Se percató de que no había formulado su respuesta de modo muy afortunado, y añadió:
—En Noruega, todo el pueblo estaba unido contra los ocupantes. Los pocos traidores noruegos que vistieron uniforme alemán y combatieron del lado de Alemania eran la escoria que se encuentra en cualquier país. Pero en Noruega, las fuerzas positivas estuvieron unidas, las personas de incuestionable capacidad que se pusieron al frente de la Resistencia funcionaron como un núcleo que mostró el camino de la democracia. Estas personas se mantuvieron leales entre sí y, al final, eso fue lo que salvó a Noruega. La democracia es la gratificación de sí misma. Tacha lo que dije del rey, Natasja.
—¿Así que opinas que todos los que lucharon al lado de los alemanes eran escoria?
¿Qué quería realmente de él aquella periodista? Brandhaug decidió terminar la conversación.
—Sólo quiero decir que los que traicionaron a la patria durante la guerra deberían estar contentos de que sólo se les imputasen penas de prisión. He sido embajador en países donde a la gente así se la fusila y, francamente, no estoy tan seguro de que no hubiera sido lo mejor también en Noruega. Pero volviendo al comentario que me pedías, Natasja. El Ministerio de Asuntos Exteriores no tiene ningún comentario en relación con la manifestación ni a propósito de los nuevos miembros del gobierno austríaco. Tengo invitados, así que tendrás que disculparme, Natasja…
Natasja lo disculpó y él colgó el auricular.
Cuando regresó a la sala de estar, los invitados ya se preparaban para marcharse.
—¿Tan pronto? —preguntó con una gran sonrisa, pero sin insistir. Estaba cansado.
Acompañó a los invitados hasta la puerta, estrechó especialmente la mano de la comisario jefe, diciéndole que nunca dudase en solicitar su ayuda, que la vía oficial estaba muy bien, pero…
Su último pensamiento antes de dormirse fue para Rakel Fauke. Y para su oficial de policía, al que ya se había quitado de en medio. Se durmió con una sonrisa en los labios, pero se despertó con un dolor de cabeza espantoso.
FREDRIKSTAD-HALDEN
10 de Mayo de 2000
El tren iba sólo medio lleno y Harry había conseguido un asiento junto a la ventanilla. La chica que ocupaba el asiento de atrás se había quitado los auriculares del
walkman
y Harry oía a duras penas la voz del cantante, pero ninguno de los instrumentos. El experto en escuchas cuyos servicios habían utilizado en Sidney le había explicado a Harry que, con niveles de sonido bajos, el oído humano amplifica el área de frecuencias donde se localiza la voz humana.
Harry pensó que había en ello algo reconfortante: lo último que uno deja de oír antes del silencio total es la voz humana.
Las gotas de lluvia formaban líneas de agua que temblaban sobre el cristal de la ventana. Harry miró los campos llanos y empapados y el subir y bajar de los cables tendidos entre los postes que se alzaban a lo largo de las vías.
En la estación de Fredrikstad había estado tocando una banda de música. El revisor le explicó que solían practicar allí para la fiesta nacional del Diecisiete de Mayo.
—Todos los años, todos los martes, por estas fechas —le dijo—. Según el director de la banda, las prácticas son más realistas cuando las hacen rodeados de gente.
Harry llevaba algo de ropa en una bolsa. Según le dijeron, el apartamento de Klippan era sencillo, pero estaba bien equipado. Un televisor, un equipo de música, incluso algunos libros.
—
Mein Kampf
y cosas por el estilo —bromeó Meirik cuando le habló de él.
No había llamado a Rakel, pese a que necesitaba oír su voz. Una última voz humana.
—¡Próxima estación, Halden! —anunció por el altavoz un timbre nasal antes de quedar interrumpido por el tono chillón y falso del tren al frenar.
Harry deslizó un dedo por la ventana mientras daba vueltas en su cabeza a aquella frase. «Un tono chillón y falso. Un tono chillón y falso. Un tono chillón y…»
Un tono no puede ser falso, se dijo. Un tono no es falso hasta que no se une a otros tonos. Hasta Ellen, la persona más musical que había conocido, necesitaba varios factores, varias notas para oír música. Ni siquiera ella podía considerar un solo factor y asegurar al cien por cien que fuese falso, que no fuese correcto, que fuese mentira.
Y aun así, aquel tono sonaba en sus oídos, chillón y muy, muy falso: él iba a Klippan para buscar un posible remitente de un fax que hasta el momento no había causado otra cosa que algunos titulares en los periódicos. Esa mañana había revisado muy bien la prensa y era evidente que el asunto de las cartas de amenazas que tanta cobertura había tenido no hacía ni cuatro días ya había caído en el olvido. El diario
Dagbladet
escribía sobre Lasse Kjus, que odiaba Noruega; y el consejero de Exteriores, Bernt Brandhaug, que había dicho que los culpables de traición a la patria deberían haber sido sentenciados a muerte, si es que lo habían citado correctamente.
Había, además, otro tono falso. Aunque quizá porque él deseaba que lo fuese. La despedida de Rakel en Dinner, la expresión de sus ojos, la media declaración de amor antes de cortar tajantemente dejándolo con una sensación de caída libre y una cuenta de ochocientas coronas que ella había alardeado con pagar. Aquello no cuadraba. ¿O quizá sí? Rakel había estado en su apartamento, lo había visto beber, lo había oído lamentarse con voz llorosa de la muerte de una colega a la que conocía hacía apenas dos años, como si se tratase de la única persona con la que hubiese tenido una relación estrecha en su vida. Patético. El hecho de que las personas quedasen ante los demás tan al desnudo era algo que había que evitar. Pero, en ese caso, ¿por qué no había dado fin a la relación antes, por qué no se había dicho a sí misma que aquel hombre era un problema sin el que podía vivir?
Como en todas las ocasiones en que la vida privada se le hacía demasiado insoportable, se refugió en el trabajo. Había leído que era normal en cierto tipo de hombres. Tal vez fuera ésa la razón por la que se había pasado el fin de semana inventando teorías de conspiración y líneas de pensamiento que le permitiesen meter en el mismo saco todos los elementos: el rifle Märklin, el asesinato de Ellen, el asesinato de Hallgrim Dale; así podría mezclarlo todo para confeccionar un apestoso guiso. Tan patético como lo otro.
En el periódico abierto que había en la mesita vio la foto del consejero de Asuntos Exteriores. Le sonaba su cara.
Se pasó la mano por la frente. Sabía por experiencia que el cerebro empezaba a funcionar por su cuenta cuando no se avanzaba en una investigación. Y la investigación del rifle era un capítulo cerrado, algo que Meirik había dejado muy claro. Lo había llamado un no-hay-caso. Meirik prefería que Harry redactase informes sobre los neonazis y que observase a la juventud desarraigada de Suecia. ¡A la mierda!
«… salida al andén por la derecha.»
¿Y si se bajaba? ¿Qué era lo peor que podía pasar? Mientras Asuntos Exteriores y el CNI temiesen que se filtrase información sobre el tiroteo del año anterior en la estación de peaje, Meirik no podía despedirlo. Y en cuanto a Rakel… En cuanto a Rakel, no tenía ni idea.
El tren se detuvo emitiendo una especie de suspiro. El silencio que reinaba en el vagón no podía ser mayor. Se oía el movimiento de puertas en el pasillo. Harry permaneció sentado. En ese momento oyó la canción del
walkman
con más claridad. La había escuchado antes muchas veces, pero no recordaba dónde.
NORDBERG Y HOTEL CONTINENTAL
10 de Mayo de 2000
El anciano no estaba preparado y se quedó sin respiración cuando el dolor se presentó súbitamente. Tumbado como estaba, flexionó el cuerpo y se metió los nudillos en la boca para no gritar. Permaneció así, intentando no perder la conciencia, mientras sacudían su cuerpo oleadas alternas de luz y de oscuridad. Parpadeó. El cielo se deslizaba sobre su cabeza, era como si el tiempo se acelerase, las nubes corrían allá arriba, las estrellas brillaban sobre el fondo azul, se hizo de noche, de día, de noche, de día, de noche otra vez. Y entonces se acabó, volvió a percibir el olor a tierra mojada y supo que estaba vivo.
Se quedó un rato tumbado para recuperar el ritmo normal de la respiración. Tenía la camisa pegada al cuerpo, a causa del sudor. Después, se puso boca abajo y miró de nuevo hacia la casa.
Era una casa grande de vigas negras. Llevaba allí tumbado desde aquella mañana y sabía que la esposa estaba sola en casa. Aun así, había luz en todas las ventanas, tanto en el primer piso como en la planta alta. La había visto encender las luces en cuanto empezó a anochecer y supuso que le daría miedo la oscuridad.
Él mismo también tenía miedo. Aunque no de la oscuridad, nunca la había temido. Él sentía miedo del tiempo que se le escapaba. Y de los dolores. Eran conocidos recientes y aún no había aprendido a controlarlos. Por otro lado, tampoco sabía si sería capaz. ¿Y el tiempo?
Intentó dejar de pensar en células que se dividían y se dividían y se dividían…
La luna apareció pálida en el cielo. Miró el reloj. Las siete y media. Pronto estaría demasiado oscuro y tendría que esperar hasta el día siguiente y, en ese caso, tendría que pasar la noche en aquella cabaña.
Contempló lo que había construido, dos ramas en forma de Y clavadas en la tierra a una altura de medio metro sobre la pendiente. En los ángulos de cada Y descansaba una rama de pino, sobre la que se apoyaban a su vez los extremos de otras tres ramas largas, también clavadas en la tierra. Sobre todo ello había extendido una gruesa capa de ramas de abeto. Obtuvo así una especie de tejadillo que lo protegía de la lluvia, le permitía conservar algo de calor y constituía cierto camuflaje contra los senderistas por si, contra todo pronóstico, se desviasen del camino. Había tardado algo menos de media hora en preparar su escondite.
Consideró ínfimo el riesgo de ser descubierto desde la carretera o desde alguna de las casas vecinas. Quien avistara el escondite entre los troncos de los árboles a una distancia de casi trescientos metros, debía poseer, sin duda, una excepcional agudeza visual. Para asegurarse aún más, cubrió casi toda la apertura con ramas de abeto y envolvió la escopeta con trapos para que el sol de la tarde no se reflejara en el acero.
Volvió a mirar el reloj. ¿Por qué demonios tardaba tanto ese hombre?
Bernt Brandhaug giró el vaso en la mano y volvió a mirar el reloj. ¿Por qué demonios tardaba tanto esa mujer?
Habían quedado a las siete y media y ya eran casi las ocho menos cuarto. Apuró la copa de un trago y se sirvió otro whisky de la botella que le habían subido a la habitación.
Jameson. Lo único bueno que alguna vez había venido de Irlanda. Se sirvió una vez más. Había tenido un día espantoso. El titular del diario
Dagbladet
hizo que el teléfono no dejase de sonar. Recibió el apoyo de varias personas pero, al final, llamó al director de noticias de
Dagbladet,
un viejo compañero de estudios, para dejarle claro que lo habían citado erróneamente. Con prometerles información interna sobre el fallo garrafal cometido por el ministro de Asuntos Exteriores durante la última reunión de la CEE, fue más que suficiente. El director pidió tiempo para reflexionar. Una hora después, le devolvió la llamada. Le explicó que la tal Natasja era nueva y que había admitido que pudo haber malinterpretado las palabras de Brandhaug. No iban a desmentirlo, pero tampoco abundarían en ello. Habían salvado los restos del naufragio.
Brandhaug dio un trago largo, saboreó el whisky apreciando su aroma crudo y al mismo tiempo suave, en la parte superior de las fosas nasales. Miró a su alrededor. ¿Cuántas noches había pasado allí? ¿Cuántas veces se había despertado en la cama extragrande y demasiado blanda con un ligero dolor de cabeza después de algunas copas de más? ¿Cuántas veces se había despertado pidiéndole a la mujer que tenía a su lado, cuando aún seguía allí, que tomase el ascensor hasta la sala de desayunos del segundo piso y que bajase las escaleras hasta la recepción, para que pareciera que venía de una reunión matinal y no de una de las habitaciones de huéspedes? Sólo por si acaso.
Se sirvió otra copa.
Con Rakel sería diferente. A ella no la mandaría a la sala de desayunos.
Llamaron suavemente a la puerta. Se levantó, echando un último vistazo a la exclusiva colcha amarilla y dorada, sintió un leve amago de angustia que se apresuró a desechar y recorrió los cuatro pasos que lo separaban de la puerta. Se miró en el espejo de la entrada, pasó la lengua por sus blancos incisivos, humedeció un dedo, se lo pasó por las cejas y, finalmente, abrió.
Ella estaba apoyada en la pared con el abrigo desabrochado. Debajo llevaba un vestido de lana. Le había pedido que se pusiera algo rojo. Observó sus párpados cargados y su sonrisa, un tanto irónica. Brandhaug estaba sorprendido, nunca la había visto así. Se diría que había bebido o que se había tomado alguna pastilla. Sus ojos lo miraban con apatía, apenas si reconoció su voz cuando la oyó murmurar que había estado a punto de equivocarse de puerta. La tomó del brazo, pero ella se soltó y entonces él la condujo al interior de la habitación empujándole suavemente la espalda. Ella se dejó caer pesadamente en el sofá.
—¿Una copa? —preguntó Brandhaug.
—Por supuesto —farfulló Rakel—. A menos que prefieras que me desnude enseguida.
Brandhaug le sirvió una copa sin contestar. Adivinó lo que intentaba hacer. Pero se equivocaba si creía que podía arruinarle el placer asumiendo el papel de mujer comprada y pagada. Cierto que él habría preferido que hubiera adoptado el papel que solían elegir sus conquistas en Exteriores, el de la joven inocente que se deja seducir por los irresistibles encantos de su jefe, por su sensualidad masculina y por su seguridad en sí mismo. Pero lo más importante era que se doblegase a sus deseos.
Era demasiado viejo para creer que a las personas las movían razones románticas. La diferencia solía estribar en qué era lo que deseaban conseguir: poder, carrera profesional o la custodia de un hijo.
Nunca le había preocupado que lo que las deslumbrase fuera su condición de jefe, puesto que, en efecto, era jefe. Era el consejero de Exteriores Bernt Brandhaug. ¡Joder, había invertido los esfuerzos de toda una vida para serlo! El hecho de que Rakel hubiese consumido drogas y se le ofreciese como una prostituta, no cambiaba nada.