Patriotas (6 page)

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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Patriotas
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»Me pasé diez minutos arrancando a patadas lo que quedaba de parabrisas y sacando los cristales rotos. Hacía bastante frío y no me quería congelar el culo conduciendo sin parabrisas, así que tardé cinco más en sacar cosas de la parte de atrás de la camioneta hasta que encontré la caja donde llevaba la ropa de abrigo. Me vestí con los pantalones de acampada con el forro para el frío, un suéter de lana, una chaqueta de plumas y una chaqueta de camuflaje DPM. Me puse también mis guantes forrados del ejército y una de esas gorras de la Marina que compramos en la tienda de saldos de Ruvel. Incluso así sentía algo de frío, pero congelarme ya no me iba a congelar. Esa fue la única cosa digna de mención que nos pasó de camino hacia aquí. La última parte del viaje fue muchísimo más tranquila, incluso vimos algunos ciervos y alces preciosos.

Una vez terminado el informe formal, los recién llegados continuaron contándose historias mientras comían. Para sorpresa de todos, la comida fue un abundante banquete, con carne tierna, queso y verduras.

—¿De dónde ha salido toda esta comida fresca? Pensaba que ya estaríais comiendo la comida almacenada —le dijo T. K. a Todd.

—Saboréala mientras puedas, T. K. Estamos gastando toda la comida que tenemos en la nevera y en el refrigerador. No sabemos cuánto tiempo más seguirá habiendo electricidad.

T. K. miró con gesto apesadumbrado.

—Ya, y supongo que mañana desayunaremos salvado con bayas —se quejó. Todos se rieron.

Tras un estudio conjunto, Todd y Mary habían elegido la región de las colinas de Palouse en la parte central del norte de Idaho como escenario para su refugio. Respondía a todos los criterios que les interesaban: tenía poca densidad de población y estaba a más de seis horas en coche de una zona metropolitana, Seattle. La tierra de toda la región era fértil y la agricultura variada. Y lo más importante, tenía altos índices de precipitaciones la mayor parte del año, con lo que no sufría de la misma debilidad que la inmensa mayoría de la agricultura moderna en Estados Unidos: la dependencia del agua. La zona no precisaba de un sistema de riego controlado por motores que funcionaran con energía eléctrica.

Un viaje durante las vacaciones en el año 2001 confirmó las esperanzas que tenían puestas en la zona. La gente era amigable, apenas había tráfico y casi todas las camionetas llevaban un compartimento para las armas y pegatinas de la Asociación Nacional del Rifle. Quitando las antenas de móviles y de satélites que se veían de vez cuando, parecía más que estuviesen en los años sesenta que en la primera década del nuevo siglo. A Todd y a Mary, que habían crecido en los barrios residenciales de las afueras de Chicago, el precio de la tierra y de las casas les parecía ridículo. Una casa de tres habitaciones con ocho hectáreas de tierra costaba entre ciento cuarenta mil y trescientos mil dólares.

Tras tres viajes más, finalmente encontraron una granja de dieciséis hectáreas y se decidieron a comprarla. Estaba a un kilómetro y medio de distancia de Bovill, una pequeña ciudad a cincuenta kilómetros al este de Moscow, Idaho. Bovill estaba situada en el extremo oriental de la región agrícola de las colinas de Palouse. La ciudad era un poco más fría que la zona de alrededor, pero eso implicaba también que el precio de la tierra era algo más bajo. La economía de la zona se nutría de la agricultura y de la explotación de la madera. A Todd, además, le gustaba mucho la idea de estar cerca del bosque nacional de Clearwater. Desde su punto de vista, las setecientas sesenta mil hectáreas de bosque eran un patio trasero fantástico. El edificio principal de la casa estaba hecho de ladrillo y era de 1930. Le hacía falta algún arreglo, pero tenía todo lo que ellos necesitaban: un sótano con la misma extensión que la casa, tres dormitorios pequeños pero suficientes, una cocina que funcionaba con leña y que parecía de los años treinta y un tejado metálico. Había también un garaje/taller, un granero, una leñera, un ahumadero, un enorme terreno con árboles que les proporcionarían frutos secos, y un depósito de agua situado junto a un manantial en la colina que había detrás de la casa, noventa metros más arriba. A diferencia de la mayoría de los vecinos, que sacaban agua de pozos, el agua llegaba gracias a la fuerza de la gravedad en una cantidad de dieciocho litros por minuto. Debido a que los propietarios se jubilaban e iban a mudarse a Arizona, con la casa iba incluido un tractor John Deere, de siete años de antigüedad. Los dueños pedían ciento setenta y ocho mil dólares por el lugar, los Gray les ofrecieron ciento veinticinco mil. Tras dos ofertas y contraofertas, llegaron al acuerdo de fijar el precio en ciento cincuenta y cinco mil quinientos dólares, que entregaron en efectivo.

El camino que llevó a Todd y a Mary Gray hasta las colinas de Palouse comenzó una tarde de octubre del año 2006, cuando Todd y su compañero de habitación en la universidad, Tom
T.
K.
Kennedy, regresaban al colegio mayor. Los dos acababan de ver la película australiana
Mad Max,
en deuvedé, en el apartamento de un amigo.

—La película está bastante bien —dijo Todd—, pero es poco creíble. Yo creo que en una situación como esa, la gasolina se acabaría mucho antes que la munición, y no al revés.

—Sí, estaba pensando lo mismo —dijo T. K.—. Además, la mejor manera de sobrevivir a algo así no es ir todo el tiempo zumbando de un sitio a otro. De esa manera se aumenta el contacto con otras personas y, por consiguiente, la posibilidad de encontrarse en situaciones comprometidas. El personaje de Mel Gibson debería organizar algún refugio o algún lugar donde hacerse fuerte.

—Después de unos momentos en silencio, preguntó—: ¿Tú crees que algo así, una debacle total de la sociedad, podría llegar a suceder?

—Yo creo que todas esas cosas que se dicen tipo «efecto 2000» son una exageración, pero teniendo en cuenta la complejidad de nuestra sociedad y la interdependencia de unos sistemas con otros, algo así sí sería posible. De hecho, bastaría con unos problemas económicos de la misma magnitud que la Gran Depresión de la década de 1930 para que todo el proceso se pusiese en marcha. Algo así sería suficiente para que el castillo de naipes se desmoronase. Nuestra economía, nuestro sistema de transportes, nuestro sistema de comunicaciones, todo en general, es mucho más complejo y vulnerable de lo que lo era en los años treinta. Y además la sociedad de entonces mantenía mucho más las formas que la de ahora.

T. K. se quedó parado de pronto en medio de la acera, ladeó la cabeza y se quedó mirando a Todd directamente a los ojos.

—Si algo así es de verdad posible —proclamó—, aunque la probabilidad sea muy remota, creo que lo más prudente sería organizar algunos preparativos.

Ya en la habitación del colegio mayor, la conversación alcanzó grandes cotas de intensidad y se prolongó hasta las tres de la madrugada. Sin ser conscientes de ello, Todd y T. K. habían conformado el núcleo de una organización que acabaría teniendo más de veinte miembros, que celebraría reuniones de forma regular y que contaría con unas bases logísticas, una Serie de Procedimientos Operativos Estándar (SPOE) y una cadena de mando. Por extraño que parezca, y pese a lo formal de su estructura, durante varios años el grupo de supervivencia no tuvo ningún nombre. Todos se referían a él simplemente como «el grupo».

Cuando reclutaban a nuevos miembros, Todd y T. K. describían «el grupo» como una organización de ayuda mutua. Los miembros podían confiar en la ayuda de los demás, tanto en las épocas favorables como en las desfavorables. Si, por ejemplo, a alguno de los integrantes se le estropeaba el coche o pasaba por algún apuro económico, el resto se comprometía a darle toda la ayuda posible de manera inmediata, no valían excusas y no se hacía ninguna pregunta. La idea era que cuando las cosas se pusiesen feas de verdad, el grupo aportaría una gran fuerza de efectivos y una sólida base logística que permitiría que los miembros tuviesen más oportunidades de salir indemnes de la época de crisis.

Al cabo de unos pocos meses, Todd y T. K. habían conseguido que unos cuantos amigos pasasen a formar parte del grupo. Casi todos eran compañeros de estudios en la Universidad de Chicago. Como la mayor parte de ellos iban muy justos de dinero, hasta que no se licenciaron y empezaron a mantener unos salarios más o menos decentes, la actividad del grupo se redujo a tener largos debates.

Los primeros años de gestación, Todd y los otros miembros hablaron, razonaron y discutieron sobre cómo articular la organización. Todd asumió el papel de líder y guía. Los demás lo llamaban «jefe» o a veces, bromeando, «el mandamás».

T. K. se convirtió en el especialista en personal del grupo. Daba consejos, limaba asperezas y facilitaba las relaciones entre los distintos miembros. Además, T. K. se encargó de las tareas de reclutamiento. Evaluaba cuidadosamente a cada posible futuro miembro, sopesaba sus virtudes y sus debilidades, e intentaba adivinar cómo reaccionaría ante una situación de presión que se prolongara durante un largo periodo de tiempo.

3. Preparados y dispuestos

«Lo más apropiado sería... tener grupos organizados que, llegado el momento, se ocupasen de conservar ciertos datos y ciertas formas de civilización, y que pudiesen promover un nuevo renacer.»

Roberto Vacca,
La próxima edad oscura

Cuando aún no había pasado una hora desde que terminaron los distintos informes verbales, el teléfono de campaña TA-1 que había en la mesa del mando del cuartel dio tres zumbidos seguidos. Mike lo descolgó.

—Mary dice que una camioneta acaba de parar delante de la puerta delantera.

—¿Una camioneta? —preguntó Mike—. Pero si Ken y Terry tienen un Bronco.

De un lado a otro de la mesa se intercambiaron varias miradas llenas de nerviosismo. Acto seguido, todos cogieron las armas y se dirigieron a toda prisa, chocando unos contra otros, a la ventana. De no ser un asunto serio, la escena habría resultado graciosa.

—Esperad, esperad —gritaba Todd—. No podemos ir todos a las ventanas de delante. Kevin, ve a vigilar la de atrás. Dan, al lado oeste.

Mientras tanto, Mike seguía en el puesto de mando del cuartel con el teléfono de campaña pegado a la oreja.

—Mary dice que la persona que está ahí fuera ha salido de la camioneta y está saludando y moviendo los brazos —gritó Mike.

Todd había cogido sus prismáticos recubiertos de goma y estaba mirando en dirección al camino.

—No me lo puedo creer —susurró mientras ajustaba el foco—. ¡Será posible! El viejo gran guerrero viene a hacernos una visita. Podéis estar tranquilos, es Jeff Trasel.

Todd y T. K. descendieron la ladera al trote con los rifles listos para disparar. Al acercarse a la Power Wagon de Jeff, se dieron cuenta de que este estaba muy nervioso.

—¿Tenéis sitio para un exmiembro con un grave problema? —preguntó Trasel.

—Puede ser. ¿Qué es lo que ocurre, Jeff? —contestó Todd.

—Se trata de mi novia, le han disparado —dijo Trasel.

Hicieron pasar la camioneta y subieron la colina lo más rápido posible. Todd accionó su radio y la pasó a modo VOX.

—Mike, llama a Mary por radio enseguida. Dile que tenemos una emergencia médica en la casa. Envía a Dan a que la releve en el puesto de vigilancia.

Rose, la novia de Jeff, estaba malherida. Jeff y Todd la llevaron dentro de la casa. Estaba inconsciente. La dejaron momentáneamente sobre una manta en el suelo, junto a la estufa de leña. Mary la examinó deprisa pero sin pasar nada por alto y quitó las tres gasas empapadas en sangre que llevaba. La habían alcanzado en la parte superior izquierda del pecho. La bala había entrado justo por debajo de la clavícula con trayectoria ascendente y había destrozado la parte superior del hombro izquierdo antes de salir otra vez del cuerpo. La herida que había provocado la bala al entrar era ligeramente más grande que el diámetro de esta. La de la salida, sin embargo, parecía un parche de cinco centímetros de diámetro de carne roja cruda.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Mary mientras rebuscaba en una caja de instrumental médico esterilizado en la que cada pieza estaba metida en bolsas de plástico resellables.

—Veníamos de camino hacia aquí. Nos detuvimos porque Rose dijo que tenía que mear y que no podía aguantar más, así que me paré a un lado de la carretera y Rose se fue correteando por en medio de los matorrales. Cuando volvía hacia el vehículo, un Corsica con matrícula de Wisconsin se paró a nuestro lado. De su interior saltaron dos tipos y uno atrapó a Rose antes de que pudiera llegar a la puerta y le apuntó en la cabeza con un revólver de gran tamaño. Ella se quedó quieta; el otro tipo se acercó hasta mi puerta y me apuntó con una escopeta Mossberg. ¿Qué podía hacer? Pensaba que nos iban a matar allí mismo.

»Lo siguiente que recuerdo es que el de la escopeta me ordenó que saliese. A continuación, me abrió la chaqueta y sacó el.45 que yo llevaba en una funda en el hombro y lo metió en su coche. Después, el muy imbécil se dio la vuelta y empezó a hurgar debajo del asiento sin haberme acabado de registrar. Me di cuenta de que aquella era mi única oportunidad. Saqué mi pistola AMT Backup.45 del bolsillo interior de la chaqueta y le encañoné fuerte contra la nuca. Ahora era yo el que llevaba ventaja. Le dije que dejara el arma muy despacio en el asiento de la camioneta y que retrocediera mucho más despacio todavía. A su compañero le dio un ataque de nervios; no sabía si dispararme, si salir corriendo o qué hacer.

»A continuación, y sin dejar de mirar a su inquieto compañero, le ordené al tipo que tenía a mi lado que se echara bocabajo contra el suelo y luego lo cacheé rápidamente. Solo le encontré una navaja de marca Bucklite. El otro tipo seguía allí de pie medio temblando. «Tira el arma y suéltalo o le disparo a la chica», dijo por fin. Una frase muy original, ¿eh? Yo le dije: «No, tira tú el revólver, gilipollas, u os dispararé a los dos, a ti y a tu compañero. A diferencia de vosotros, yo sé cómo se usa un arma». Ahí sí que le entró el pánico de verdad. Me apuntaba a mí, luego a Rose, luego otra vez a mí. Temblaba como si se hubiese pasado más tiempo de la cuenta en una cámara frigorífica. Era evidente que el tipo no tenía un coeficiente intelectual muy alto que digamos ni tampoco mucha sangre fría. Mientras pasaba todo eso, yo seguía apuntando con mi pistola en la nuca del tipo que estaba en el suelo. Era la típica situación de jaque mutuo.

»La siguiente vez que apuntó a Rose, apoyé mi brazo en el capó de la camioneta y ajusté la mira de mi pistola sobre su pecho. A continuación, cuando volvió a mirar hacia mí, los ojos se le abrieron como platos y empezó a retroceder. En cuanto el cañón de su pistola dejó de apuntar a Rose y se dirigió hacia mí, disparé dos veces seguidas: la primera le di en el pecho y la segunda le rocé la parte de arriba de la cabeza.

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