida. No ven pasar a mucha gente. Un grupo de monjas cruza el camino, un poco más lejos. Parecen una bandada de nubes. El primero es un golpe indeciso, tímido. Piensa que tiene que contenerse. No quiere dejarse llevar por las palabras de un hombre que ha perdido la cabeza. Apenas le roza. Siente vergüenza, pero también una liberación momentánea. En el segundo bofetón, descarga la fuerza que dan el dolor y la humillación. Los caminos que tuvo que recorrer, el polvo de su abrigo, la añoranza de todo cuanto perdió. Le sale una profunda rabia. El tercero es como un puñetazo, directo a la cara.
Dana se empequeñece en el asiento. Con la mano izquierda se sujeta la diestra. Es un gesto instintivo, del que no es consciente. Una dentro de la otra, como si no formaran parte de un mismo cuerpo, como si no recibieran órdenes de un único cerebro. Los dedos que han marcado la cara de Ignacio han quedado inertes. Temblarían, si los otros dedos no los retuvieran. Rígidos, enmarcan una mano que tiene miedo. A veces, descubrimos en nosotros reacciones que nunca habríamos imaginado. Pensaba que tenía un control absoluto de sus propios actos. Creía que la vida era un lago plácido de aguas transparentes. Había tenido que conquistarlo durante muchos días. Estaba tan confiada que no ha pedido ayuda. Ha dejado atrás a Matilde y a Gabriele con el aire ausente de quien no quiere luchar en ninguna batalla, sin armas ni escudo protector. Se lo ha repetido, mientras salía a la calle: «No es un fantasma. Es un hombre que vuelve a mi vida, cuando ya no tiene espacio en ella. Los dos somos más viejos, deberíamos ser más sabios. No tiene que producirse ninguna escena. Una conversación, y basta.»
Ha aceptado el reto que él le lanzaba desde la piazza della Pigna. Verle allí le ha causado una sensación de irrealidad que ha falseado sus percepciones. Ha sido sencillo reconocerle, pero ocupa espacios que le resultan extraños, porque forman parte de otra historia. Ha tenido la tentación de decírselo: «Los amores del pasado no tienen que intentar entrar en los paisajes del amor presente. Es una cuestión de falta de sincronía, de imposibilidad de coincidencia. Incluso de mal gusto.» ¿Qué está haciendo él por las calles de Roma? El marco donde se sitúa la escena de un regreso incomprensible no va con Ignacio. Son los lugares de Gabriele. Todavía conservan el rastro de sus pasos, de las conversaciones, de los abrazos de verano, cuando el tiempo transcurre bajo la luna, de las carreras de invierno, cuando escapan de un chubasco.
Dana ha ido sin coraza. Ignacio no pertenece a ese espacio ni a ese tiempo. Es el que llega de una época lejana, el que no puede hacernos daño porque nos provoca indiferencia. Ha aceptado el reto de su mirada. Quería demostrarse que es otra mujer, que las cosas no suceden en vano. Todo ha ido transformándose a medida que se alejaban de los escenarios conocidos, donde se sabía fuerte. Es curioso cómo podemos vincular la fortaleza a un entorno. Si nos falla el paisaje, se desdibujan las convicciones. Nunca se había parado a pensarlo. Ha sido más tarde, cuando él ha detenido el coche. Se han alejado del centro. El paisaje es verde y amplio, como los campos de Mallorca. Le recuerda vagamente la isla: los colores, las formas que la imaginación distorsiona, el azul del cielo. Una presencia puede cambiar el mundo, tener la suficiente fuerza para trasladarnos hacia otro que habíamos añorado sin quererlo.
El coche es un refugio que los distancia de Roma. Desde la ventanilla, los árboles y la gente se convierten en una réplica del espacio donde le amó. Todo es confuso. Hay rutas que nos traen viejas historias. Hay personas que pactan con nuestros espacios perdidos, con la intención de devolvernos las sensaciones. Se reavivan los sentimientos que creíamos muertos. Retomamos un hilo que se nos escapó. Renacen la tristeza y la rabia. Vuelven, intactas, las imágenes de otro tiempo. Dana tiene la sensación de que no han transcurrido diez años. Se ha convertido, otra vez, en la mujer abandonada que huía. Vuelve a vivir la sensación de intemperie, las ganas de perderse. Puede ser un engaño de los sentidos, una mentira provocada por la impresión de algo que no esperábamos. Quizá sea esa verdad desnuda que nos hemos esforzado en disfrazar para continuar viviendo.
El universo tiene las dimensiones de un coche. Todos los paisajes son un solo paisaje. El rostro de Ignacio ocupa el centro. Dana no ha querido hacerle daño. Se lo repite hundida en el asiento, aunque hace pocos minutos habría deseado matarle. Es la sensación que le ha invadido y que no puede entender. Nunca comprenderá por qué está viviendo esa escena. Por qué derroteros ha llegado a ese momento. Querría decirle que ya basta, que quiere marcharse de allí. Los laberintos romanos le devolverán la paz. Cada cosa tendrá la medida justa. Es incapaz de pronunciar ninguna frase. Las palabras mueren antes de decirlas mientras una mano le tiembla en la otra, como un pájaro enjaulado.
No se atreve a moverse. Encogida en el asiento, con la cabeza inclinada, no le mira. Puede imaginarse perfectamente el perfil. Percibe su presencia con una nitidez hiriente. A su lado está el hombre que la engañó. Le amó como se ama la vida. Aquel latido del corazón que nos estalla en el pecho, porque hay abismos que nos cuesta vivir, aunque nos precipiten a la gloria. Siente una inmensa vergüenza por lo que ha hecho. Ella, que procura optar siempre por las palabras, permanece muda. Pasa un largo espacio de tiempo. Cuando consigue recuperarse, le mira de reojo. Es una mirada tímida, insegura. No mueve el cuerpo; ni siquiera vuelve la cabeza. Cuando la memoria recupera las facciones, ve el contorno de un rostro que conoce bien. Es muy sencillo recobrar cada centímetro de piel. Tiene una expresión seria. ¿Triste? Se lo pregunta con cierta incredulidad. Antes, creía que sabía leer la expresión de su cara. Hoy le resulta difícil interpretar un gesto que mezcla la pena con la culpa, el deseo y muchos interrogantes. Le ha parecido percibir un brillo desconocido. Le observa de nuevo.
Ignacio está llorando. Hay muchas formas de hacerlo. Su llanto es silencioso. Inmóvil, la frente levantada, como si contemplara ese paisaje que ha sido su cómplice. Las lágrimas caen con lentitud. No hay prisa cuando se abren las ventanas de un viejo dolor. Nada lo empuja ni lo precipita. Viene de muy lejos, y se escapa por los poros con timidez. Olvidadas las prevenciones, Dana se desborda también. Se convierte en un río de agua salada, amarga. Todo lo que había borrado de su vida vuelve con una precisión difícil de comprender. «¿Dónde está el olvido?», se pregunta. La mano que reposaba, sujeta dentro de la otra, se mueve contra su voluntad. Le acaricia la mejilla húmeda, con un gesto imprevisible que tampoco entiende. Hay demasiadas sensaciones que le resultan difíciles de describir. Toca el rostro de Ignacio. Él le coge los dedos entre los suyos, como si quisiera retenerla. Hay momentos que tienen sabor a eternidad. No los elegimos, sino que aparecen como por ensalmo. Querríamos escapar, porque son una garantía de complicaciones. Quién sabe si lo único que importa es que duren, antes de que se conviertan en recuerdos. La respiración del hombre se pierde entre los cabellos de la mujer. Abrazarse quiere decir volver a los olores lejanos.
Los gestos surgen con una espontaneidad absoluta. No hay reflexiones previas, ni palabras que sirvan para analizarlos. Es el tiempo de la vida, que se impone a cualquier intento de racionalización. Es un aire que los empuja a acercarse. Se besan. Primero, lentamente. Después, con la furia de algo que se recupera cuando ya lo dábamos por perdido. La lengua de Ignacio abre los labios de Dana, le recorre la boca. Ella le corresponde, ávida. Trémulas las pieles, se buscan. Las manos de él tienen la falta de destreza de un adolescente, inexperto en amores, cuando le desabrocha la camisa. Los pezones crecen entre sus dedos, como si desafiasen la lógica. Le acaricia la espalda desnuda, hasta las nalgas. La mujer que fue monta sobre él. El hombre que ha regresado guía sus movimientos. Un hilo de saliva se ha perdido por el cuello de Ignacio. El mundo es un verde lejano. El aliento ha enturbiado los cristales, difuminando la visión de cuanto los rodea. El entorno pierde nitidez, porque los cuerpos se imponen al paisaje.
Se aman en un coche, en mitad del campo. La propia desnudez se mezcla con la soledad del lugar. El resto del mundo no existe en ese instante. Después, vendrán las preguntas, lo que algunos denominan mala conciencia. Lo deben de intuir mientras hacen el amor. Tal vez ni lo piensan, porque hay presentes todopoderosos que anulan pasado y futuro. Dana quiere prolongar el placer. Ignacio controla los embates del amor para que éste dure. Piel contra piel. Un cuerpo a favor de otro cuerpo, cuando ambas respiraciones se juntan en una sola. ¿Puede haber encuentros que borren terribles desencuentros, el abandono y el dolor? Se dan cuenta de que es posible. El sentido del tacto tiene memoria. También la tienen la vista, el olfato, la capacidad de percibir los sabores. No dicen nada, pero se hablan. La conversación se hace fluida. Jurarían que no han pasado diez años. Son iguales que como eran antes de experimentar la metamorfosis que los ha convertido en otros. No se reconocían, ahora que los sentimientos habían ganado todos los terrenos: el de la memoria y el del olvido.
Lejos de allí, en el centro de la ciudad, un coche hace cola para entrar en un parking subterráneo. El hombre conduce con el aire adusto de quien está harto de las circunstancias en que vive. La mujer, que mantiene el cuerpo tenso, parece nerviosa. Los dos tienen aspecto de cansancio, como si fueran los participantes en una carrera de obstáculos que no lleva a ninguna parte. Así se sienten. Su vida se ha convertido en una discusión continua. Nunca han tenido una convivencia tranquila. Transformar los días en un combate de esgrima ha sido divertido, hasta que han surgido los problemas reales, los que no se pueden reducir a la categoría de anécdota porque no forman parte de lo cotidiano. No es una cuestión de gustos distintos a la hora de elegir una película o un restaurante. Ni siquiera de contraponer criterios al escoger el destino de las próximas vacaciones. Se trata de aprender a enfrentarse a lo inesperado.
Durante el trayecto, pese al caos circulatorio, no han parado de hablar. Con vehemencia, elevando el tono de voz, han acompañado cada palabra con una gesticulación exagerada. Mientras él intentaba contenerse y mantener las manos en el volante, la mujer hacía volar las suyas. Han trabajado hasta tarde. Como se levantan a horas distintas, no han coincidido por la mañana. No se han llamado a lo largo del día, porque se evitan sin saberlo. Lo habían acordado antes: él pasaría a recogerla al acabar el trabajo. No hacía falta, pues, decirse nada. Tienen suficientes dudas, reproches. La lentitud de la cola del parking no se impone a sus discusiones. Tienen que descender tres pisos por una pronunciada rampa: