Petirrojo (32 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Petirrojo
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A su espalda, de repente, se oyó una voz grave:


¡Even Juul!
¿Cómo te atreves a venir a este lugar?

Capítulo 49

CINE GIMLE, PASEO DE BYGDØY

7 de Marzo de 2000

—Bueno, ¿qué crees que hice? —le preguntó Harry a Ellen mientras lo empujaba con suavidad para que avanzase en la cola—. Justamente estaba allí sentado, preguntándome si no debería levantarme y preguntarle a alguno de los malhumorados viejos si por casualidad no conocían a alguien que estuviese planeando perpetrar un atentado y que, por esa razón, hubiese adquirido una escopeta mucho más cara que la media. Y, en ese preciso momento, uno de ellos se coloca detrás de la mesa y grita con su vozarrón: «¡Even Juul! ¿Cómo te atreves a venir a este lugar?».

—Vale, ¿y qué hiciste? —quiso saber Ellen.

—Nada. Simplemente, seguí sentado mientras que a Even Juul se le desencajaba el rostro. Como si hubiese visto un fantasma. Estaba claro que se conocían. Por cierto, que es la segunda persona que me encuentro hoy que resulta que conoce a Juul. Edvard Mosken también me dijo que lo conocía.

—No es de extrañar, ¿no? Juul suele escribir en los periódicos, sale en televisión, es un personaje público.

—Sí, claro, tienes razón. Pero bueno, continúo: Juul se levanta y se va derecho a la calle. Lo único que yo puedo hacer es seguirlo. Cuando me reúno con él en la calle, está blanco como la cera. Sin embargo, cuando le pregunto por el hombre, asegura que no sabe quién es. Después, lo llevo a casa y apenas si se despide de mí antes de bajarse del coche. Se le veía muy afectado. ¿Te parece bien la fila diez?

Harry se agachó hacia la ventanilla y pidió dos entradas.

—Tengo mis dudas —confesó Harry.

—¿Por qué? —quiso saber Ellen—. ¿Porque soy yo quien ha elegido la película?

—Es que, en el autobús, oí a una chica que comía chicle decirle a una amiga que
Todo sobre mi madre
es bonita. O sea, bonita.

—¿Qué quieres decir?

—Que cuando las chicas dicen que una película es bonita, experimento una sensación del tipo
Tomates verdes fritos.
Cuando a las mujeres os sirven un pastel decorado con algo más de brillantez que los espectáculos de Oprah Winfrey, os parece que habéis visto una película cálida, inteligente. ¿Palomitas?

La fue guiando hasta la cola del quiosco.

—Eres un caso perdido, Harry. Un caso perdido. Por cierto, ¿sabes que Kim se ha puesto celoso cuando le he dicho que iba al cine con un colega?

—Enhorabuena.

—Antes de que se me olvide —añadió Ellen—. Tal y como me pediste que hiciera, encontré el nombre del abogado defensor de Edvard Mosken hijo. Y el de su abuelo, que presidió los juicios por traición.

—¿Y?

Ellen sonrió.

—Johan Krohn y Kristian Krohn.

—Sorpresa.

—Estuve hablando con el fiscal de la causa contra Mosken hijo. Al parecer, Mosken padre perdió los nervios al oír que el tribunal juzgaba a su hijo culpable y llegó a agredir a Krohn. Además, dijo en voz alta que Krohn y su abuelo conspiraban contra la familia Mosken.

—Interesante.

—Me he ganado una grande de palomitas, ¿no crees?

Todo sobre mi madre
fue mucho mejor de lo que Harry se había temido. Aun así, en medio de la escena donde entierran a Rosa, no tuvo más remedio que molestar a una llorosa Ellen para preguntarle dónde estaba Grenland. Ellen le contestó que era la zona en torno a Porsgrunn y Skien. Después, la dejó ver la película sin más interrupciones.

Capítulo 50

OSLO

8 de Marzo de 2000

Harry veía que el traje le quedaba pequeño. Lo veía, pero no comprendía por qué. No había engordado desde que tenía dieciocho años y el traje le quedaba perfecto cuando lo compró en Dressmann, para la fiesta de graduación en 1990. Como quiera que fuese, ahora comprobaba claramente en el espejo del ascensor que, entre los pantalones y los zapatos negros Dr. Martens, asomaba la franja de los calcetines. Aquél era, sin duda, uno de esos misterios irresolubles.

Las puertas del ascensor se abrieron y Harry empezó a oír la música, la charla altanera de los hombres y el parloteo de las mujeres, que escapaba por las puertas abiertas de la cantina. Miró el reloj. Eran las ocho y cuarto. Hasta las once podía pasar. A esa hora, se iría a casa.

Contuvo la respiración, entró en la cantina y echó un vistazo a su alrededor. Era como todas las cantinas noruegas, un local cuadrado con un mostrador de cristal en un extremo, para pedir la comida, muebles de color claro de madera procedente de algún fiordo de Sunnmøre, y carteles de prohibido fumar.

Los organizadores habían hecho lo posible por camuflar la cotidianidad con globos y manteles rojos. Aunque había muchos hombres, el reparto de sexos era, pese a todo, más equitativo que en las fiestas de la policía judicial. Parecía que la mayoría ya había tenido tiempo de ingerir bastante alcohol. Linda había mencionado algo acerca de unas copas previas en casa de alguien, y Harry se alegró de que no lo hubiesen invitado.

—¡Qué elegante estás con traje, Harry!

Era Linda. Apenas si pudo reconocerla con aquel vestido tan ajustado que realzaba sus kilos de más, pero también su femenina lozanía. Llevaba una bandeja con bebidas de color naranja que, solícita, sostenía ante él.

—Eh…, no gracias, Linda.

—No seas soso, Harry. ¡Es una fiesta!

«Tonight we're gonna party like it's nineteen-ninety-nine…»
, cantaba Prince a gritos.

Ellen se inclinó en el asiento delantero y bajó el volumen.

Tom Waaler le lanzó una mirada fugaz.

—Es que estaba un poco alto —se disculpó ella mientras pensaba que sólo faltaban tres semanas para que llegase el oficial de Steinkjer; a partir de entonces, no tendría que volver a trabajar con Waaler.

No era la música. Waaler tampoco le hacía la vida imposible. Y, desde luego, no era un mal policía.

Eran las llamadas telefónicas. Y no porque Ellen Gjelten no fuese comprensiva con la atención debida a la vida sexual, pero la mitad de las llamadas que recibía su colega eran de mujeres que, según ella deducía por la conversación, Waaler estaba abandonando, había abandonado o estaba a punto de abandonar. Las conversaciones con estas últimas eran las más desagradables. Eran las que mantenía con las mujeres a las que aún no había destrozado; con ellas utilizaba un tono de voz especialísimo que hacía que Ellen sintiese deseos de gritar: «¡No lo hagas! ¡No le importas lo más mínimo! ¡Huye!». Ellen Gjelten era una persona generosa capaz de excusar las debilidades humanas. En el caso de Tom Waaler no había detectado muchas debilidades, pero tampoco demasiada humanidad. Simplemente, no le gustaba lo más mínimo.

Pasaron ante el Tøyenparken. A Waaler le habían dado un soplo de que alguien había visto a Ayub, el jefe de la banda de palestinos tras cuya pista llevaban desde la agresión que protagonizó en diciembre, en el restaurante persa Aladdin, en la calle Hausmannsgate, cerca del Slottsparken. Ellen sabía que llegaban demasiado tarde y que no les quedaba más que preguntar por allí si alguien sabía dónde estaba Ayub. No obtendrían ninguna respuesta, pero al menos habrían dado a entender con su presencia que no pensaban dejarlo en paz.

—Espera en el coche, voy a mirar —dijo Waaler.

—De acuerdo.

Waaler se bajó la cremallera de la cazadora de piel.

«Para exhibir los músculos que había conseguido a base de hacer pesas en el gimnasio de la comisaría —se dijo Ellen—. O quizá más bien para que se vea parte de la funda de la pistola y sepan que va armado.» Los oficiales del grupo de delitos violentos tenían permiso para llevar armas, pero ella sabía que Waaler no utilizaba el arma reglamentaria, sino un cacharro de gran calibre por el que ella no había tenido fuerzas para preguntarle. Después de los coches, el tema de conversación favorito de Waaler eran las armas y, ante eso, Ellen prefería los coches. Ella en cambio no llevaba ningún arma, a menos que se lo exigieran, como ocurrió el otoño anterior, con motivo de la visita del presidente.

Algo murmuraba en lo más recóndito de su cerebro. Pero el murmullo se vio interrumpido por una zumbona version digital de
Napoleon med sin hær?
19
. Era el móvil de Waaler. Ellen abrió la puerta para llamarlo, pero él ya estaba entrando en el restaurante Aladdin.

Había sido una semana muy aburrida. Ellen no podía recordar otra tan tediosa desde que empezó en la policía. Y temía que tal sensación se debiera a que ahora tenía una vida privada que atender. De repente tenía sentido volver a casa antes de que se hiciese demasiado tarde, y las guardias de los sábados, como la de aquella noche, se le antojaban un sacrificio. El móvil dejó oír su
Napoleon…
por cuarta vez.

¿Sería una de las abandonadas o una que aun no lo había probado? Si Kim la dejase ahora… Pero no lo haría. Simplemente, estaba convencida de ello.

Napoleon med sin hær,
por quinta vez.

Dentro de dos horas terminaría su guardia y se marcharía a casa, se daría una ducha e iría luego a casa de Kim, en la calle Helgesen, a tan sólo cinco minutos de marcha supercachonda a pie: los suficientes para ponerse cachonda. Ellen contuvo la risa.

¡La sexta vez! Agarró el móvil, que estaba debajo del freno de mano.

«Éste es el servicio de contestador de Tom Waaler. Lamentamos comunicarle que el señor Waaler no se encuentra disponible. Pero puede dejar su mensaje después de oír la señal.»

Tenía pensado gastar una broma y decir su nombre después pero, por alguna razón, se quedó en silencio con el móvil en la mano, escuchando la pesada respiración del interlocutor. Tal vez porque le resultaba emocionante, o quizá por curiosidad. Como quiera que fuese, entendió que la persona que había al otro lado creía que hablaba un contestador y ¡estaba esperando el pip! De modo que Ellen pulsó una de las teclas numéricas.
Pip,
se oyó.

—Hola, soy Sverre Olsen.

—Hola, Harry, ésta es…

Harry se volvió hacia Meirik, pero el resto de su frase se perdió en el estrépito, pues el autoelegido pinchadiscos de la fiesta subió el volumen de la música que bombeaba de los altavoces situados a la espalda de Harry:

«That don't impress me much…»

Harry no llevaba en la fiesta más de veinte minutos, ya había mirado el reloj dos veces y había tenido tiempo de preguntarse a sí mismo hasta cuatro veces: ¿guardaría el asesinato de aquel excombatiente alguna relación con la compra del rifle Märklin? ¿Quién era capaz de cometer un asesinato con un cuchillo, tan rápida y limpiamente, a plena luz del día en un portal del centro de Oslo? ¿Quién era el Príncipe? ¿Tenía algo que ver con todo aquello la sentencia contra el hijo de Mosken? ¿Qué había sido de Gudbrand Johansen, el quinto combatiente noruego? ¿Y por qué no se había tomado Mosken la molestia de buscarlo después de la guerra, si era cierto que Gudbrand Johansen le había salvado la vida?

Y allí estaba, en la esquina, al lado de uno de los altavoces, con una cerveza sin alcohol, en una copa, eso sí, para que nadie le preguntase por qué no bebía alcohol, mientras observaba a dos de los empleados más jóvenes del CNI que bailaban en la pista.

—Lo siento, no te he oído —se disculpó Harry.

Kurt Meirik removía en su copa una bebida de color naranja. Pese a todo, parecía andar más derecho que de costumbre en su traje de rayas azul que le quedaba como un guante, por lo que Harry pudo ver. Se tiró de las mangas de la chaqueta, consciente de que los puños de su camisa se veían muy por encima de los gemelos. Meirik se le acercó un poco.

—Estaba intentando decirte que ésta es la jefa de nuestra sección internacional, la comisario…

Harry se percató entonces de la presencia de la mujer que Meirik tenía a su lado. Complexión delgada. Falda roja, sencilla. Tuvo un presentimiento.

«So you got the looks, but have you got the touch…»,
continuaba la música.

Ojos castaños. Pómulos salientes. Tono de piel tostado. El cabello corto y oscuro, enmarcando un rostro delgado. La mujer sonreía con los ojos. Harry la recordaba guapa, pero no tan… encantadora. Aquélla era la única palabra que se le ocurría para calificar lo que tenía ante sí. Sabía que el hecho de que ella estuviese allí, delante de él, debía dejarlo mudo de sorpresa, pero de algún modo, lo encontró lógico, lo que hizo que, para sus adentros, asintiese como reconociendo la situación.

—… Rakel Fauke —dijo Meirik.

—Sí, ya nos hemos visto antes —dijo Harry.

—¿Ah, sí? —preguntó Meirik sorprendido.

Ambos miraban a la mujer.

—Así es —dijo ella—. Pero creo que no llegamos a presentarnos.

Rakel Fauke le tendió la mano con la muñeca ligeramente flexionada que, una vez más, le hizo pensar a Harry en las clases de piano y de ballet.

—Harry Hole —se presentó.

—¡Ajá! —respondió ella—. Por supuesto que eres tú. De delitos violentos, ¿no es cierto?

—Exacto.

—Cuando nos vimos, no sabía que tú eras el nuevo comisario del CNI. Si lo hubieras dicho…

—¿Qué? —preguntó Harry.

Ella ladeó ligeramente la cabeza.

—Pues sí, ¿qué? —remató entre risas.

Su risa provocó que aquella palabra ridícula volviese a la mente de Harry: encantadora.

—Bueno, al menos te habría dicho que trabajamos en el mismo lugar —concluyó Rakel Fauke—. En condiciones normales, no suelo contarle a la gente dónde trabajo. Te hacen unas preguntas tan raras… A ti seguro que te pasa lo mismo.

—Y que lo digas —contestó Harry.

La mujer volvió a reír y Harry se preguntó qué era lo que había que hacer para que riese de ese modo constantemente.

—¿Cómo es que no te he visto antes en el CNI? —le preguntó Rakel Fauke.

—El despacho de Harry está al fondo del pasillo —aclaró Kurt Meirik.

—Ya veo —asintió ella en tono comprensivo, sin dejar de sonreír con la mirada—. Así que el despacho al fondo del pasillo, ¿eh?

Harry asintió sombrío.

—Bueno, bueno —intervino Meirik—… íbamos al bar, Harry.

Harry aguardó una invitación que no llegó.

—Ya hablaremos —se despidió Meirik.

«Comprensible», se dijo Harry. Seguro que eran muchos los que esperaban aquella noche la palmadita en la espalda del jefe del CNI y de la comisario. Se colocó de espaldas a los altavoces, pero les lanzó una mirada furtiva mientras se alejaban. Ella lo había reconocido. Y recordaba que no se habían presentado la primera vez que se vieron. Apuró su copa de un trago; pero no le supo a nada.

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