—Olvidados —repitió él tomando su mano—. Igual que lo será un día esta guerra.
El camarero se había acercado a la mesa sin que ellos lo notasen, y carraspeó discretamente para que advirtiesen su presencia.
—¿Desean pedir ya,
meine Herrschaften?
—Sí —dijo Urías—. ¿Qué nos recomienda hoy?
—
Hähnchen.
—¿Pollo? Suena bien. Quizá pueda usted elegirnos un buen vino, ¿verdad Helena?
Los ojos de Helena recorrían la carta.
—¿Por qué no figuran los precios?
—La guerra,
Fräulein.
Cambian de un día para otro.
—¿Y cuánto cuesta el pollo?
—Cincuenta chelines.
Helena vio palidecer a Urías por el rabillo del ojo.
—Sopa
gulasch
—declaró la joven—. No hace mucho que hemos comido y tengo entendido que aquí son expertos en platos húngaros. ¿No quieres probarla, Urías? Cenar dos veces al día no es nada saludable.
—Yo… —comenzó Urías.
—Y un vino ligero —lo interrumpió Helena.
—¿Dos sopas
gulasch
y un vino ligero? —preguntó el camarero enarcando una ceja.
—Creo que me ha entendido perfectamente, camarero —dijo Helena con una esplendorosa sonrisa.
Los dos jóvenes no dejaron de mirarse hasta que el camarero hubo desaparecido por la puerta de la cocina, y se echaron a reír.
—¡Estás loca! —la acusó él entre risas.
—¿Yo? ¡No he sido yo quien te ha invitado al Drei Husaren con menos de cincuenta chelines en el bolsillo!
Urías sacó un pañuelo del bolsillo y se inclinó hacia ella.
—¿Sabe usted una cosa,
Fräulein
Lang? —dijo mientras le secaba las lágrimas que le habían provocado tantas risas—. La amo. La amo sinceramente.
En ese preciso instante, sonó la alarma.
Cuando Helena evocaba aquella noche, se veía siempre obligada a preguntarse hasta qué punto la rememoraba como había sido, si las bombas cayeron tan seguidas como ella lo recordaba, si después, cuando entraron en la nave central de la catedral de San Esteban, todos se volvieron de verdad a mirar… Pero aunque la última noche que pasaron juntos en Viena quedase envuelta en un velo de irrealidad, su corazón se sentía reconfortado con su recuerdo en los fríos días de invierno. Y cuando pensaba en ese mismo instante de aquella noche de verano, había días que reía y días que lloraba, sin saber por qué.
Cuando sonó la alarma, el ruido cesó de inmediato. Por un segundo, todo el restaurante quedó como en una foto fija, todos quietos y en silencio, hasta que se oyeron las primeras maldiciones que retumbaron bajo los dorados techos del establecimiento.
—
Hunde!
—
Schesse!
¡Si no son más que las ocho!
Urías meneó la cabeza.
—Los ingleses deben de estar locos —comentó—. Ni siquiera ha anochecido aún.
De repente, todos los camareros corrían de una mesa a otra mientras el
maître
les gritaba las instrucciones.
—¡Fíjate! —observó Helena—. Es posible que el restaurante quede en ruinas dentro de unos minutos, y lo único en lo que piensan es en cobrar las notas de todos los comensales antes de que se marchen.
Un hombre con un traje oscuro saltó al escenario, donde los miembros de la orquesta ya recogían sus instrumentos.
—¡Escuchen! —dijo a voz en grito—. Rogamos a todos aquellos que hayan pagado que se dirijan al refugio más próximo, que se encuentra en el subterráneo de Weihburggasse 20. Por favor, vayan en silencio y presten atención. Cuando salgan, giren a la derecha y caminen unos doscientos metros calle abajo. Busquen a los hombres que llevan brazalete rojo, ellos les indicarán adonde tienen que dirigirse. Y tómenselo con calma, aún tienen tiempo hasta que lleguen los aviones.
En ese mismo instante se oyó el estruendo del primer bombardeo. El hombre que hablaba desde el escenario intentaba decir algo más, pero las voces y los gritos del restaurante ahogaron sus palabras y al final abandonó, se persignó, bajó del escenario y desapareció.
La gente se apresuraba hacia la salida, donde ya se agolpaba un montón de personas aterrorizadas. Una mujer gritaba en el guardarropa:
«Mein regenschirm!»,
¡mi paraguas!, pero no había nadie en el servicio de guardarropa. Un nuevo estruendo, más cerca en esta ocasión. Helena miró la mesa vecina abandonada, donde dos copas medio vacías tintineaban una contra otra debido a las vibraciones de la sala, emitiendo un sonido como un canto a dos voces. Dos mujeres jóvenes transportaban a un hombre muy borracho, grande como una morsa, hacia la puerta de salida. Llevaba la camisa por fuera y tenía una sonrisa bobalicona.
En no más de dos minutos, el local quedó totalmente vacío y una extraña calma se adueñó del lugar. Lo único que se oía era un leve sollozo procedente del guardarropa, donde la mujer había dejado de gritar pidiendo su paraguas y, rendida, apoyaba la frente sobre el mostrador. Los platos seguían medio vacíos sobre los manteles blancos, al igual que las botellas abiertas. Urías sostenía la mano de Helena. Un nuevo estruendo hizo vibrar las arañas de cristal despertando de su letargo a la mujer del guardarropa, que echó a correr entre gritos.
—Al fin solos —dijo Urías.
La tierra se estremeció bajo sus pies y un montón de partículas doradas llovieron del techo centelleando en el aire. Urías se levantó y le tendió el brazo.
—Nuestra mejor mesa acaba de quedar libre,
Fräulein.
Si me permite…
Ella tomó su brazo, se levantó y avanzó hacia el escenario. Apenas si percibió el penetrante silbido. El fragor de la explosión fue ensordecedor e hizo que el polvo quedara suspendido en el aire, como una tormenta de arena procedente de las paredes, abriendo incluso las ventanas que daban a la calle Weihburggasse. Se produjo un apagón.
Urías encendió las velas del candelabro que había en la mesa, acercó una silla, tomó una servilleta entre el pulgar y el índice, y la desplegó en el aire para después dejarla aterrizar en el regazo de Helena.
—
Hähnchen und Prädikatswein
?
18
—preguntó mientras retiraba discretamente los restos de cristal que había esparcidos sobre la mesa, los platos y el cabello de Helena.
Tal vez fuesen las velas y el polvo dorado que brillaba en el aire mientras fuera caía la noche, tal vez el aire refrescante que entraba por las ventanas abiertas ofreciéndoles un respiro en el caluroso estío. O tal vez fuese tan sólo su propio corazón, la sangre que parecía precipitarse por sus venas para vivir aquel instante con más intensidad. Porque ella lo recordaba con música, pero no era posible, pues la orquesta ya se había marchado. ¿Habría sido la música sólo un sueño?
Muchos años después, cuando estaba a punto de tener a su hija, cayó en la cuenta, por casualidad, de qué fue lo que la hizo pensar en aquella música imposible. Sobre la cuna recién comprada, el padre de su hija había colgado un juguete con bolas de cristal de distintos colores, y una noche en que lo vio agitarlo, ella reconoció enseguida la música. Y comprendió.
Habían sido las grandes arañas de cristal del restaurante Drei Husaren las que habían tocado para ellos. Un hermoso tañer como de campanas mientras ellos se mecían al ritmo de las sacudidas de la tierra y Urías entraba en la cocina y salía con una fuente de
Salzburger Nockerl
y tres botellas de Heuriger de la bodega, donde encontró a uno de los camareros sentado en un rincón con una botella en la mano. El hombre no hizo nada por detener a Urías, sino que, al contrario, asintió animándolo cuando él le mostró las botellas que había elegido.
Después, dejó sus cuarenta chelines bajo el candelabro y ambos salieron a la cálida noche de junio.
En Weihburgasse reinaba el más completo silencio, pero el aire estaba cargado del olor a humo, polvo y tierra.
—Demos un paseo —propuso Urías.
Sin que ninguno de los dos hiciese el menor comentario sobre hacia dónde irían, giraron a la derecha por la calle Kärntner y, de pronto, se vieron en una plaza de San Esteban totalmente desolada.
—¡Dios santo! —exclamó Urías.
La enorme catedral que tenían ante sí se alzaba imponente en la madrugada.
—¿Es la catedral de San Esteban? —preguntó atónito,
—Sí.
Helena miró hacia arriba y siguió con la vista la
Südturm,
la altísima aguja que se elevaba alta hacia un cielo donde empezaban a brillar las primeras estrellas.
Lo siguiente que recordaba Helena era la imagen de ellos dos dentro de la catedral, las caras pálidas de la gente que había buscado refugio allí, el sonido del llanto de los niños y de la música del órgano. Avanzaron hacia el altar, cogidos del brazo, ¿o tal vez también fuese aquello un sueño? ¿No había sucedido aquello, no la había abrazado y le había dicho de repente que ella tenía que ser suya, y que ella le había susurrado que «sí, sí, sí», mientras la gran nave de la iglesia se adueñaba de sus palabras y las elevaba hacia la amplia cúpula, hacia la imagen de la paloma y el crucificado, y que allí esas palabras se repetían una y otra vez hasta que parecía que tenían que ser ciertas? Hubiese ocurrido o no, aquellas palabras fueron más ciertas que las que había estado meditando desde su conversación con André Brockhard:
—No puedo irme contigo.
Eso también lo dijo, pero ¿cuándo? ¿dónde?
Ella se lo había dicho a su madre aquella misma tarde, que no se marcharía; pero no llegó a explicarle la razón. La mujer había intentado consolarla, pero Helena no soportaba su voz, su tono chillón y autosuficiente, y se encerró en el dormitorio. Entonces llegó Urías, llamó a la puerta y ella decidió dejar de pensar, abandonarse sin temor, sin imaginar nada más que un abismo infinito. Puede que él se hubiese percatado de ello en cuanto ella le abrió la puerta, tal vez hubiesen alcanzado un acuerdo tácito allí mismo, en el umbral, un acuerdo según el cual vivirían el resto de sus vidas de las horas que les quedaban hasta que partiese el tren.
—No puedo irme contigo.
El nombre de André Brockhard le había dejado un sabor a hiél en la lengua. Ella lo escupió. También le contó todo lo demás: el documento del aval, el riesgo que corría su madre de quedarse en la calle, la imposibilidad de su padre de volver a una vida decente, Beatrice, que no tenía ninguna familia a la que acudir. Sí, lo dijo todo, pero ¿cuándo? ¿Se lo había dicho allí, en la catedral? ¿O después, cuando recorrieron las calles hasta llegar a Filharmonikerstrasse, cuyas aceras aparecían cubiertas de cascotes y de vidrios rotos?
Las llamas rojizas que salían por las ventanas del viejo edificio de la pastelería les iluminaron el camino cuando entraron corriendo en la suntuosa recepción del hotel, ahora desierto y sumido en la oscuridad. Encendieron una cerilla, tomaron una llave cualquiera de las que colgaban en la pared y subieron a toda prisa las escaleras, cuya moqueta era tan gruesa que amortiguaba el menor ruido, y pudieron avanzar como espectros revoloteando por los pasillos en busca de la habitación 342. Una vez allí, fueron arrancándose la ropa abrazados, como si estuviese también en llamas, y luego, cuando el aliento de él le quemaba la piel, ella lo arañó hasta que brotó la sangre para, después, besarle las heridas. Helena repitió sus palabras hasta que empezaron a sonar como un conjuro: «No puedo irme contigo».
Cuando volvió a sonar la alarma, anunciando que el bombardeo había terminado por esta vez, vio que estaban abrazados sobre las sábanas ensangrentadas y no podía dejar de llorar.
Después, todo se confundió en un torbellino de cuerpos, sueño y ensoñaciones. No sabía cuándo habían estado haciendo el amor de verdad y cuándo había sido un sueño. La despertó a media noche el ruido de la lluvia y la intuición instintiva de que él se había marchado; se dirigió a la ventana y contempló la calle, que la lluvia limpiaba de los restos de tierra y cenizas.
El agua corría por las aceras y un paraguas abierto y sin dueño planeaba en dirección al Danubio. Volvió a la cama y se tumbó de nuevo. Cuando despertó, ya era de día, las calles estaban secas y él estaba a su lado conteniendo la respiración. Helena miró el reloj que había sobre la mesilla de noche. Aún faltaban dos horas para que saliera el tren. Le acarició la frente.
—¿Por qué no respiras? —le susurró.
—Acabo de despertar. Tú tampoco respiras.
Ella se acurrucó muy cerca de su cuerpo desnudo pero cálido y sudoroso.
—Entonces, estaremos muertos.
—Sí —contestó él.
—Antes no estabas.
—Así es.
Lo sintió estremecerse.
—Pero ya has vuelto —constató Helena.
MUELLE DE CONTENEDORES DE BJØRVIKA
29 de Febrero de 2000
Harry aparcó a un lado de un barracón prefabricado Moelven, en el único lugar en pendiente que encontró en la zona casi totalmente plana del muelle de Bjørvika. Una repentina subida de la temperatura había derretido la nieve, el sol brillaba y, simplemente, hacía un día precioso. Fue caminando entre los contenedores apilados unos sobre otros como piezas de lego gigantes que, expuestas al sol, proyectaban grandes sombras recortadas sobre el asfalto. Las letras y los signos escritos sobre ellos indicaban que procedían de tierras remotas como Taiwan, Buenos Aires y Ciudad del Cabo. Harry cerró los ojos, de pie al borde del muelle, y se imaginó en esos lugares mientras inspiraba la mezcla de agua salada, diesel y brea calentada por el sol. Justo cuando volvió a abrirlos, el barco danés entró en su campo de visión. Parecía un gran frigorífico. Un frigorífico que transportase a las mismas personas de un lado a otro, en un tránsito de absurdo pasatiempo.
Sabía que era demasiado tarde para encontrar el rastro del encuentro entre Hochner y Urías, ni siquiera era seguro que se hubiese producido en aquel muelle de contenedores. Podían haberse visto en Filipstad. Sin embargo, él había acudido allí con la esperanza de que el lugar le dijese algo, de que le diese el empujón que su fantasía necesitaba.
Le dio una patada a un neumático que sobresalía del borde del muelle. Tal vez debería haberse comprado un barco, para poder llevar de paseo en verano a su padre y a Søs.
Su padre necesitaba salir, aquel hombre tan sociable se había convertido en un ser solitario desde la muerte de su madre hacía ya ocho años. Y Søs no se desenvolvía bien sola, aunque resultase fácil olvidar que tenía síndrome de Down.