—¿El noruego? —murmuró uno de los dos hombres señalando a Harry.
Esaias asintió.
—Ok —dijo el hombre dirigiéndose a Harry pero sin perder de vista ni por un instante al hombre que estaba en la habitación—. Amigo noruego, ahí lo tienes, es tuyo. Dispones de veinte minutos.
—En el fax decía…
—Olvídate del fax, noruego. ¿Sabes cuántos países quieren interrogar a este sujeto? ¿O, directamente, que se lo enviemos?
—Pues, no.
—Date por satisfecho con poder hablar con él —dijo el hombre.
—¿Por qué ha aceptado hablar conmigo?
—¿Cómo vamos a saberlo nosotros? Pregúntaselo a él.
Harry intentó respirar con el estómago cuando entró en la angosta y reducida sala de interrogatorios. En la pared, donde chorreones rojos de óxido habían compuesto una especie de dibujo, colgaba un reloj que indicaba las once y media. Harry pensó en los policías que lo vigilaban con los ojos atentos, lo que tal vez fuese la causa de que le sudasen tanto las palmas de las manos. El individuo estaba encogido en la silla y tenía los ojos entrecerrados.
—¿Andreas Hochner?
—¿Andreas Hochner? —repitió el hombre de la silla con voz bronca y susurrante, alzó la vista y lo miró como si acabase de ver algo que tuviese ganas de aplastar con el pie—. No, está en casa follándose a tu madre.
Harry se sentó despacio. Le parecía oír las carcajadas al otro lado del espejo negro.
—Soy Harry Hole, de la policía noruega —dijo en voz baja—. Has accedido a hablar con nosotros.
—¿Noruega? —preguntó Hochner escéptico.
Se inclinó hacia delante, estudió detenidamente el carné que Harry le mostraba y dibujó en su rostro una sonrisa bobalicona:
—Perdona, Hole. No me habían dicho que hoy tocaba Noruega, ¿entiendes? Os estaba esperando.
—¿Dónde está tu abogado?
Harry dejó su carpeta sobre la mesa, la abrió y sacó un folio con una serie de preguntas y un bloc de notas.
—Olvídalo, no me fío de ese tipo. ¿Está enchufado el micrófono?
—No lo sé. ¿Tienes algo en contra?
—No quiero que esos negros me oigan. Estoy interesado en hacer un trato. Contigo. Con Noruega.
Harry alzó la vista del folio. Las manecillas del reloj avanzaban a la espalda de Hochner. Ya habían pasado tres minutos. Algo le decía que no le permitirían agotar el tiempo acordado.
—¿Qué clase de trato?
—¿Está enchufado el micrófono? —dijo Hochner entre dientes.
—¿Qué clase de trato?
Hochner alzó los ojos, inquisitivo. Después se inclinó por encima de la mesa y susurró apresuradamente:
—Los crímenes de los que me acusan se castigan con la pena de muerte en Suráfrica. ¿Entiendes adónde quiero ir a parar?
—Puede ser. Continúa.
—Puedo contarte algunas cosas del hombre de Oslo si tú me garantizas que tu gobierno le pedirá mi indulto a este gobierno de negros. Porque yo os habré ayudado, ¿verdad? Vuestra primera ministra estuvo aquí; ella y Mandela andaban por ahí dándose abrazos. A los caciques del CNA que gobiernan ahora les gusta Noruega. Vosotros los apoyáis, nos boicoteasteis cuando los comunistas negros así lo quisieron. A vosotros os escucharán, ¿comprendes?
—¿Por qué no puedes hacer ese trato ayudando a la policía de aquí?
—¡Joder! —El puño de Hochner cayó sobre la mesa de modo que el cenicero saltó por los aires y las colillas cayeron al suelo—. ¿Es que no entiendes nada, poli de mierda? Ellos creen que he matado a niños negros.
Se aferraba con ambas manos al borde de la mesa y miraba a Harry con los ojos desorbitados. Hasta que su rostro pareció desinflarse, se vino abajo, como un balón pinchado y lo ocultó entre ambas manos.
—Ellos sólo quieren verme colgado, ¿no es así?
Se oyó un terrible sollozo. Harry lo observaba. A saber cuántas horas aquellos dos policías habrían tenido a Hochner despierto en los interrogatorios, antes de que él llegase. Respiró hondo y se inclinó sobre la mesa, tomó el micrófono con una mano mientras lo desconectaba con la otra.
—
Deal,
Hochner. Nos quedan diez segundos. ¿Quién es Urías?
Hochner lo miraba entre sus dedos.
—¿Qué?
—Rápido, Hochner, no tardarán en entrar.
—Es… es un viejo, seguro que pasa de los setenta. Yo sólo lo vi una vez, en la entrega.
—¿Cómo es?
—Viejo, ya te digo…
—¡Dame una descripción!
—Llevaba abrigo y sombrero. Y fue en plena noche en un almacén de contenedores mal iluminado. Ojos azules, creo, estatura mediana…, en fin.
—¿De qué hablasteis? ¡Rápido!
—De todo un poco. Al principio hablamos en inglés, pero cambiamos cuando se enteró de que yo hablaba alemán. Le conté que mis padres eran de Lesas. Y él me dijo que había estado allí una vez, en una ciudad llamada Sennheim.
—¿Cuál es su misión?
—No lo sé. Pero es un aficionado. Hablaba mucho y cuando le di el rifle me dijo que era la primera vez en más de cincuenta años que sostenía un arma en sus manos. Me dijo que odia…
En ese momento se abrió la puerta de la sala.
—¿Que odia qué? —gritó Harry.
Al mismo tiempo, sintió un puño que le apretaba la clavícula. Una voz masculló en su oído:
—¿Qué coño estás haciendo, Harry?
Harry no dejó de mirar a Hochner mientras ellos se lo llevaban arrastrando hacia la puerta. Hochner tenía la mirada vidriosa y las venas del cuello a flor de piel. Harry veía que estaba diciendo algo, pero no pudo oírlo.
Y la puerta se cerró en sus narices.
Harry se frotaba la nuca mientras Esaias lo conducía al aeropuerto. Tras unos veinte minutos de trayecto, Esaias rompió el silencio.
—Llevamos seis años trabajando en este caso. La lista de entregas de armas abarca más de veinte países. Y en todo momento nos ha preocupado precisamente lo que ha ocurrido hoy, que alguien viniese a tentarlo con ayuda diplomática para obtener información.
Harry se encogió de hombros.
—¿Y qué pasa? Vosotros lo habéis atrapado y habéis hecho vuestro trabajo, Esaias, no tenéis más que recoger las medallas. Los acuerdos a los que cualquiera llegue con Hochner y con el gobierno no son cosa vuestra.
—Eres policía, Harry, sabes lo que se siente al ver libre a un criminal, a gente que sacrifica vidas humanas sin pestañear y que sabes que lo retomarán donde lo dejaron tan pronto como se vean otra vez en la calle.
Harry no respondió.
—¿Lo sabes, verdad? Estupendo. Pues entonces, tengo una propuesta que hacerte. Parece que obtuviste tu parte del trato con Hochner. Lo que significa que tú eliges si cumplir la suya o no cumplirla.
Understand?
—Yo sólo hago mi trabajo, Esaias, y Hochner puede serme útil más adelante, como testigo. Lo siento.
Esaias aporreó el volante con tal fuerza que Harry dio un respingo.
—Déjame decirte algo, Harry. Antes de las elecciones de 1994, mientras aún nos gobernaba la minoría blanca, Hochner disparó contra dos niñas negras, ambas de once años, desde un depósito de agua que había a las afueras del jardín del colegio, en un
township
negro llamado Alexandra. Creemos que detrás del crimen había alguien del Afrikaner Volkswag, el partido del apartheid. Se trataba de un colegio controvertido, pues asistían a él tres alumnos blancos. Utilizó balas Singapore, del mismo tipo que las empleadas en Bosnia. Se abren a los cien metros y perforan como un taladro todo lo que encuentran. A las dos las alcanzó en la garganta así que, por una vez, no tuvo la menor importancia que la ambulancia llegase, como de costumbre en los barrios negros, una hora después de haber llamado.
Harry no respondió.
—Pero te equivocas si crees que es venganza lo que buscarnos, Harry. Ya sabemos que no es posible construir una sociedad sobre la base de la venganza. De ahí que el primer gobierno negro mayoritario instituyese una comisión para esclarecer los abusos cometidos durante la época del apartheid. No se trata de venganza, sino de reconocimiento y perdón. Eso ha curado muchas heridas y sólo le ha reportado beneficios a la sociedad. Pero, al mismo tiempo, estamos perdiendo la batalla contra el crimen, y en especial aquí en «Joeburg», donde las cosas están totalmente fuera de control. Somos una nación joven y vulnerable, Harry, y si queremos progresar, hemos de demostrar que la ley y el orden son importantes, que el crimen no puede recurrir al pretexto del caos. Todos recuerdan los asesinatos de 1994, todos siguen el caso en la prensa. De ahí que esto sea más importante que tu agenda personal, o que la mía, Harry. —Cerró el puño y volvió a golpear el volante—. No se trata de convertirnos en jueces sobre la vida y la muerte, sino de devolverle a la gente corriente la fe en la justicia. Y a veces, es necesaria la pena de muerte para conseguirlo.
Harry sacó un cigarrillo del paquete, abrió un poco la ventanilla y contempló los montículos de residuos de las minas, que rompían la monotonía del paisaje reseco.
—En fin, Harry, ¿qué me dices?
—Que si no aceleras, voy a perder el avión, Esaias.
Esaias volvió a aporrear el volante con tal violencia que a Harry le sorprendió que el eje lo aguantase.
PARQUE ZOOLÓGICO LAINZER, VIENA
27 de Junio de 1944
Helena estaba sola en el asiento trasero del Mercedes negro de André Brockhard. El coche se deslizaba despacio entre los castaños de altas copas que flanqueaban el camino. Iban a los establos del parque zoológico Lainzer.
Contemplaba los verdes claros. Tras el vehículo se alzó un remolino de polvo del piso de gravilla reseco, e incluso con la ventanilla abierta, hacía un calor insoportable en el interior del coche.
Una manada de caballos que pacían a la sombra, donde comenzaba el hayedo, alzaron la cabeza al paso del coche.
Helena adoraba el parque Lainzer. Antes de que estallase la guerra, pasaba muchos domingos en aquella inmensa zona boscosa al sur de Wienerwald, de picnic con sus padres, sus tíos y tías, o dando un paseo a caballo con sus amigos.
Se había preparado mentalmente para cualquier cosa cuando, aquella mañana, la gobernanta del hospital le había avisado de que André Brockhard quería tener una conversación con ella y que enviaría un coche a buscarla durante la mañana. Desde que recibió la recomendación de la dirección del hospital, junto con el permiso de salida, estaba encantada, y lo primero que pensó fue que aprovecharía la ocasión para darle las gracias al padre de Christopher por haber intervenido en su ayuda. Lo segundo que pensó fue que no era verosímil que André Brockhard la hubiese convocado para que ella tuviese oportunidad de darle las gracias.
«Tranquila, Helena —se decía—. Ahora ya no pueden pararnos. Mañana temprano estaremos lejos de aquí.»
El día anterior había preparado dos maletas con ropa y sus objetos personales más queridos. El crucifijo que colgaba sobre el cabecero de la cama fue lo último que guardó. La caja de música que le había regalado su padre seguía en el tocador. Objetos de los que nunca creyó que se separaría voluntariamente, y que, por extraño que pudiese parecer, no tenían ya mucho significado para ella. Beatrice le había ayudado y habían hablado de los viejos tiempos mientras escuchaban los pasos de la madre, que trajinaba en la planta baja. Sería una despedida dura y triste. Pero en esos momentos, ella sólo se regocijaba ante la perspectiva de aquella tarde. Urías se había quejado de que era una vergüenza no haber visto nada de Viena antes de marcharse, de modo que la invitó a cenar fuera. Helena no sabía dónde, pues él le había lanzado un guiño misterioso por respuesta y le había preguntado si creía que podrían tomar prestado el coche del guarda forestal.
—Ya hemos llegado,
Fräulein Lang
—dijo el chófer al tiempo que señalaba al final del camino, donde el paseo terminaba ante una fuente.
En medio del agua, un Cupido dorado hacía equilibrio sobre un pie en la cima de una esfera de esteatita. Detrás de la fuente se alzaba una casa señorial construida en piedra gris. A cada lado de la casa había sendos edificios de madera pintada de rojo, alargados y de techo bajo, que junto con una pequeña construcción de piedra delimitaban un jardín situado detrás del edificio principal.
El chófer detuvo el coche, salió y le abrió la puerta a Helena.
André Brockhard estaba ante la puerta de la casa y se les acercó. Sus botas de montar brillaban relucientes al sol. Brockhard tenía algo más de cincuenta años pero caminaba con la agilidad de un joven. Puesto que hacía calor, se había desabotonado la chaqueta de lana roja, consciente de que así luciría mejor su atlético torso. Los pantalones de montar se ajustaban a sus musculosas piernas. El señor Brockhard no podía parecerse menos a su hijo.
—¡Helena!
La saludó con una voz tan sincera y cálida como suelen usar los hombres que se saben capaces de decidir cuándo una situación ha de ser sincera y cálida. Hacía mucho tiempo que ella no lo veía, pero a Helena le pareció que tenía el mismo aspecto de siempre: el cabello blanco, la frente despejada y un par de ojos azules que la miraban desde ambos lados de una gran nariz majestuosa. La boca, en forma de corazón, desvelaba cierta dulzura de carácter, aunque éste era un rasgo que muchos no habían experimentado aún.
—¿Qué tal está tu madre? Espero no haberme excedido recogiéndote del trabajo de este modo —dijo mientras le daba un breve y seco apretón de manos antes de proseguir, sin esperar respuesta—. Tengo que hablar contigo y me temo que el asunto no puede esperar. Bueno, tú has estado aquí antes —comentó señalando con la mano el conjunto de edificios.
—No —corrigió Helena con una sonrisa.
—¿Ah, no? Di por supuesto que Christopher te habría traído aquí alguna vez; de jóvenes erais uña y carne.
—Creo que lo engaña su memoria,
Herr
Brockhard. Christopher y yo nos conocíamos, eso es cierto, pero…
—¡Vaya, no me digas! En tal caso, te enseñaré esto. Bajemos primero a los establos.
Con delicadeza, le puso la mano en la espalda para conducirla hacia los edificios de madera. La grava crujía bajo sus pies.
—Es triste lo que le ha sucedido a tu padre, Helena. Una verdadera lástima. Me gustaría poder hacer algo por tu madre y por ti.
«Podrías habernos invitado a la cena de Navidad este invierno, como solías», pensó Helena, pero no dijo nada. Además, mejor así, pues no había tenido que sufrir los nervios y el ajetreo de su madre ante la invitación.