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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (17 page)

BOOK: Paz interminable
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Y sería juzgado por un tribunal militar si lo intentaba.

—Mmm… si encontramos un medio de colarnos en el hospital…

Me eché a reír.

—No hay que colarse en ninguna parte. Basta comprar tiempo en una de las tiendas de conexión.

—Pero no quiero eso. Quiero hacerlo contigo.

—¡A eso es a lo qué me refiero! Tienen unidades dobles… universos de dos personas. Dos personas conectan y van a algún lugar juntas.

Ahí llevaban las jills a sus clientes. Puedes joder en las calles de París, flotando en el espacio exterior, bajando en canoa por unos rápidos. Ralph nos había traído recuerdos considerablemente extraños.

—Hagámoslo.

—Mira, todavía estás convaleciente. ¿Por qué no descansas un día o dos y luego…?

—¡No! —Se levantó—. Por lo que sé, las conexiones podrían estar difummándose mientras charlamos aquí sentados.

Cogió el teléfono de la mesa y marcó dos números; conocía mi código de taxi.

—¿Salimos?

Me levanté y la seguí hasta la puerta, temeroso de haber cometido un gran error.

—Mira, no esperes el mundo.

—Oh, no espero nada. Pero tengo que intentarlo, averiguarlo.

Para ser alguien que no esperaba nada, estaba horriblemente ansiosa.

Era contagioso. Mientras esperábamos el taxi, pasé de pensar «bueno, al menos lo averiguaremos de un modo u otro» a estar seguro de que al menos aún habría algo. Marty había comentado que se produciría un efecto placebo, como mínimo.

No pude darle al taxi una dirección concreta, ya que sólo había estado allí una vez. Pero pregunté si conocía la manzana donde estaban las tiendas de conexión, justo fuera de la universidad, y el taxi dijo que sí.

Podríamos haber ido en bici, pero era el barrio donde aquel tipo me había sacado el cuchillo (las cosas habían empezado mal y fueron a peor), y supuse que ya estaría oscuro cuando termináramos nuestro experimento.

Fue una buena cosa que el taxi desconectara el contador mientras pasábamos por segundad. El zapato encargado vio nuestro destino y nos entretuvo diez minutos, supongo que para ver la incomodidad de Amelia. O para tratar de cabrearme. No le di la satisfacción.

Hicimos que el taxi nos dejara casi al final de la manzana, para poder recorrerla entera y comprobar la oferta de cada garito. El precio era importante; a ambos nos faltaban dos días para cobrar la paga. Yo ganaba tres veces más que ella, pero la excursión mexicana me había dejado con menos de cien pavos. Y Amelia estaba sin blanca. Había más jills que peatones. Algunas de ellas se ofrecieron para que formáramos un trío. No sabía que eso fuera posible. No nos pareció atractivo; tenía que ser confuso, incluso en buenas condiciones. Y estar más íntimamente ligado a la jill que a Amelia sería un desastre.

El sitio con la mejor doble uni era también uno de los más bonitos, o el menos cutre. Se llamaba Tu Mundo, y en vez de choques de coches y ejecuciones, ofrecía exploraciones… como el viaje a Francia que yo había hecho en México, pero más exóticas.

Sugerí el viaje subacuático por el Gran Arrecife de Coral.

—No soy buena nadadora —dijo Amelia—. ¿Importará?

—Yo tampoco, no te preocupes. Es como ser un pez. —Yo ya lo había probado—. Ni siquiera piensas que tienes que nadar.

Costaba un dólar por minuto, al contado, o tres dólares por dos minutos, plástico. Diez minutos como máximo. Pagué al contado; guardo el plástico para las emergencias.

Una mujer gorda y severa, morena, con un bosque cada vez más poblado de pelo blanco, nos condujo hasta la cabina. Era un pequeño cubículo de sólo un metro de altura, con un colchón azul en el suelo y dos cables de conexión colgando del bajo techo.

—El tiempo empieza a contar cuando el primero se conecta. Supongo que antes querrán quitarse la ropa. El lugar ha sido esterilizado. Que se lo pasen bien.

Se dio la vuelta bruscamente y se largó.

—Te ha tomado por una jill.

—Me vendría bien una segunda fuente de ingresos.

Entramos a cuatro patas y, cuando cerré la puerta, el aire acondicionado empezó a zumbar. Luego un generador de ruido blanco se unió al firme siseo.

—¿Tener la luz encendida significa algo?

—Se apaga automáticamente.

Nos ayudamos a desnudarnos y ella se tumbó de la manera adecuada, con el estómago contra el suelo.

Estaba rígida y temblaba un poco.

—Relájate —dije, frotándole los hombros.

—Me temo que no sucederá nada.

—Si no sucede nada, lo intentaremos otra vez.

Recordé lo que había dicho Marty: que realmente debería empezar con algo parecido a tirarse por un barranco. Bueno, podría decírselo más tarde.

—Toma.

Le tendí una almohada en forma de diamante que te sostiene la cara por la barbilla, los pómulos y la frente.

—Esto te ayudará a relajar el cuello.

Acaricié su espalda durante un minuto y, cuando pareció más tranquila, coloqué el conector en su sitio, sobre la ranura metálica de su cabeza. Se oyó un leve chasquido y la luz se apagó. Naturalmente, después de miles de horas, yo no necesitaba la almohada; podía conectar de pie o colgando boca abajo. Cogí el cable y tiré de él hasta que estuvimos tocándonos, brazo y caderas. Entonces conecté.

El agua estaba cálida como la sangre y sabía bien, a sal y algas, cuando la respiré. Me encontraba en menos de dos metros de agua, rodeado de vistosas formaciones de coral; los diminutos peces de colores vivos que me ignoraban… hasta que me acercara lo suficiente para convertirme en un peligro. Una pequeña morena verde, con cara de villano de unos dibujos animados, me miró desde un agujero en el coral.

La voluntad es extraña cuando estás conectado de esa forma. «Decidí» girar hacia la izquierda, aunque no había nada que atrajera mi atención allí, sólo una llanura de arena blanca. De hecho, la persona que había grabado el viaje tenía buenos motivos para comprobarlo, pero el cliente no establecía contacto con él o ella a ese nivel: nada más que el sensorium, amplificado.

La luz del sol refractada a través de las ondas de la superficie formaba una agradable dibujo cambiante sobre la arena, pero no estábamos allí por eso. Me alcé sobre dos antenas con ojos que asomaban del fondo, retorciéndose, agitadas. De repente la arena se levantó debajo de mí, y a izquierda y derecha una manta raya atigrada salió volando de debajo de unos cuantos centímetros de arena que la ocultaban. Era grande, de unos tres metros de envergadura. Me abalancé hacia delante y me agarré de una aleta antes de que tuviera tiempo de cobrar velocidad.

Un poderoso batir de aletas y nos lanzamos hacia delante; otro, y fuimos más rápido que ningún nadador humano, con el agua arremolinándose alrededor de mi cuerpo…

Y el de ella. Amelia estaba allí decididamente, pero sólo como una sombra en mi interior. La turbulencia de las rápidas aguas hacía que mis genitales se balancearan, pero una parte de mí no sentía eso; para esa parte el agua fluía rápidamente haciéndome cosquillas entre las piernas. Mi intelecto me dijo que habían tenido que mezclar dos cadenas para crear aquello, y me pregunté lo difícil que habría sido encontrar una manta suficientemente grande para el hombre y la mujer y cómo lo habrían conseguido. Pero principalmente me concentré en aquella concreta sensación de dualidad y traté de establecer contacto con Amelia a través de ella.

No pude, no del todo. No había palabras, no había especificidad, sólo una vaga gestalt de «¿no es emocionante?» que sentía reflejada con un quiebro distinto, la personalidad de Amelia. También había una leve excitación diferente que debió de ser la comprensión por parte de ella de que estábamos en contacto.

La superficie de arena se abrió en un barranco subacuático y la manta se zambulló, el agua súbitamente fría, la presión aumentando. Perdimos nuestro agarre y continuamos solos en las oscuras aguas. Mientras nos deslizábamos lentamente hacia arriba sentí pequeños aleteos de mariposa que sabía eran las manos de Amelia sobre mí, allá en el cubo, y mientras empezaba la erección una humedad que no era el océano imaginario que me rodeaba, y luego la tenaza fantasmal de sus piernas y un leve pulso arriba y abajo.

No fue como con Carolyn, con quien yo era ella y ella era yo. Fue más como un apremiante sueño sexual que te poseía mientras estabas medio despierto.

El agua parecía de plata bruñida; y tres tiburones nos rozaron mientras ascendíamos. Noté un leve temblor de miedo, aunque sabía que eran inofensivos, ya que la cadena no estaba catalogada como «M» ni como «H» (muerte o heridas). Traté de proteger a Amelia para que no se asustara, pero no sentí ningún miedo real por parte de ella. Estaba preocupada. Su presencia física cobró fuerza dentro de mí, y no estaba nadando exactamente.

Su orgasmo fue leve pero largo, radiando y pulsando en aquella forma extraña pero familiar que yo no había sentido en los tres años pasados desde la pérdida de Carolyn. Los fantasmas de sus brazos y sus piernas me mecieron a derecha e izquierda mientras nos alzábamos hacia los tiburones.

Era una gran madre tiburón con dos crías; ningún peligro. Pero mientras pasábamos junto a ellos sentí que me ablandaba y salía de ella. No iba a funcionar, no esta vez, no para ambos.

Sus manos sobre mí eran como plumas, apretando, agradables pero no lo suficiente. Hubo una súbita pérdida de algo, de dimensionalidad, lo que significaba que ella se había desconectado y usaba la boca, fría y luego caliente, pero seguía sin funcionar. La mayor parte de mí seguía todavía en el arrecife.

Busqué el cable y me desconecté. Las luces se encendieron e inmediatamente traté de responder a las caricias de Amelia. Abracé su cuerpo resbaladizo y apoyé la cabeza en su cadera y no pensé en Carolyn, e introduje un par de dedos entre sus piernas desde atrás, y en un minuto los dos nos corrimos a la vez.

Nos permitieron unos cinco segundos de descanso, y luego la mujer empezó a aporrear la puerta del cubículo, diciendo que teníamos que salir o volver a pagar el alquiler; tenía que limpiarlo todo para los siguientes clientes.

—Supongo que el contador deja de correr cuando los dos nos desconectamos — dijo Amelia. Me mordisqueó—. Pero podría pagar un dólar al minuto por esto. ¿Quieres decirle eso?

—No. —Busqué nuestras ropas—. Vámonos a casa a hacerlo gratis.

—¿La tuya o la mía?

—Tu casa.

Julián y Amelia pasaron el día siguiente mudándose y limpiando la casa. Como era domingo, no pudieron hacer ningún papeleo, pero no esperaban problemas. Había una lista de espera para solteros que cumplían los requisitos de eficiencia de Julián, y la casa de Amelia estaba clasificada para dos, o incluso para dos adultos con un hijo.

(Un hijo era algo que nunca iban a tener. Veinticuatro años antes, después de un aborto, Amelia había optado por la esterilización voluntaria, que le proporcionaba un bono mensual de dinero y cupones hasta los cincuenta años. Y la visión del mundo que tenía Julián era suficientemente oscura para no estar ansioso por traer a un nuevo ser.)

Cuando lo tuvieron todo metido en cajas, y el apartamento de Julián estuvo lo suficientemente limpio para satisfacer al casero, llamaron a Reza para pedirle el coche. Reza reprendió a Julián por no haberlo llamado antes para que los ayudara. Julián dijo, sinceramente, que no se le había ocurrido.

Amelia escuchó la conversación con interés; una semana más tarde señalaría que había habido un buen motivo para hacerlo solos. Era una especie de trabajo sacramental… o algo aún más elemental, la construcción de un nido. Pero lo que dijo cuando Julián colgó fue:

—Tardará diez minutos en llegar.

Y corrió al sofá; un último polvo rápido en aquel lugar.

Sólo hicieron falta dos viajes para trasladar todas las cajas. En el segundo trayecto Reza y Julián fueron solos, y cuando Reza se ofreció a ayudarlo a desempaquetar, Julián dijo bueno, ya sabes, tal vez Blaze quiera acostarse.

De hecho, lo hizo. Se desplomaron agotados y durmieron hasta el amanecer.

4

Una o dos veces al año no cambiaban a los soldaditos entre turnos; sólo nos inmovilizaban de uno en uno y hacían que el segundo del mecánico pasara directamente de la silla de barbero a la jaula: una «transferencia caliente». Solía significar que estaba pasando algo interesante, ya que normalmente no trabajábamos en la misma AO que el pelotón cazador-matador de Scoville.

Pero Scoville estaba molesto porque no había sucedido nada. Habían ido a tres puntos de emboscada distintos en nueve días sin que apareciera nada más que insectos y pájaros. Estaba claro que se trataba de una misión para hacer tiempo.

Salió de la jaula y la selló para su ciclo de limpieza de noventa segundos.

—Que te diviertas —dijo Scoville—. Llévate algo para leer.

—Oh, creo que se les ocurrirá algo que hacer para nosotros.

Asintió con desgana y se marchó. No hacían una transferencia caliente si podían evitarlo. Así que se trataba de algo importante que los cazadores-matadores no debían saber.

La jaula se abrió y me metí dentro. Coloqué rápidamente los sensores musculares y conecté los ortóticos y el flujo sanguíneo. Luego cerré la concha y esperé.

Siempre había un primer momento de desorientación, pero resultaba mucho peor en el caso de una transferencia caliente. Al ser el líder del pelotón, yo entraba primero, y me conectaba de repente con un puñado de desconocidos relativos. Conocía vagamente al pelotón de Scoville, ya que pasaba un día al mes conectado con él. Pero no conocía todos los detalles íntimos de sus vidas, y realmente no me importaba. Aparecí en medio de aquel intrincado culebrón como un extraño que de repente conoce todos los secretos de familia.

De dos en dos, fueron sustituidos por mis propios hombres y mujeres. Traté de concentrarme en el problema de inmediato: que era montar guardia sobre las parejas de soldaditos que pasaban su par de minutos en inmóvil vulnerabilidad. Era tarea fácil. También traté de establecer un enlace vertical con la comandante de la compañía para averiguar qué pasaba realmente. ¿Qué íbamos a hacer que fuera tan secreto como para mantener a Scoville a oscuras?

No hubo respuesta hasta que todos los míos estuvieron en su puesto. Luego llegó en un chisporroteo de gestalt mientras yo escrutaba mecánicamente la jungla en busca de señales de problemas. Había un espía en el pelotón de Scoville. No un espía voluntario, sino alguien cuyo conector estaba intervenido, en tiempo real.

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