Petirrojo (28 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Petirrojo
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—Lo siento. Continúa, por favor.

Algo abochornado, Harry clavó la mirada en el fondo de su taza.

—La cuestión es que la curva de aprendizaje en la guerra es muy pronunciada —explicó Fauke—. Si sobrevives los seis primeros meses, tus posibilidades de supervivencia se multiplican. No pisas las minas, mantienes la cabeza baja en la trinchera, te despiertas cuando oyes que alguien carga un rifle Mosin-Nagant. Y sabes que no hay lugar para héroes y que el miedo es tu mejor amigo. Después de seis meses, quedamos un pequeño grupo de noruegos supervivientes, y comprendimos que cabía la posibilidad de que sobreviviéramos a la guerra. Y la mayoría de nosotros estuvimos en Sennheim. A medida que avanzaba la guerra, iban trasladando el campo de prácticas hacia el interior de Alemania. O los voluntarios llegaban directamente de Noruega. Y aquellos que llegaban sin ningún tipo de entrenamiento…

Fauke meneó la cabeza.

—¿Morían? —preguntó Harry.

—Ni siquiera teníamos fuerzas para aprendernos sus nombres cuando llegaban. ¿Para qué? Resulta difícil de entender, pero hasta 1944, llegaron voluntarios en tropel al frente oriental, es decir, mucho después de que los que estábamos allí hubiésemos comprendido ya cómo iba a terminar aquello. Creían que iban a salvar Noruega, pobrecillos.

—Si no lo he malinterpretado, tú ya no estabas allí en 1944, ¿no es cierto?

—Exacto. Deserté. La noche de Fin de Año de 1943. Cometí traición dos veces —declaró Fauke con una sonrisa—. Y, en ambas ocasiones, fui a parar al bando equivocado.

—Creo que luchaste con los rusos, ¿no?

—Bueno, en cierto modo. Fui prisionero de guerra. Nos moríamos de hambre. Una mañana, vinieron a preguntarnos, en alemán, si alguno de nosotros sabía algo de comunicaciones. Yo tenía alguna noción, así que levanté la mano. Resultó que todos sus técnicos de comunicaciones habían caído. ¡Todos y cada uno! Al día siguiente, ya estaba a cargo de las telecomunicaciones del campamento mientras que, a marchas forzadas, perseguíamos a mis antiguos compañeros en dirección a Estonia. Fue en Narva… —Fauke alzó su taza, que sostenía con ambas manos—. Yo estaba en una colina y desde allí vi a los rusos atacar un puesto de ametralladoras alemanas. Los alemanes simplemente los arrasaron. Ciento veinte hombres y cuatro caballos yacían amontonados ante ellos cuando, al final, la ametralladora se recalentó. Los rusos los mataban con bayonetas para ahorrar munición. Desde que comenzó el ataque hasta que terminó, transcurrió media hora, como máximo. Ciento veinte muertos. Y así hasta el siguiente puesto, donde se seguía el mismo procedimiento.

Harry vio cómo movía la taza levemente.

—Pensé que iba a morir. Y por una causa en la que no creía. Yo no creía ni en Stalin ni en Hitler.

—¿Y por qué te marchaste al frente oriental si no creías en aquella causa?

—Tenía dieciocho años. Había crecido en una granja al norte del valle de Gudbrandsdalen, donde prácticamente no veíamos a nadie, salvo a los vecinos más próximos. No leíamos los periódicos ni teníamos libros: yo no sabía nada. Lo único que sabía de política era lo que me decía mi padre. Eramos los únicos que quedábamos en Noruega de nuestra familia; los demás habían emigrado a Estados Unidos en los años veinte. Mis padres y los vecinos de los alrededores eran fieles partidarios de Quisling y miembros del partido Unión Nacional. Yo tenía dos hermanos mayores a los que admiraba en todo. Ellos pertenecían a Hirden, el brazo militar del partido, y su misión era reclutar jóvenes para el partido aquí en Noruega, si no se habían presentado ellos mismos como voluntarios para el frente. Por lo menos, eso es lo que me contaron. Y yo no supe, hasta mucho después, que los jóvenes a los que reclutaban eran delatores. Pero entonces ya era demasiado tarde y yo ya iba camino del frente.

—¿De modo que cambiaste de opinión en el campo de batalla?

—Yo no diría que cambié. La mayoría de nosotros, los voluntarios, pensábamos más en Noruega que en la política. El momento crucial para mí fue cuando sentí que estaba combatiendo en la guerra de otro país. En realidad, fue así de sencillo. Y, visto así, no era mucho mejor estar en el bando ruso. En junio de 1944, estaba en un servicio de descarga en el puerto de Tallin, y allí me las arreglé para subir a bordo de un barco de la Cruz Roja sueca. Me oculté en el depósito del carbón, donde permanecí tres días. Me intoxiqué con monóxido de carbono, pero llegué a Estocolmo. De allí seguí hasta la frontera con Noruega, que atravesé sin ayuda. Para entonces, estábamos ya en agosto.

—¿Por qué sin ayuda?

—Las pocas personas con las que tenía contacto en Suecia no confiaban en mí, mi historia era demasiado fabulosa. Pero estuvo bien, yo tampoco confiaba en nadie.

El hombre volvió a reír.

—Así que procuraba pasar desapercibido y me las arreglaba solo. El paso de la frontera en sí fue pan comido. Créeme, era mucho más peligroso ir a recoger las raciones de comida en Leningrado que pasar de Suecia a Noruega durante la guerra. ¿Más café?

—Sí, gracias. ¿Por qué no te quedaste en Suecia?

—Buena pregunta. Que yo mismo me he planteado muchas veces.

Se pasó la mano por el escaso cabello blanco.

—Pero estaba obsesionado con la idea de venganza, ¿comprendes? Era joven y, cuando eres joven, tiendes a vivir con una idea equivocada de la justicia, creemos que es algo a lo que los hombres debemos aspirar. Yo era un joven con grandes conflictos personales cuando estuve en el frente oriental, y me comporté como un hijo de puta con mis compañeros. Pese a todo, o quizá por eso precisamente, juré vengar a todos aquellos que habían sacrificado sus vidas por las mentiras que nos habían contado en nuestro país. Y vengar mi propia vida destrozada que no creía poder recuperar jamás. Lo único que deseaba era cancelar la cuenta con los que de verdad habían traicionado a la patria. Hoy en día, los psicólogos lo llamarían psicosis de guerra y me habrían ingresado en el psiquiátrico enseguida. Pero entonces, vine a Oslo sin tener un lugar en el que vivir ni nadie que estuviese esperándome, y los únicos documentos que tenía me habrían supuesto la ejecución inmediata por desertor. El mismo día que llegué a Oslo en un camión, fui a Nordmarka. Estuve durmiendo bajo unos abetos y sólo comí bayas durante tres días, hasta que me encontraron.

—¿Los de la Resistencia?

—Según me dijo Even Juul, él te contó el resto.

—Sí —respondió Harry jugueteando con la taza.

La ejecución de su familia. Era algo que no hacía más comprensible el hecho de haber conocido al autor. Lo había tenido presente todo el tiempo, desde que vio a Fauke sonriendo junto a la puerta y le estrechó la mano. «Este hombre ejecutó a sus dos hermanos y a sus padres.»

—Sé lo que estás pensando —lo interrumpió Fauke—. Yo era un soldado que había recibido órdenes de liquidar a unas personas. Si no me hubiesen dado la orden, no lo habría hecho. Lo que sí sé es que se encontraban entre los que nos habían traicionado.

Fauke miró a Harry a los ojos. Su taza había dejado de moverse.

—Te preguntarás por qué los maté a todos, cuando la orden sólo se refería a uno —continuó—. El problema era que no dijeron quién. Me dejaron a mí la tarea de juzgar y elegir. Y no fui capaz de hacerlo. Así que los maté a todos. En el frente había un tipo al que llamábamos Petirrojo. Igual que el pájaro. Y él me enseñó que la manera más humana de matar era usando la bayoneta. La vena carótida va directamente del corazón al cerebro y, en el momento en que cortas la conexión, el cerebro se vacía de oxígeno y la muerte cerebral es inmediata. El corazón late tres, a lo sumo cuatro veces, antes de dejar de moverse por completo. El único problema es que es muy difícil. Gudbrand, al que llamábamos Petirrojo, era un maestro, pero yo estuve luchando con mi madre durante veinte minutos sin conseguir causarle más que algunas heridas. Al final, tuve que pegarle un tiro.

Harry tenía la boca seca.

—Lo comprendo —dijo.

Su absurda intervención quedó resonando en el aire. Harry dejó la taza en la mesa y sacó un bloc de notas de su cazadora de piel.

—Bien, tal vez podamos hablar de los compañeros de Sennheim.

Sindre Fauke se levantó de pronto.

—Lo siento, Hole. No era mi intención exponerlo de un modo tan frío y crudo. Permíteme que te explique algo más, antes de proseguir: yo no soy un hombre cruel, pero ése es, simplemente, mi modo de enfrentarme a este tipo de cosas. No tenía por qué hablarte de ello, pero lo hago de todos modos. Porque no puedo permitirme eludirlas. Ésa es, también, la razón por la que estoy escribiendo el libro. Tengo que revivir lo sucedido cada vez que el tema sale a relucir, de forma explícita o implícita. Para estar totalmente seguro de que no voy a rehuirlo. El día que lo haga, la angustia habrá ganado su primera batalla contra mí. No sé por qué es así. Es probable que un psicólogo pueda explicarlo.

Fauke lanzó un suspiro.

—Bien, pero ya he dicho todo lo que tenía que decir sobre ese asunto. Lo que, seguramente, es demasiado. ¿Más café?

—No, gracias —declinó Harry.

Fauke volvió a sentarse apoyando la barbilla sobre los puños cerrados.

—Bien. Sennheim. El duro núcleo noruego. Incluyéndome a mí, se trata tan sólo de cinco personas. Y una de ellas, Daniel Gudeson, murió la misma noche que yo me marché. Es decir, cuatro. Edvard Mosken, Hallgrim Dale, Gudbrand Johansen y yo. El único al que he visto desde la guerra es a Edvard Mosken, nuestro jefe de pelotón. Fue el verano de 1945. Le cayeron tres años por traición a la patria. De los otros dos, ni siquiera sé si sobrevivieron. Pero deja que te cuente lo que sé de ellos.

Harry abrió su bloc por una página en blanco.

Capítulo 42

CNI

3 de Marzo de 2000

G-u-d-b-r-a-n-d J-o-h-a-n-s-e-n. Harry pulsó las teclas con índices. Un chico del campo. Según Fauke, un tipo amable, algo pusilánime, que tenía al tal Daniel Gudeson, aquel al que mataron cuando estaba de guardia, como modelo y sustituto del hermano mayor. Harry pulsó la tecla Intro y el programa empezó a trabajar.

Se quedó mirando la pared. Concentrado en una pequeña fotografía de Søs que tenía allí colgada. Hacía un mohín. Como siempre que le tomaban una foto. Era de unas vacaciones de verano de hacía un montón de años. La sombra del fotógrafo se reflejaba en su camiseta blanca. Su madre.

Una leve señal de su ordenador le avisó de que la búsqueda había finalizado, así que volvió a dirigir la vista a la pantalla.

En el censo había inscritos dos Gudbrand Johansen, pero según sus fechas de nacimiento, ambos eran menores de sesenta años. Sindre Fauke le había deletreado los nombres, así que no podía tratarse de un error de ortografía. Lo que significaba que se habría cambiado el nombre. O que vivía en el extranjero. O que estaba muerto.

Harry probó con el siguiente. El jefe de pelotón de Mjøndalen. El padre de familia. E-d-v-a-r-d M-o-s-k-e-n. Rechazado por su familia por haberse ofrecido a prestar servicio en el frente. Doble clic en la palabra «buscar».

De repente, se encendió la luz del techo. Harry se volvió.

—Tienes que encender la luz cuando te quedes trabajando hasta tan tarde.

Kurt Meirik estaba en el umbral con el dedo en el interruptor. Entró y se sentó en el borde de la mesa.

—¿Qué has encontrado?

—Que debemos buscar a un hombre de más de setenta años, probablemente excombatiente del frente oriental.

—No, me refería a los neonazis y lo del Diecisiete de Mayo.

—¡Ah! —se oyó la señal del ordenador—. No he tenido tiempo de mirarlo siquiera, Meirik.

Había dos Edvard Mosken en la pantalla. Uno nacido en 1941, el otro en 1921.

—Vamos a celebrar una fiesta en nuestra sección el sábado —anunció Meirik.

—Sí, ya vi la invitación en mi buzón.

Harry hizo doble clic sobre la fecha de 1921 y enseguida apareció la dirección del mayor de los dos Mosken, que vivía en Drammen.

—El jefe de personal me dijo que aún no te habías apuntado. Sólo quería asegurarme de que vendrás.

—¿Por qué?

Harry tecleó la fecha de nacimiento de Edvard Mosken en el registro de antecedentes penales.

—Queremos que la gente se conozca más allá de los límites de cada sección. Hasta ahora, ni siquiera te he visto en la cantina.

—Me encuentro bien en el despacho.

Ningún resultado. Pasó al registro central de antecedentes penales de la policía, que incluía a todos aquellos que, de uno modo u otro, habían tenido que ver con las fuerzas del orden público no necesariamente como acusados, sino por ejemplo como detenidos y denunciados o como víctimas de un acto delictivo.

—Es estupendo que te entregues tanto al trabajo, pero no puedes encerrarte por completo entre estas cuatro paredes. Dime que estarás allí el sábado, Harry.

Intro.

—Ya veré. Tengo otro compromiso desde hace ya tiempo —mintió Harry.

Ningún resultado, como en el intento anterior. Puesto que ya estaba en el registro central de la policía, tecleó el nombre del tercer combatiente del frente que le había proporcionado Fauke. H-a-l-l-g-r-i-m D-a-l-e. Un oportunista, según Fauke. Confiaba en que Hitler ganaría la guerra y premiaría a quienes habían elegido el bando adecuado. Para cuando llegaron a Sennheim, ya se había arrepentido, pero entonces era demasiado tarde para volverse atrás. Harry tuvo la sensación de que el nombre le sonaba familiar la primera vez que se lo oyó a Fauke; y ahora, esa sensación volvió a repetirse.

—Permíteme entonces que me exprese con más firmeza: te ordeno que vengas.

Harry alzó la vista. Meirik sonreía.

—Era broma —dijo enseguida—. Pero sería un placer verte por aquí. Buenas tardes.

—Buenas tardes —murmuró Harry volviendo la vista a la pantalla.

Un Hallgrim Dale, nacido en 1922. Intro.

La imagen de la pantalla se llenó con un largo texto. Otra página, y una más.

«Así que no a todos les fue tan bien a su regreso», se dijo Harry.

Hallgrim Dale, con domicilio en la calle Schweigaard, en Oslo, era lo que los diarios solían llamar un viejo conocido de la policía. Los ojos de Harry recorrieron la lista: vagabundo, borracho, discusiones con los vecinos, hurtos, una pelea. Muchos delitos, pero ninguno realmente grave. «Lo más asombroso es que siga vivo», pensó Harry, observando que había estado internado para recibir un tratamiento de desintoxicación por consumo de alcohol en agosto del año anterior. Echó mano de la guía telefónica de Oslo, buscó el número de Dale y lo marcó. Mientras esperaba respuesta, buscó de nuevo en el registro central en su ordenador y encontró al otro Edvard Mosken, nacido en 1942. También él vivía en Drammen. Anotó la fecha de nacimiento y pasó al registro de antecedentes penales.

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