Un pájaro se zambulló entusiasmado entre dos contenedores. El herrerillo era capaz de volar a una velocidad de 2.8 kilómetros por hora. Se lo había dicho Ellen. El pato silvestre a 72. Los dos se las arreglaban más o menos igual de bien. No, Søs no era el problema. Su padre, en cambio, le preocupaba más.
Harry intentó concentrarse. Había escrito en el informe todo lo que Hochner le había dicho, palabra por palabra, pero ahora se esforzaba por rememorar su rostro, por ver si detectaba en su expresión qué era lo que no había dicho. ¿Qué aspecto tenía Urías? No fue mucho lo que Hochner alcanzó a decir, pero cuando uno se dispone a describir a alguien, comienza generalmente por lo más llamativo de su persona, por aquello que es distinto. Y lo primero que Hochner había dicho de Urías era que tenía los ojos azules. A menos que Hochner pensase que tener los ojos azules era algo extraordinario, aquello podría indicar que Urías no sufría ninguna minusvalía evidente y que no hablaba ni caminaba de un modo especial. Hablaba tanto alemán como inglés y había estado en algún lugar de Alemania llamado Sennheim. Harry siguió con la mirada el barco danés, que se deslizaba por la superficie rumbo a Drøbak. Era un tipo muy viajado. ¿Habría sido Urías marinero, quizás? Harry había mirado un atlas, incluso uno específicamente de Alemania, pero no había encontrado Sennheim. Tal vez Hochner se lo hubiese inventado. Al parecer no tenía importancia.
Hochner le había dicho que Urías sentía odio. De modo que tal vez fuese cierto lo que ellos habían supuesto, que la persona que buscaban tenía un motivo personal. Pero ¿qué era lo que odiaba?
El sol se perdió tras la isla de Hovedøya y la brisa del fiordo de Oslo no tardó en resultar gélida. Harry se envolvió mejor en el abrigo y empezó a caminar en dirección al coche. Y aquel medio millón de coronas…, ¿lo habría recibido Urías de quien lo contrató o se trataría de una carrera en solitario financiada con su propio dinero?
Sacó el móvil, un Nokia diminuto que no tenía más de dos semanas. Se había resistido durante mucho tiempo, pero Ellen terminó por convencerlo de que debía comprarse uno nuevo.
Harry marcó su número.
—Hola, Ellen, soy Harry. ¿Estás sola? De acuerdo. Verás, quiero que te concentres. Vamos a jugar un poco. ¿Estás lista?
Ya habían hecho aquello muchas veces. «El juego» consistía en que él le proporcionaba claves, ninguna información básica, ninguna indicación de dónde se había atascado él, tan sólo breves fragmentos de información de una a cinco palabras en orden aleatorio. Con el tiempo, habían desarrollado el método. La regla más importante era que debía haber un mínimo de cinco fragmentos, pero nunca más de diez. La idea se le había ocurrido a Harry, después de haberse apostado con Ellen una guardia nocturna cuando ella aseguró que era capaz de recordar la posición de las cartas de un castillo formado con una baraja después de haberlas estado observando durante tan sólo dos minutos, es decir, diez segundos por carta. Perdió tres noches de guardia hasta que se dio por vencido. Después, ella le desveló cuál era el método que utilizaba para recordar. No pensaba en las cartas como tales, sino que, de antemano, las había asociado a distintas personas o sucesos y, a medida que iban apareciendo las cartas, iba confeccionando una historia con sus asociaciones. Él había intentado utilizar en el trabajo su capacidad combinatoria. Y, en algunas ocasiones, el resultado había sido espectacular.
—Hombre, setenta años —dijo Harry despacio—. Noruego. Medio millón de coronas. Amargado. Ojos azules. Rifle Märklin. Habla alemán. Sin defectos físicos. Contrabando de armas en muelle de carga. Prácticas de tiro en Skien. Eso es todo.
Se sentó en el coche.
—¿Nada? Lo suponía. En fin. Pensé que valía la pena intentarlo. Gracias de todos modos. Hasta luego.
Harry había llegado al cruce que había antes del edificio de Correos cuando, de repente, recordó algo más y volvió a llamar.
—¿Ellen? Soy yo otra vez. Oye, se me había olvidado una cosa. ¿Estás ahí? Lleva cincuenta años sin tocar un arma. Lo repito. Lleva cincuenta años sin…, sí, ya lo sé, son más de cuatro palabras. ¿Nada? ¡Mierda!, ya se me ha pasado la salida que tenía que coger. Bueno, luego hablamos, Ellen.
Dejó el móvil en el asiento del acompañante y se concentró en la conducción. Acababa de salir de la rotonda cuando sonó el móvil.
—Aquí Harry. ¿Cómo? ¿Cómo se te ha podido ocurrir una cosa así? Vale, no te enfades, Ellen, de vez en cuando se me olvida que no sabes lo que sucede en tu propia pelota. En tu cerebro. Tu brillante, maravilloso y gran cerebro, Ellen. Y, sí, ahora que lo dices, es obvio. Gracias.
Colgó el auricular y recordó que aún le debía aquellas tres noches de guardia que perdió en la apuesta. Ahora que ya no estaba en el grupo de delitos violentos, tenía que encontrar otro modo de compensarla. Y durante unos tres segundos, estuvo intentando hallar ese otro modo.
CALLE IRISVEIEN
1 de Marzo de 2000
Se abrió la puerta y Harry se vio mirando un par de ojos azules en un rostro arrugado.
—Harry Hole, policía —se presentó—. Yo fui quien llamó esta mañana.
—Muy bien.
El anciano llevaba el cabello gris plateado peinado hacia atrás, tenía la frente amplia y despejada y una corbata bajo el batín. Even y Signe Juul, se leía en el buzón que había a la puerta de la casa adosada de color rojo, situada en una tranquila zona residencial del norte de la ciudad.
—Pase, señor Hole.
Tenía la voz firme y sosegada y había algo en su porte que hacía que el profesor Even Juul pareciese más joven de lo que era en realidad. Harry había hecho sus indagaciones y, entre otros datos, había averiguado que el catedrático de historia había participado en la Resistencia. Y, aunque Even Juul estaba jubilado, se le consideraba el máximo experto de Noruega en historia de la Ocupación y del partido Unión Nacional.
Harry se agachó para quitarse los zapatos. En la pared que tenía ante sí se veían viejas fotografías en blanco y negro que colgaban en pequeños marcos. Una de ellas mostraba a una joven vestida de enfermera y otra a un hombre también joven con una bata blanca.
Entraron en la casa, donde un canoso terrier airdale dejó de ladrar y, cumplidor, empezó a olisquear la entrepierna de Harry, antes de ir a tumbarse de nuevo junto a la butaca de Juul.
—He leído alguno de tus artículos sobre el fascismo y el nacionalsocialismo en el diario
Dagsavisen.
—¡Dios santo! ¿De modo que los publican? —preguntó Juul sonriendo.
—Pareces empeñado en ponernos sobre aviso del neonazismo de hoy.
—No pretendo poner sobre aviso a nadie, simplemente, intento señalar algunos paralelismos históricos. El historiador tiene la responsabilidad de desvelar, no de juzgar.
Juul encendió su pipa.
—Muchos creen que lo correcto y lo incorrecto son absolutos. Pero eso no es cierto, sino que van cambiando con el tiempo. El cometido de un historiador consiste, en primer lugar, en encontrar la verdad histórica, lo que dicen las fuentes, y exponerla de forma objetiva y sin pasión. Si los historiadores se aplicasen a juzgar la locura humana, nuestro trabajo terminaría siendo como encontrar fósiles: la huella de la gente bienpensante de cada época.
Una nube de humo azulado ascendió hacia el techo.
—Pero me figuro que no has venido hasta aquí para preguntarme sobre estas cosas, ¿verdad?
—Nos preguntábamos si podrías ayudarnos a encontrar a un hombre.
—Sí, algo me dijiste por teléfono. ¿Quién es ese hombre?
—No lo sabemos. Pero suponemos que tiene los ojos azules, es noruego y tiene más de setenta años. Y habla alemán.
—¿Y?
—Eso es todo.
Juul se echó a reír.
—Pues sí, imagino que hay bastantes entre los que escoger.
—Sí. Hay ciento cincuenta y ocho mil hombres de más de setenta años en el país y calculo que unos cien mil tienen los ojos azules y hablan alemán.
Juul alzó una ceja. Harry respondió con una sonrisa bobalicona:
—Anuario de estadística. Suelo ojearlo, por entretenimiento.
—Pero ¿por qué creéis que podría ayudaros?
—Parece que este sujeto le ha dicho a otra persona que lleva más de cincuenta años sin tocar un arma. Y yo pensé, es decir, mi colega pensó, que más de cincuenta es más de cincuenta pero menos de sesenta.
—Lógico.
—Sí, es muy…, eh…, muy lógico. Así que supongamos que hace cincuenta y cinco años. Nos retrotraemos entonces a la Segunda Guerra Mundial. Nuestro hombre tiene veinte años y lleva un arma. Todos los noruegos que tenían licencia privada de armas tuvieron que entregárselas a los alemanes, de modo que ¿dónde estaba él entonces?
Harry mostró tres dedos:
—Pues, o bien está en la Resistencia, o ha huido a Inglaterra o se encuentra en el frente luchando con los alemanes. Y habla alemán mejor que inglés, de modo que…
—Que esa colega suya llegó a la conclusión de que debió de servir en el frente —remató Juul.
—Exacto.
Juul chupó su pipa.
—Muchos de los miembros de la Resistencia se vieron obligados a aprender alemán —observó—. Para poder infiltrarse, para las escuchas y demás. Y olvidas que los noruegos se incorporaron a las fuerzas policiales suecas.
—¿De modo que la conclusión no se sostiene?
—Permíteme que piense un poco en voz alta —propuso Juul—. En torno a unos quince mil noruegos se presentaron como voluntarios para servir en el frente, pero sólo unos siete mil fueron admitidos y pudieron, pues, usar armas. Son muchos más de los que lograron llegar a Inglaterra para ofrecer sus servicios allí. Y, aunque hubo más noruegos en la Resistencia hacia el final de la guerra, tan sólo unos pocos tuvieron oportunidad de empuñar un arma. —Juul sonrió—. Supongamos de forma provisional que tenéis razón. Pero, como es natural, esos voluntarios no aparecen en la guía telefónica como antiguos soldados de las Waffen-SS. Sin embargo, sospecho que vosotros ya tenéis una idea de dónde buscar, ¿cierto?
Harry asintió.
—El archivo de traidores a la patria. Archivados por nombre con la información de los procesos judiciales. Los estuve revisando ayer; tenía la esperanza de que alguno de ellos hubiese muerto, de modo que tuviésemos que trabajar con una cantidad más o menos manejable. Pero me equivoqué.
—Sí, esos cabrones son bastante duros —rió Juul.
—Y por eso te llamamos a ti. Tú conoces el pasado de los soldados del frente alemán mejor que nadie. Quiero que me ayudes a averiguar cómo piensan esos hombres, qué es lo que los mueve.
—Gracias por confiar tanto en mí, Hole, pero yo soy historiador y no sé más que los demás sobre lo que mueve a los individuos. Como sabrás, estuve en la organización militar Milorg, lo que no me capacita precisamente para ponerme en el lugar de un voluntario del frente alemán.
—Pues yo creo que tú sabes bastante de todos modos, Juul.
—¿Sí?
—Y creo que sabes a qué me refiero. He realizado una meticulosa expedición arqueológica antes de acudir a ti.
Juul volvió a chupar su pipa sin dejar de observar a Harry. En el silencio que se produjo, Harry se percató de que había alguien en la puerta de la sala de estar. Se volvió y vio a una mujer mayor. Observaba a Harry con mirada afable y serena.
—Estamos hablando, Signe —dijo Even Juul.
Ella asintió risueña, sin dejar de mirar a Harry, abrió la boca como para decir algo pero se detuvo cuando se cruzó con la mirada de Juul. Volvió a asentir, cerró la puerta sin hacer ruido y se marchó.
—¿Así que lo sabes? —preguntó Juul.
—Sí. Ella era enfermera en el frente oriental, ¿verdad?
—En Leningrado. Desde 1942 hasta la retirada de las tropas en 1943 —confirmó dejando a un lado la pipa—. ¿Por qué persiguen a ese hombre?
—Si he de ser sincero, tampoco nosotros lo sabemos. Pero puede tratarse de un atentado.
—Ajá.
—Pero, dime: ¿qué debemos buscar? ¿A un hombre solitario? ¿A un hombre que sigue siendo un nazi convencido? ¿A un delincuente?
Juul negó con un gesto:
—La mayoría de los soldados que lucharon con los alemanes cumplieron sus sentencias y se reinsertaron después en la sociedad. Muchos de ellos se las arreglaron sorprendentemente bien, pese al sambenito de traidores a la patria. Lo que tal vez no sea tan extraño; suele suceder que son las personas con buenos recursos las que se posicionan en situaciones críticas, como la guerra.
—Es decir, que el hombre al que buscamos puede ser una de esas personas que ha triunfado en la vida.
—Por supuesto.
—Un miembro destacado de la sociedad.
—Bueno, creo que se les cerró la puerta a los puestos importantes de la economía y la política.
—Pero puede ser un empresario independiente, fundador de su propia empresa. En cualquier caso, alguien que haya ganado suficiente dinero como para comprar un arma por medio millón de coronas. ¿Quién podría ser su objetivo?
—¿Tiene que estar necesariamente relacionado con su pasado como soldado del frente alemán?
—Algo me dice que es así.
—¿Una venganza?
—¿Tan descabellado te parece?
—No, desde luego que no. Muchos de esos soldados se ven a sí mismos como los auténticos patriotas de los tiempos de la guerra y consideran que ellos, según estaba el mundo en 1940, actuaron movidos por el bien de la nación. El hecho de que los sentenciáramos como traidores fue, según ellos, un error judicial.
—¿Ah, sí?
Juul se rascó detrás de la oreja.
—A estas alturas, los jueces de aquellos procesos están en su mayoría muertos. Y otro tanto puede decirse de los políticos que posibilitaron los procesos. De modo que la hipótesis de la venganza no se sostiene.
Harry lanzó un suspiro.
—Tienes razón. En fin, lo único que intento es forjarme una idea a partir de las pocas piezas que tengo del rompecabezas.
Juul echó una rápida ojeada al reloj.
—Te prometo que pensaré sobre el asunto pero, sinceramente, no estoy seguro de poder ayudaros.
—Gracias de todos modos —dijo Harry levantándose. Pero entonces recordó un detalle y sacó un montón de folios que llevaba doblados en el bolsillo—. Por cierto, he traído una copia del informe del interrogatorio que le hice al testigo en Johannesburgo. ¿Podrías echarle un vistazo, por si hay algo que te parezca importante?