Fueron pasando los días, los meses y los años. La vida estaba hecha de rutinas que le resultaban gratas. Cuando le permitieron abandonar el hospital e ir sólo para visitas esporádicas, se instaló en el pueblo. Se levantaba y se iba a dormir con el sol. Aprendió a hacer pasteles de fruta. Releía libros casi olvidados, y volvía a saborear el placer de la lectura. Cuando los vecinos los visitaban, no quería escaparse. Se hizo amiga de la bibliotecaria del pueblo y, algunas tardes, la ayudaba. Los niños iban allí a hacer los deberes al salir de la escuela; se sabía los nombres, conocía sus casas. Consciente de que vivía llena de lagunas, no añoraba nada. Sabía que había vuelto de un sueño que se parecía a la muerte. Se sentía afortunada.
Empezaron las imágenes. Había apariciones esporádicas que se difuminaban en una niebla imprecisa, hasta que fueron tomando forma. La figura que la visitaba formaba parte del pasado; estaba segura. Alguien se esforzaba por abrirse camino en su memoria. ¿Un recuerdo perdido que volvía? Era un rostro de facciones desdibujadas, que se iban perfilando con lentitud. Se alternaban secuencias vividas. Ella y él paseando por unas calles que no eran las del pueblo. Una habitación en donde se sentía cómoda. Hileras de zapatos en un armario. Un cuerpo buscando su cuerpo. Sesiones de cine. Conversaciones. Muchos versos compartidos. La complicidad profunda. Ignoraba quién era y cómo se llamaba. No sabía si había existido alguna vez. ¿Un personaje que había decidido iniciar el viaje de regreso? ¿Se trataba de una invención de la mente? Antes de dormirse, le esperaba. Conjuraba su presencia. Iba adquiriendo precisión. Durante muchos meses, no lo habló con nadie. No se lo dijo a sus padres ni a la psicóloga. Vivía encuentros nocturnos con una ilusión que creía borrada de su vida. Una mañana, mientras metía un pastel en el horno de casa, miró a su madre a los ojos. Entonces le preguntó dónde estaba Marcos.
Esquivar a dos personas a la vez no es sencillo. Huir de los intentos de diálogo de Gabriele y de los encuentros con Ignacio se convierte en un ejercicio casi de acrobacia mental. Intervienen el ingenio y la necesidad de ganar tiempo. Dana convierte su vida en una escapada. La historia vivida parece un círculo que vuelve. Hace años, se escabullía de sí misma. Buscaba paisajes que la ayudaran a dejar atrás la tristeza. El tiempo la fue borrando. Ahora huye de dos hombres. Tiene una conversación pendiente con ambos, pero no encuentra fuerzas para enfrentarse a ella. «¿Qué debo decirles?», se pregunta. El pensamiento confuso cae en la contradicción más profunda. El ánimo oscila entre el pesar por la traición a uno y la euforia del reencuentro con el otro. Oscila entre la mala conciencia de quien se siente traidora y la sorpresa en mayúsculas. Se tambalea cuando es incapaz de sostener la mirada de Gabriele, que busca sus ojos. Vacila mientras recorre caminos poco habituales para ir al trabajo, deja de frecuentar los lugares de siempre, da órdenes estrictas a sus compañeros para que, cuando alguien pregunta por ella, digan que no está.
Esconderse por las calles no resulta agradable. Tampoco lo es colgar el teléfono al oír la voz de Ignacio. Se acostumbra a vivir con el móvil desconectado. Si está sola en casa, cierra la puerta con llave y no la abre nunca. Elude cualquier posibilidad de contacto. No quiere volver a verle. Está decidida a no encontrárselo hasta que haya tenido tiempo para reflexionar. La relación con Gabriele pasa por un momento difícil. Se ven todos los días, comparten techo, pero es como si ella no estuviera. Le intuye expectante; nota cómo sigue cada uno de sus movimientos, los gestos, las palabras escasas. Aunque sea un hombre paciente, adivina que la situación le desborda. ¿Qué le dirá cuando le pida explicaciones? Se lo pregunta a menudo. ¿Cómo puede hacerle entender que le quiere como antes, pero que un elemento imprevisible ha interferido en sus vidas? ¿Cómo decirle que lo siente, pero que el pasado irrumpe con fuerza? A veces, se autoflagela. La mala conciencia le golpea el cuerpo como un látigo. A menudo intenta relativizarlo. Se justifica pensando que vivió un momento de locura, que no siempre se puede controlar todo. Recuerda la sensación de vida que experimentó en los brazos de Ignacio, mientras bendice la hora de su regreso. Por un instante piensa blanco, pero en seguida se inclina por el negro. Cuando está a punto de marcar el número de Ignacio para decirle que se marche de Roma, cuelga el aparato. Si se acerca a Gabriele, conmovida y arrepentida, algo desconocido la detiene. Cree estar loca. Desconfía de sus propios actos, duda de lo que quiere. Por eso se escapa, mientras espera que el tiempo —el gran aliado— le devuelva la capacidad de saber qué busca.
Gabriele vive un calvario. Él, que es un hombre de reacciones contundentes, tiene que hacer un esfuerzo por reprimirse. ¿Cuántas veces ha estado a punto de pedirle por compasión, o de exigirle en nombre del derecho que dan la lealtad y la vida en común, que le diga qué piensa hacer? ¿Le abandonará como a un perro, sin ningún pesar? ¿Recuperarán lo que construyeron? Se pregunta cómo ha podido suceder. Las historias no se diluyen en la nada; no desaparecen, perdidas en el aire. Había creído que habitaban en una fortaleza inexpugnable. Procura trabajar muchas horas, porque la compañía de Dana le entristece profundamente. Es otra mujer. Habría querido convencerla. Podría hacer una larga lista de todas las cosas que está a punto de lanzar por la borda. Dosis proporcionadas de prudencia y de orgullo herido hacen que se calle. ¿Cómo ha podido olvidar Ferrara? ¿Cómo se borran diez años en un solo instante? Antes de precipitarse, opta por la contención. No sabe si es una estrategia o un acto de cobardía.
Visita al abuelo moribundo. El hombre conserva un hilo de voz, la cabeza lúcida. Ha sentido el deseo de confesarle lo que les pasa. Le gustaría actuar como el niño que fue: reclinar la frente sobre el pecho del más anciano de los Piletti, sentir su mano cansada dándole consuelo. Querría decirle que no puede soportarlo. El hombre, incluso enfermo, tiene una intuición difícil de describir. Cuando era un niño, Gabriele estaba convencido de que podía leerle el pensamiento. Como si retrocediera en el tiempo, ahora lo cree de nuevo. Le ha preguntado por Dana. Le ha dicho en un tono preocupado que parece triste. Vencida la tentación de la confidencia, se lo niega. Se esfuerza por improvisar una broma absurda. En el último momento, se calla. Lo ha decidido. Tendrá toda la paciencia del mundo. La esperará por una única razón: es la mujer a la que ama.
Ignacio ha pasado de la euforia al desconcierto. El proceso se ha prolongado durante días de búsqueda y noches de insomnio. Cuando se despidió de Dana, se sentía pletórico. Volvía a ser el hombre de antes, aquel que había llegado a olvidar. Sentía la juventud en sus venas; una inyección de vida en el corazón. Pocas veces la existencia nos ofrece una segunda oportunidad. Era consciente y agradecía al azar, al destino, a los dioses, aquel prodigio. Era un hombre reconciliado con el mundo, dispuesto a reescribir su propia historia.
Al día siguiente inició la persecución. Las primeras llamadas sin respuesta no le alarmaron. La imaginó agobiada, confusa. Era lógico que necesitara tiempo. Aunque hubiera actuado a fuerza de impulsos, intuía que tenía que reprimir tanta excitación. Tras recapacitar sobre el tema, decidió que tenía que actuar con delicadeza. Aprender a ser sutil para no asustarla, para no ponerla entre la espada y la pared. Él había tenido tiempo de hacerse a la idea del encuentro, mientras que Dana no esperaba verle. Partían de posiciones diferentes. Él había preparado una estrategia, pero ella no lo sabía. Tenía que entenderla, no permitir que tuviera miedo.
En cuanto en el Instituto Cervantes le dijeron, por tercer día consecutivo, que no sabían si Dana iría a trabajar, y que les era imposible transmitirle mensajes, Ignacio pasó de la extrañeza a la incredulidad. Recelaba de los compañeros de la mujer, de los vecinos que le espiaban, de aquella estúpida llamada Matilde, convertida en un vigilante que no pierde la pista de su víctima. Fue a los bares que antes de todo eso le habían asegurado que frecuentaba. Nadie sabía nada. El quinto día se apostó en la puerta del instituto, decidido a interceptar su paso. Avisada por una colega, Dana se encerró en casa. Pretextó un problema de salud para no tener que salir a la calle. No mentía: su estado físico era el de una persona enferma. Tenía el ánimo bajo cero, la tristeza en los ojos. No podía moverse, era incapaz de pensar. La presión de Ignacio le resultaba insoportable. La presión sutil de Gabriele la angustiaba. Una pregunta la obsesionaba: ¿cómo puede desbocarse la vida en un instante? «Diez años para rehacerla y pocos minutos para mandarlo todo al garete», pensaba. No quería ver a nadie.
Ha pasado una semana justa. Siete días enteros de jugar al escondite, de rehuir las conversaciones, de negar la realidad. Son las ocho de la mañana. Gabriele se ha levantado. No ha permitido que el despertador sonara demasiado rato, porque ella tiene el sueño ligero. Antes de meterse en la ducha la ha besado en la frente; un beso suave. Finge estar dormida, aunque no ha podido conciliar el sueño en toda la noche. Inmóvil, su cabeza es una noria de feria. Hay una suma de imágenes que mezclan el pasado y el presente. Los escenarios de la isla se superponen con los de Roma. Se confunden el piso de Sant Jaume y el de la piazza della Pigna. ¿Con quién mantuvo aquella conversación? No tenían demasiados puntos en común. El buen gusto, que se inclina hacia la vertiente más práctica en Ignacio, y que opta por las sutilezas en Gabriele. Los dos saben escoger un buen vino, son generosos, amables. Estas cualidades, que enumeradas genéricamente pueden parecer fáciles de identificar, se distancian a la hora de concretarse en cada uno de ellos.
Nunca lo había pensado, porque ocupaban lugares distintos y no se le ocurría compararlos. La gentileza de Gabriele tiene aires de caballero de otras épocas. Debe de ser la herencia del abuelo, que se prolonga en el nieto, pero que sabe mezclar con una espontaneidad deliciosa. La amabilidad de Ignacio está hecha de gestos seguros, de sorpresas preparadas con delicadeza. Por lo demás, no se asemejan en nada. Son mundos opuestos que ha compartido, en momentos distantes de la vida. Admiraba la actividad frenética de Ignacio, la palabra hábil del abogado con recursos, el ingenio pícaro. Adora la búsqueda constante de Gabriele, su tributo a la belleza, la curiosidad incansable. Uno la traicionó; el otro sería incapaz. Mientras lo piensa, se dice que no tendría que compararlos. ¿A qué viene analizar los paralelismos y la carencia de coincidencias? No tiene que hacer una lista. Los sentimientos que le provocan no pueden describirse enumerando las características de sus formas de ser. Ni siquiera matizándolos; es más complejo. Cuando suena el timbre de la puerta, esconde la cabeza bajo la almohada.
Oye los pasos de Gabriele, que va a abrir. Querría detenerle, porque presiente quién llega. Está a punto de saltar de la cama, pero la vence una cobardía infinita que la hunde aún más entre las sábanas. Percibe las voces de los dos hombres. No puede entender lo que dicen, porque hablan de manera contenida, sin elevar el tono. Son educados: otro punto en común, piensa con cierta sorna, porque, en un momento lleno de tensión, no puede dejar de establecer entre ellos lazos casi invisibles. Distingue quién es uno y quién es el otro por el timbre de voz de unas palabras que no entiende. Le parece que Gabriele controla mejor la situación. Habla con una serenidad que le recuerda al hombre que conoció. Ignacio está más alterado. No se esfuerza por disimular su urgencia de verla. Dana se propone concentrarse, porque querría escuchar cada palabra y saber su significado, hasta que se deja vencer por la impotencia de quien no puede hacer nada.
En el umbral de la puerta, las facciones se endurecen pero las palabras no expresan nerviosismo. Gabriele no se pierde en preámbulos:
—Tú eres Ignacio. Tenía ganas de verte de cerca. ¿Qué buscas en mi casa?
—He venido a verla. Necesito hablar con ella. —Se expresa como si se tragara las palabras. Tiene el rostro crispado. Son muchos recorridos inútiles, demasiados días de espera. Siente que está al límite, pero no pretende demostrarlo.
—No quiere hablar contigo. Ésa es mi opinión. ¿Te has parado a pensarlo?
—No me dio esa impresión hace una semana. ¿Tengo que describirte los detalles de nuestro encuentro?
—No hace falta. —Pequeños surcos le pueblan la frente—. Si alguien tiene que decirme algo, es ella. Tus versiones no me interesan.
—¿Habéis hablado? —Hay un débil hilo de esperanza en su voz. El otro puede captarlo y se apresura a tomar posiciones.
—Vive conmigo. No es extraño que conversemos, ¿no te parece? Tú, en cambio, no has vuelto a hablar con ella. ¿No te dice algo su silencio? —Sabe que pisa terreno resbaladizo, pero no quiere que el otro lo adivine. Se ha dado cuenta de pronto: Dana no sólo se está escapando de él, sino también de Ignacio. Quiere aprovechar la ventaja del descubrimiento para desconcertarle todavía más.
Le escucha con atención:
—He pensado que está confundida. Todo ha sido tan de repente. Debe de sentirse muy angustiada. Reconozco que le hice daño —dice Ignacio.
—Tu comportamiento no fue el propio de un caballero, si me permites el comentario. Han pasado diez años, pero hay cosas que no se olvidan.
—No volverá a suceder jamás.
—Puedes estar seguro. Entre otras razones, porque ahora estoy yo aquí para impedirlo. ¿Contabas con ello?
—Dile que salga. Quiero hablar con ella.
—No es una prisionera en esta casa. Supongo que te lo imaginas. Si no sale a recibirte, es porque no quiere verte. No hay más razones.
—Pero… el otro día…
—El otro día bajó la guardia. No te esperaba, y la sorprendiste. De hecho, ha cambiado mucho. En diez años, la gente se transforma. Sois dos desconocidos; ha reflexionado sobre ello. ¿No crees que, en una semana, hay tiempo suficiente para decidirse? No te quiere ver. No tiene la más mínima intención de saber nada más de ti.
—¿Por qué no me lo dice a la cara? —Ignacio eleva el tono de voz, y la pregunta llega hasta la habitación en donde ella está paralizada.
—No tiene por qué hacerlo. Tú no lo mereces. ¿Qué esperabas? Creo que no tienes muy buena memoria. La dejaste con una llamada telefónica. ¿Te acuerdas? Pocas justificaciones, ganas de deshacerte de un estorbo, ¿no? Reconocerás que no fue un comportamiento muy elegante. ¿Te sientes muy orgulloso de lo que hiciste?