Petirrojo (37 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Petirrojo
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Møller se arrepintió de sus palabras en cuanto las pronunció.

—No quiero decir…

—Sí, es lo que querías decir. Y por supuesto, tienes razón.

Harry se pasó una mano por la cara.

—Ayer por la noche escuché uno de sus mensajes. No tengo ni idea de qué quería. El mensaje contenía muchos consejos sobre cosas que debía comer y terminó diciendo que tenía que acordarme de la comida para los pajaritos, de estirarme después de entrenar y de Ekman y Friesen. ¿Sabes quiénes son Ekman y Friesen?

Møller negó con la cabeza.

—Dos psicólogos que descubrieron que, cuando sonríes, los músculos de la cara ponen en marcha unas reacciones químicas en el cerebro que te hacen adoptar una visión más positiva del mundo que tienes a tu alrededor y sentirte, en definitiva, más satisfecho con tu vida. Sencillamente, confirmaron la vieja teoría de que si tú le sonríes al mundo, el mundo te sonríe a ti. Me hizo creerlo durante un tiempo.

Volvió a mirar a Møller.

—Triste, ¿verdad?

—Muy triste.

Ambos sonrieron y guardaron silencio durante un rato.

—Sé que has venido para decirme algo en concreto, jefe. ¿Qué es?

Møller se levantó de la mesa de un salto y empezó a andar de un lado para otro.

—La lista de los treinta y cuatro cabezas rapadas sospechosos quedó reducida a doce después de comprobar sus coartadas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Podríamos identificar el grupo sanguíneo del propietario de la gorra una vez obtenido el ADN de los restos de piel que encontramos. Cuatro de los doce tenían el mismo grupo sanguíneo. Tomamos una muestra de sangre de esos cuatro y se las enviamos a la científica para que analizasen el ADN. Los resultados han llegado hoy.

—¿Y?

—Nada.

Se produjo un silencio en el que sólo se oían las suelas de goma de Møller, que emitían un gritito cada vez que se giraba.

—¿Y la policía judicial ha descartado la idea de que el novio de Ellen fuese el culpable?

—También hemos comprobado su ADN.

—¿Así que estamos como al principio?

—Más o menos, sí.

Harry se volvió hacia la ventana otra vez. Una bandada de tordos alzó el vuelo desde el gran olmo y desapareció hacia el oeste con dirección al hotel Plaza.

—¿A lo mejor la gorra es una falsa pista? —aventuró Harry—. Nunca he podido comprender que un agresor que se preocupa de no dejar ninguna otra huella y que, además, se molesta en borrar las pisadas de las botas en la nieve, sea tan torpe como para perder la gorra a sólo unos metros de la víctima.

—Es posible. Pero la sangre de la gorra era de Ellen, ese dato está confirmado.

Harry miró al perro que volvía, olfateando las mismas huellas que a la ida. El animal se detuvo en medio del césped, se quedó un rato con el hocico clavado en la tierra antes de tomar una decisión y desaparecer hacia la izquierda, fuera del campo de visión de Harry.

—Tenemos que seguir la pista de la gorra —insistió Harry—. Además de los que han sido condenados por agresión, tenemos que buscar a todos los que han sido detenidos o acusados del mismo delito. En los últimos diez años. Incluye también la provincia Akershus. Y procura que…

—Harry…

—¿Qué pasa?

—Ya no trabajas en delitos violentos. La KRIPOS lleva la investigación. ¿Me estás pidiendo que me meta en sus asuntos?

Harry no dijo nada, sólo asintió despacio con la cabeza, con la mirada fija en algún punto de la colina Ekeberg.

—¿Harry?

—¿Te has planteado alguna vez si no deberías estar en otro lugar totalmente diferente, jefe? Quiero decir, fíjate en esta porquería de primavera.

Møller cesó en su ir y venir y sonrió.

—Ya que lo preguntas, te diré que siempre he pensado que Bergen sería una ciudad muy agradable. Por los niños y esas cosas, ya sabes.

—Pero seguirías siendo oficial de policía, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Porque la gente como nosotros no sirve para otra cosa, ¿verdad?

Møller se encogió de hombros.

—Puede que no.

—Pero Ellen sí servía para otras cosas. A menudo pensé que era un despilfarro de recursos humanos que ella trabajase en la policía. Que su trabajo consistía en atrapar chicos malos. Y ese tipo de trabajo es para gente como nosotros, Møller, pero no para ella. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Møller se acercó a la ventana y se quedó al lado de Harry.

—Será mejor en cuanto llegue mayo —auguró.

—Sí —convino Harry.

El reloj de la iglesia de Grønland dio dos campanadas.

—Voy a decirle a Halvorsen que se ocupe del asunto —dijo Møller.

Capítulo 60

MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES

27 de Abril de 2000

Su prolongada y amplia experiencia con las mujeres le había enseñado a Bernt Brandhaug que, en las contadas ocasiones en que había decidido que existía una mujer a la que no sólo deseaba conseguir, sino que además necesitaba conseguir, siempre se debía a una de las cuatro razones siguientes: que era más bella que ninguna otra, que lo satisfacía sexualmente mejor que ninguna otra, que lo hacía sentirse más hombre que ninguna otra y, la más importante de todas, que ella quería a otro hombre.

Y Brandhaug se había percatado de que Rakel Fauke era una de esas mujeres.

La llamó un día de enero con el pretexto de obtener de ella una valoración del nuevo agregado militar de la embajada rusa en Oslo. Ella le contestó que le enviaría un informe, pero él insistió en que se lo diera de palabra y, puesto que era viernes por la tarde, sugirió que podían tomar una cerveza en el bar del hotel Continental. Así fue como se enteró de que era madre soltera, ya que ella declinó la invitación aduciendo que tenía que recoger a su hijo de la escuela, a lo que él, jocosamente, contestó con la pregunta:

—¿Es que las mujeres de tu generación no tienen un marido que se ocupe de esas cosas?

Aunque no lo dijo, él comprendió que no existía tal marido.

En cualquier caso, al colgar, se sintió satisfecho con el resultado, aunque con algo de disgusto por haber dicho «tu generación», subrayando así la diferencia de edad que había entre ellos.

A continuación llamó a Kurt Meirik con objeto de, con la mayor discreción posible, sonsacarle información sobre la señorita Fauke. No haber sido tan discreto como para que Meirik no adivinase sus intenciones no lo preocupaba lo más mínimo.

Como de costumbre, Meirik estaba bien informado. Rakel había servido como intérprete en el departamento del propio Meirik durante dos años, en la embajada noruega en Moscú. Rakel se había casado con un ruso, un joven profesor de ingeniería genética, que la conquistó de forma fulminante y pasó sin más dilación a poner en práctica sus teorías, pues no tardó en dejarla embarazada. El hecho de que el propio profesor hubiese nacido con un gen que lo hacía propenso al alcoholismo, combinado con su tendencia a argumentaciones relacionadas con la física, acortó la duración de la felicidad. Rakel Fauke no repitió los errores de muchas de sus semejantes: esperar, perdonar e intentar comprender; antes al contrario, se marchó por la puerta con Oleg en su regazo tan pronto como recibió el primer golpe. Su marido y la familia de éste, que era bastante influyente, solicitaron la custodia de Oleg, y de no haber gozado de inmunidad diplomática, Rakel no habría podido salir de Rusia con su hijo.

Al revelarle Meirik que el marido la había demandado, Brandhaug recordó vagamente una citación del juzgado ruso que había pasado por su despacho. Pero entonces ella no era más que una intérprete, y él derivó el asunto a otra persona y ni siquiera se quedó con el nombre. Cuando Meirik mencionó que el asunto de la custodia todavía estaba en trámites y en manos de las autoridades rusas y noruegas, Brandhaug se apresuró a concluir la conversación para marcar enseguida el número de la Sección Jurídica.

La próxima vez que llamase a Rakel sería para invitarla a cenar, sin pretextos. Sin embargo, recibió una declinación amable aunque firme, por lo que dictó una carta dirigida a la señorita Fauke y firmada por el encargado de la Sección Jurídica. La misiva decía, en resumen, que dado el tiempo transcurrido sin resultado, el Ministerio de Asuntos Exteriores intentaba llegar a un acuerdo con las autoridades rusas en relación con el asunto de la custodia de Oleg, «por razones humanitarias con respecto a la familia rusa del niño». Lo que era tanto como decir que Rakel Fauke y Oleg deberían personarse ante el juez ruso y acatar el contenido de su sentencia.

Cuatro días más tarde, Rakel lo llamó para preguntarle si podían verse con objeto de tratar un asunto personal. Él contestó que, en esos momentos, estaba muy ocupado, lo cual era cierto, y le preguntó si podían aplazarlo un par de semanas. Cuando ella, con cierto temblor de voz que dejó traslucir su tono, por lo general tan profesional y correcto, le rogó que hiciese lo posible por entrevistarse con ella a la mayor brevedad, él contestó, tras una breve reflexión, que la única posibilidad era el viernes a las seis de la tarde, en el bar del hotel Continental. Allí se tomó un gin-tonic mientras ella le explicaba su problema sumida en algo que él supuso no era sino la confusión biológicamente condicionada de una madre. Asintió con la cabeza adoptando un gesto grave, se esforzó en mostrar compasión con los ojos y finalmente se atrevió a posar sobre la suya una mano paternal y protectora. Ella se estremeció, pero él fingió no darse cuenta y le explicó que, por desgracia, él no podía revocar las decisiones de sus superiores, pero que por supuesto haría cuanto estuviese en su mano para evitar que tuviera que personarse ante el juez ruso. Subrayó asimismo que, teniendo en cuenta la influencia política de la familia de su ex marido, compartía plenamente su preocupación por que el juzgado ruso fallase en su contra. Miró como hechizado sus ojos castaños anegados en lágrimas y pensó que nunca había visto nada tan bello. Ella declinó la invitación de continuar la velada con una cena en el restaurante. El resto de la noche, con un vaso de whisky y la televisión de pago de la habitación del hotel, fue un anticlímax.

La mañana siguiente, Brandhaug llamó al embajador ruso para comunicarle que el Ministerio de Asuntos Exteriores había mantenido una discusión interna acerca del asunto de la custodia de Oleg Fauke Gosev. Le pidió que le enviase una carta en la que se explicase el estado actual del asunto y en la que se indicase la postura de las autoridades rusas al respecto. El embajador no estaba informado del caso, pero prometió que por supuesto atendería la petición del responsable de Asuntos Exteriores y que haría que se redactase la carta tal y como solicitaba. La notificación en la que las autoridades rusas pedían que Rakel y Oleg se personasen ante el juez ruso llegó una semana más tarde. Brandhaug envió enseguida una copia al encargado de la Sección Jurídica y otra a Rakel Fauke. En esta ocasión, ella lo llamó al día siguiente. Después de escucharla, Brandhaug dijo que no sería compatible con su posición diplomática intentar ejercer su influencia sobre aquel asunto y que, en cualquier caso, no era conveniente que hablasen de ello por teléfono.

—Como sabes, yo no tengo hijos —le dijo—. Pero según me describes a Oleg parece un chico maravilloso.

—Si lo conocieras, te… —comenzó ella.

—Eso no tiene por qué ser imposible. Casualmente, leí en la correspondencia que vives en la calle Holmenkollen, que está muy cerca de Nordberg.

Se percató de una vacilación en el silencio que se hizo al otro lado del hilo telefónico, pero sabía que las circunstancias estaban a su favor:

—¿Te parece bien a las nueve mañana por la noche?

Hubo una larga pausa antes de que ella contestase:

—Ningún niño de seis años está despierto a las nueve de la noche.

Acordaron que iría a las seis de la tarde. Oleg tenía los ojos castaños de su madre y era un niño muy bien educado. Sin embargo, a Brandhaug le molestó que la madre no quisiera dejar el tema de la citación, ni tampoco mandar a Oleg a la cama. Llegó incluso a sospechar que mantenía al chico como rehén en el sofá. A Brandhaug tampoco le gustaba que el chico lo mirase tan fijamente. Al final, Brandhaug comprendió que Roma no se construiría en un día, pero de todos modos, lo intentó cuando se encontraba en la puerta, ya a punto de irse. La miró fijamente a los ojos y dijo:

—No sólo eres una mujer bella, Rakel. También eres una persona muy valiente. Quiero que sepas que te aprecio muchísimo.

No estaba muy seguro de cómo interpretar su mirada pero, aun así, se atrevió a inclinarse y darle un beso en la mejilla. La reacción de ella fue algo ambigua. Su boca sonreía y le agradeció el cumplido, pero sus ojos parecían fríos cuando añadió:

—Siento haberte entretenido tanto rato, Brandhaug. Supongo que tu mujer te espera.

Su insinuación no había sido nada ambigua, así que decidió darle un par de días para pensar, pero no recibió ninguna llamada de Rakel Fauke. Sí, en cambio, una carta algo inesperada de la embajada rusa, en la que le reclamaban una respuesta. Brandhaug comprendió que, al dirigirse a ellos, había reavivado el caso de Oleg Fauke Gosev. Lamentable pero, ya que había sucedido, no vio razón alguna para no aprovecharse de ello. Llamó enseguida a Rakel a su oficina del CNI y la puso al corriente de las últimas novedades del caso.

Algunas semanas más tarde, se encontraba otra vez en la calle Holmenkollen, en el chalé de vigas de madera, más grandes y más oscuras aún que las del suyo. Pero en esta ocasión, después de que el niño se hubiese ido a la cama. Rakel parecía ahora mucho más relajada en su compañía. Hasta consiguió llevar la conversación a un plano más personal, por lo que no resultó demasiado llamativo el hecho de que comentase lo platónica que se había vuelto la relación entre él y su mujer y lo importante que era de vez en cuando olvidarse del cerebro y escuchar al cuerpo y al corazón, cuando se vio interrumpido por el sonido del timbre, tan repentino como inconveniente. Rakel fue a abrir la puerta y volvió con aquel tipo alto que llevaba la cabeza casi rapada y tenía los ojos enrojecidos. Rakel lo presentó como un colega del CNI y Brandhaug estaba seguro de haber oído su nombre con anterioridad, aunque no fue capaz de recordar cuándo o dónde. Inmediatamente, sintió que todo lo relacionado con aquel hombre le disgustaba. Le disgustó la interrupción en sí, el hecho de que el individuo estuviese ebrio, que se sentase en el sofá y, al igual que Oleg, lo mirase fijamente sin pronunciar una sola palabra. Pero lo que más lo irritó fue el cambio que advirtió en Rakel; en efecto, se le iluminó la cara, se apresuró a preparar café y se reía de buena gana ante las respuestas crípticas y monosilábicas de aquel sujeto, como si contuviesen sentencias geniales. Y, cuando le prohibió que volviese a su casa en su propio coche, advirtió una preocupación sincera en su voz. El único rasgo positivo que Brandhaug observó en aquel tipo fue su abrupta retirada y el hecho de que, a continuación, oyeran que arrancaba su coche, lo cual podría significar, en consecuencia, que cabía la posibilidad de que fuese lo bastante decente como para matarse en la carretera. El daño causado en la atmósfera que reinaba entre ellos antes de su llegada era irreparable y, al cabo de un rato, Brandhaug también se despidió, se metió en su coche y se marchó a casa. Entonces se acordó de su vieja creencia. Existen cuatro razones por las que los hombres deciden que tienen que conseguir a una mujer. Y la más importante es haber comprendido que ella prefiere a otro.

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