—Sennheim —repitió ella como para sus adentros—. Daniel estuvo allí.
—Sí, sé que estuviste prometida a Daniel Gudeson. Sindre Fauke me lo contó.
—¿Quién es Sindre Fauke?
—Un viejo combatiente del frente y miembro de la Resistencia al que tu marido conoce. Fue Fauke quien me sugirió que hablase contigo sobre Gudbrand Johansen. Fauke desertó, así que no sabe qué fue de Gudbrand después. Pero otro combatiente, Edvard Mosken, me contó un episodio relacionado con una granada de mano que explosionó en la trinchera. Mosken no sabía exactamente lo que había pasado después, pero si Johansen sobrevivió, es normal suponer que terminase en el hospital de campaña.
Signe Juul chasqueó la lengua,
Burre
acudió y ella hundió la mano en el recio pelaje hirsuto del animal.
—Sí, recuerdo a Gudbrand Johansen —admitió al fin—. Daniel hablaba de él de vez en cuando en sus cartas, tanto en las que mandó desde Sennheim como en las notas que recibí en el hospital de campaña. Eran muy diferentes. Pero creo que, con el tiempo, Gudbrand Johansen llegó a ser para él como un hermano menor. —Calló un instante y sonrió—. ¡En compañía de Daniel, casi todos se convertían en hermanos menores!
—¿Sabes lo que le pasó a Gudbrand?
—Lo trajeron al hospital de campaña donde yo trabajaba, como dijiste, cuando el frente estaba a punto de caer en manos rusas, en plena retirada. No nos llegaban las medicinas porque todas las carreteras estaban bloqueadas a causa del ingente tráfico en sentido contrario. Johansen estaba malherido, entre otras cosas tenía restos de metralla de granada en el muslo, justo encima de la rodilla. El pie estaba a punto de gangrenarse y corría el riesgo de que tuviésemos que amputar. Así que, en lugar de esperar a que llegasen las medicinas, que no llegaban nunca, lo enviamos al oeste, que era adonde iba todo el mundo. Lo último que vi de él fue su cara que me despedía desde un camión, con barba de semanas, asomando por una manta. La mitad de las ruedas se hundían en el lodo y el camión tardó una hora en pasar la primera curva antes de desaparecer de mi vista.
El perro apoyaba la cabeza en su regazo y la miraba con ojos tristones.
—¿Y eso es lo último que viste o que has sabido de él?
La mujer se llevó la taza de fina porcelana a los labios, dio un brevísimo sorbo y volvió a dejarla en la mesa. La mano le temblaba, poco, pero le temblaba.
—Unos meses más tarde, recibí una postal suya en la que decía que tenía algunas de las pertenencias de Daniel, entre otras cosas, una gorra de un uniforme ruso que, según entendí, era una especie de trofeo de guerra. La carta era algo confusa, pero es normal al principio, cuando estás recuperándote después de haber sido herido en campaña…
—¿La postal, la has…?
Ella negó con la cabeza, pues no la conservaba.
—¿Recuerdas desde dónde la envió?
—No, sólo que el nombre me hizo pensar que se trataba de algún lugar en el campo y me dije que seguro que estaría bien allí.
Harry se levantó.
—¿Cómo sabía ese Fauke de mí? —preguntó ella.
—Bueno… —Harry no sabía muy bien cómo responder, pero ella se le adelantó.
—Ya, todos los combatientes del frente han oído hablar de mí —dijo con una sonrisa—. La mujer que vendió su alma al diablo por una reducción de la pena. ¿Es eso lo que piensan?
—No lo sé —dijo Harry, que sentía ya la necesidad de marcharse.
Se encontraban a dos manzanas de la circunvalación pero, por la intensidad del silencio, podrían haber estado junto a un lago de montaña.
—¿Sabes?, yo nunca vi a Daniel después de que me dijeran que había muerto.
Fijó la vista en el vacío.
—Recibí una felicitación suya de Año Nuevo por medio de uno de los oficiales sanitarios y, tres días más tarde, vi el nombre de Daniel en la lista de los caídos. No me lo creí y me negué a creerlo hasta que no hubiese visto el cuerpo, así que me llevaron a la fosa común del sector norte, donde quemaban los cadáveres. Descendí a la fosa pisando cuerpos sin vida, buscando de cadáver en cadáver, entre ojos hueros y carbonizados. Pero ninguno era el de Daniel. Me dijeron que me sería imposible reconocerlo, pero yo les dije que se equivocaban, que sí podría. Entonces me sugirieron que quizá lo habrían enterrado en una de las otras fosas. No lo sé, pero nunca llegué a verlo.
Harry carraspeó, y tan sumida estaba ella en sus recuerdos, que se sobresaltó.
—Gracias por el café, señora Juul.
La mujer lo acompañó hasta la entrada. Mientras se ponía el abrigo, Harry se esforzó por encontrar el rostro de la mujer entre los retratos que había en las paredes del pasillo, pero fue en vano.
—¿Es preciso que Even lo sepa? —le preguntó cuando le abrió la puerta.
Harry la miró, sorprendido.
—Quiero decir, ¿tiene que saber que hemos hablado de esto? —explicó—. ¿De la guerra y… de Daniel?
—Bueno, no, si tú no quieres. Naturalmente.
—Se dará cuenta de que has estado aquí. Pero ¿no podemos decir simplemente que estuviste esperándolo y que, como tardaba, tuviste que marcharte para acudir a tiempo a otra cita?
Su mirada transmitía una súplica. Y algo más.
Harry no cayó en la cuenta de qué era hasta que llegó a la circunvalación y bajó la ventanilla para oír el rugido liberador y ensordecedor de los coches, que le vació la cabeza de tanto silencio. Era miedo. Signe Juul tenía miedo de algo.
CASA DE BRANDHAUG, NORDBERG
9 de Mayo de 2000
Bernt Brandhaug golpeó ligeramente el borde del vaso con el cuchillo y se tapó la boca con la servilleta mientras emitía un leve carraspeo. Una brevísima sonrisa se formó en sus labios, como si gozase de antemano de los elementos ingeniosos que contenía el discurso que iba a pronunciar ante sus invitados: la comisario jefe Størksen y su marido y Knut Meirik y su esposa.
—Queridos amigos y colegas —comenzó.
Por el rabillo del ojo vio cómo su mujer sonreía forzadamente a los otros, como diciendo: «Siento que tengamos que pasar por esto, pero es algo sobre lo que no tengo ningún control».
Aquella noche Brandhaug pensaba hablar de amistad y de corporativismo, de la importancia de la lealtad y de hacer acopio de buenos elementos como defensa contra el margen que la democracia suele dejar a la mediocridad, la fragmentación de responsabilidades y la incompetencia. Por supuesto, no podía esperarse que amas de casa y campesinos, democráticamente elegidos, comprendieran la complejidad de los asuntos de Estado de los que debían ocuparse.
—La democracia tiene en sí su propia recompensa —declaró Brandhaug con una expresión que había robado y hecho suya—. Pero eso no significa que la democracia no tenga un precio. Cuando convertimos en ministro de Economía a un metalistero…
De vez en cuando comprobaba si la comisario jefe estaba escuchando, añadía un comentario jocoso sobre el proceso de democratización de algunas antiguas colonias africanas, donde él mismo había sido embajador… Pero el discurso, el mismo que había pronunciado ya en varias ocasiones para auditorios diversos, no era capaz de entusiasmarlo lo bastante aquella noche. En efecto, sus pensamientos estaban en otro lugar, el mismo en el que se habían instalado, prácticamente, durante las últimas semanas: con Rakel Fauke.
Aquella mujer se había convertido en una obsesión y últimamente había llegado a pensar que debía intentar olvidarla, que estaba a punto de ir demasiado lejos para conseguirla. Pensó en las maniobras de los últimos días. Si no hubiese sido porque el jefe del CNI era Knut Meirik, jamás habría funcionado. Lo primero que tuvo que hacer fue librarse de ese Harry Hole, mandarlo fuera de su vista, fuera de la ciudad, a un lugar donde ni Rakel ni ninguna otra persona se iría con él.
Brandhaug llamó a Knut y le dijo que su contacto en el diario
Dagbladet
le había informado de que, en el entorno periodístico, corría el rumor de que había sucedido «algo» aquel otoño, durante la visita del presidente estadounidense. Se imponía, pues, actuar antes de que fuera demasiado tarde, ocultar a Hole en algún lugar donde la prensa no pudiese encontrarlo. ¿No pensaba Knut, como él, que eso sería lo mejor?
Knut dejó escapar unos gruñidos y dijo que sí, más o menos… Por lo menos, hasta que los rumores se aplacasen, continuó Brandhaug. A decir verdad, Brandhaug dudaba de que Meirik se lo hubiese creído. Aunque, claro está, tampoco le preocupaba lo más mínimo. Knut lo llamó unos días después para comunicarle que Harry Hole había sido destinado al frente, a un lugar de Suecia dejado de la mano de Dios. Brandhaug se frotó las manos de satisfacción, literalmente. Ahora nada podría interferir en los planes que tenía para sí mismo y para Rakel.
—Nuestra democracia es como una hija bella y sonriente, aunque algo ingenua. El hecho de que se unan las fuerzas positivas de la sociedad no significa elitismo o concentración del poder; es, simplemente, la única garantía de que nuestra hija, la democracia, no sea violada y de que unas fuerzas no deseadas usurpen el poder. Por esta razón, la lealtad, virtud ya casi olvidada, entre personas como nosotros, no sólo es deseable, sino totalmente imprescindible, es un deber que…
Se habían instalado en los hondos sillones de la sala de estar y Brandhaug pasó su estuche de puros habanos, regalo del cónsul general de La Habana.
—Liado entre los muslos de las mujeres cubanas —le susurró al marido de Anne Størksen con un guiño, aunque éste no pareció captar el significado del chiste.
Tenía un aspecto algo estirado y seco, ese marido suyo, ¿cómo se llamaba? Por Dios, si era un nombre compuesto… ¿Lo había olvidado? ¡Tor Erik! Exacto, Tor Erik.
—¿Más coñac, Tor Erik?
Tor Erik sonrió apretando los labios pero negó con un gesto. Un tipo ascético, seguramente, que correría cincuenta kilómetros todas las mañanas, pensó Brandhaug. Todo en aquel hombre era delgado, el cuerpo, la cara, el pelo… No le había pasado desapercibida la mirada que intercambió con su mujer durante su discurso, como recordándole un chiste privado. Claro que no tenía por qué estar relacionado con el discurso.
—Sensato —lo elogió Brandhaug—. Luego llega el día siguiente y…, ¿no es cierto?
De repente, Elsa apareció en la puerta de la sala de estar.
—Te llaman por teléfono, Bernt.
—Tenemos invitados, Elsa.
—Es del
Dagbladet.
—Lo cogeré en mi estudio.
Era de la sección de noticias, una mujer cuyo nombre no conocía. Sonaba joven e intentó imaginársela. Llamaba a propósito de la manifestación que, para esa noche, se había convocado ante la embajada austríaca, en la calle Thomas Heftye, en contra de Jörg Haider y el del partido Libertad, de extrema derecha, que después de las elecciones ya formaba parte del gobierno austríaco. La joven sólo quería recabar unos comentarios para la edición del día siguiente.
—¿Opinas que se deberían reconsiderar las relaciones diplomáticas entre Noruega y Austria en estos momentos, Brandhaug?
Él cerró los ojos. Ya estaban intentando sonsacarle información, como solían, pero tanto ellos como él sabían que no la iban a obtener; él tenía demasiada experiencia. Notaba el efecto del alcohol, sentía la cabeza pesada y en la oscuridad, al cerrar los párpados, algo bullía…, pero eso no constituía el menor problema.
—Eso es una valoración política y es una decisión que no depende del Ministerio de Asuntos Exteriores —declaró.
Se hizo una pausa. Le gustaba la voz de la joven. Intuía que era rubia.
—¿Pero sí tú, con tu amplia experiencia en esa cartera, tuvieses que vaticinar cuál será la actuación del gobierno noruego?
Sabía lo que debía contestar, era muy sencillo:
«Yo no vaticino ese tipo de cosas.»
Ni más, ni menos. Realmente, era extraño, uno no tenía que ocupar un puesto como el suyo mucho tiempo para tener la sensación de haber contestado ya a todas las preguntas. Los periodistas jóvenes solían creerse los primeros en formularle exactamente esa pregunta, puesto que ellos se habían pasado toda la noche pensándosela. Y todos se quedaban muy impresionados cuando él fingía reflexionar antes de responder algo que, probablemente, ya había dicho una docena de veces.
«Yo no vaticino ese tipo de cosas.»
Se sorprendió de no habérselo dicho aún, pero había algo en la voz de aquella joven periodista que lo impulsaba a ser un poco más complaciente. «Tu amplia experiencia», había dicho. Sentía deseos de preguntarle si la idea de llamarlo a él, a Bernt Brandhaug, había sido suya.
—Como el más alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, me atengo al hecho de que por ahora mantenemos relaciones diplomáticas normales con Austria —respondió al fin—. Pero, por supuesto, nos hacemos cargo de que también otros países reaccionan ante lo que sucede allí actualmente. Por otro lado, que mantengamos relaciones diplomáticas con un país no significa que aceptemos cuanto allí ocurra.
—Cierto, Noruega mantiene relaciones diplomáticas con varios regímenes militares —convino la voz al otro lado del hilo telefónico—. De modo que, ¿por qué crees que la reacción del pueblo noruego ha sido tan dura en este caso, precisamente?
—La respuesta está, seguramente, en la historia reciente de Austria. —Debería dejarlo ya. Debería dejarlo, se dijo—. Los lazos con el nazismo son evidentes. La mayoría de los historiadores están de acuerdo en que, durante la guerra, Austria fue, de hecho, un aliado de la Alemania de Hitler.
—¿No sufrió la Ocupación, igual que Noruega?
Brandhaug se preguntó qué aprenderían hoy en día en las escuelas sobre la Segunda Guerra Mundial. Obviamente, muy poco.
—¿Cómo dijiste que te llamas? —preguntó.
Quizás hubiese bebido un poco de más, después de todo. Ella le repitió su nombre.
—Bien, Natasja, permíteme que te ayude un poco antes de que sigas con tu ronda de llamadas. ¿Has oído hablar del
Anschluss
? Eso quiere decir que Austria no fue ocupada en el sentido corriente de la palabra. Los alemanes entraron sin más en marzo de 1938, apenas si hubo resistencia y así fue hasta el final de la guerra.
—¿Casi como en Noruega, no?
Brandhaug se escandalizó. La joven preguntó con total aplomo, sin ningún viso de vergüenza de su propia ignorancia.
—No —objetó él despacio, como si le hablase a un niño torpón—. No como en Noruega. En Noruega nos defendimos y el gobierno noruego y el rey no escatimaron esfuerzos en… alentar al país, con sus emisiones radiofónicas, desde Londres.