Petirrojo (23 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Petirrojo
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—¡Janjic! —gritó Brockhard a un mozo de cabello negro que, ante el muro soleado, lustraba la montura—. Saca a
Venezia.

El mozo entró en los establos mientras Brockhard esperaba dándose ligeros golpes con la fusta en la rodilla al tiempo que subía y bajaba los talones. Helena echó una ojeada al reloj.

—Me temo que no podré quedarme mucho tiempo,
Herr
Brockhard. Mi guardia…

—No, claro, lo comprendo. Bien, vayamos al grano.

Desde los establos oyeron los relinchos iracundos y el pataleo del caballo contra el suelo de madera.

—Resulta que tu padre y yo hicimos algunos negocios juntos. Antes de la quiebra, claro está.

—Lo sé.

—Ya. Y sabrás también que tu padre tenía muchas deudas. Fue una causa indirecta de que pasara lo que pasó. Quiero decir que esa lamentable… —se detuvo buscando el término adecuado, hasta que lo encontró—… afinidad con los prestamistas judíos resultó muy perjudicial para él.

—¿Se refiere usted a Joseph Bernstein?

—Ya no recuerdo los nombres de aquellas personas.

—Pues debería: estaba entre sus invitados a la cena de Navidad.

—¿Joseph Bernstein? —André Brockhard rió, pero su risa no se reflejó en sus ojos—. Debe de hacer ya muchos años.

—La Navidad de 1938. Antes de la guerra.

Brockhard asintió y miró con impaciencia hacia la puerta del establo.

—Tienes buena memoria, Helena. Eso está bien. Christopher debe estar con alguien que tenga buena cabeza. Puesto que él pierde la suya de vez en cuando. Por lo demás, es un buen chico, ya lo verás.

Helena sintió que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Allí estaba pasando algo. El señor Brockhard le hablaba como a su futura nuera. Pero, en lugar de invadirle el miedo, fue la cólera lo que se impuso. Cuando volvió a tomar la palabra, ella pretendía hacerlo con voz amable, pero la furia se había adherido a su cuello como una soga, otorgándole un tono duro y metálico:

—No quisiera que hubiera malentendidos,
Herr
Brockhard.

Brockhard debió de notar el timbre de su voz, pues no quedaba ya, cuando le contestó, ni rastro del gesto cálido con que la había acogido al principio.

—En tal caso, hemos de aclarar esos malentendidos. Quiero que veas esto.

Sacó un documento que tenía en el bolsillo de la chaqueta roja, lo desdobló y se lo dio a leer.

«Bürgschaft»,
se leía en el encabezado del documento, que parecía un contrato. Helena ojeó el escrito sin comprender la mayoría de lo que allí se decía, salvo que mencionaba la casa de Wienerwald y que los nombres de su padre y de André Brockhard figuraban bajo sus respectivas firmas. La joven lo miró inquisitiva.

—Parece un aval —dijo al fin.

—Es un aval —confirmó él—. Cuando tu padre comprendió que los créditos de los judíos iban a ser anulados y, por tanto, también los suyos, acudió a mí para pedirme que le avalase un crédito considerable para la refinanciación en Alemania. Algo a lo que yo, por desgracia, no tuve la suficiente entereza de negarme. Tu padre era un hombre orgulloso y, para que el aval no pareciese pura beneficencia, insistió en que la casa en la que tú y tu madre vivís ahora sirviese de garantía.

—¿Por qué del aval y no del préstamo?

Brockhard la miró sorprendido.

—Buena pregunta. La respuesta es que el valor de la casa no era suficiente para cubrir el crédito que necesitaba tu padre.

—Pero la firma de André Brockhard sí era suficiente, ¿no?

El hombre sonrió y se pasó una mano por la nuca, robusta como la de un toro y cubierta de sudor por el calor del sol.

—Bueno, tengo alguna que otra propiedad en Viena.

Aquello era quedarse corto, cuando menos. Todos sabían que André Brockhard tenía grandes paquetes de acciones en las dos principales compañías industriales austríacas. Después de la
Anschluss,
la ocupación de Hitler en 1938, las compañías habían sustituido la producción de herramientas y maquinaria por la de armamento para las fuerzas del Eje, y Brockhard se había hecho multimillonario. Ahora, Helena acababa de enterarse de que también era propietario de la casa en la que ella vivía. Y sintió un nudo en el estómago.

—Pero no te preocupes, querida Helena —la animó Brockhard recuperando su tono cálido del principio—. No tengo intención de arrebatarle a tu madre la casa, como comprenderás.

El nudo que Helena tenía en el estómago seguía creciendo, pues comprendió que habría podido añadir: «ni tampoco pienso arrebatársela a mi futura nuera».


¡Venezia!
—exclamó Brockhard.

Helena se volvió hacia la puerta del establo por donde el mozo salía de entre las sombras guiando un caballo de un intenso color blanco. Aunque por su mente cruzaba un torbellino de ideas, aquella visión la hizo olvidarlo todo por un instante. Era el caballo más hermoso que había visto en su vida, como si tuviese ante sí una creación sobrenatural.

—Un lipizzano —explicó Brockhard—. La raza mejor amaestrada del mundo. Importada de España en 1562 por Maximiliano II. Naturalmente, tú y tu madre habréis visto sus exhibiciones en el pueblo, en la Escuela Española de Equitación de Viena.

—Naturalmente.

—Es como un espectáculo de ballet, ¿verdad?

Helena asintió, sin poder apartar la vista del animal.

—Tienen vacaciones de verano hasta finales de agosto aquí en el parque. Por desgracia, nadie salvo los jinetes de la Escuela Española pueden montarlos. Un jinete inexperto podría hacerlos adquirir malas costumbres y echar por tierra años de entrenamiento.

El caballo estaba ensillado. Brockhard tomó las riendas y el mozo se hizo a un lado. El animal estaba totalmente inmóvil.

—Hay quien dice que es una crueldad enseñar a los caballos a danzar, que el animal sufre al tener que hacer cosas que van contra su naturaleza. Pero quienes así piensan, no han visto entrenar a estos caballos. Yo, en cambio, sí los he visto. Y, créeme, les encanta. ¿Sabes por qué?

Calló un instante durante el cual acarició el hocico del animal.

—Porque obedece al orden de la naturaleza. Dios, en su sabiduría, ha organizado el mundo de modo que las criaturas inferiores sean más felices cuando pueden servir y obedecer a las superiores. No hay más que observar la relación entre niños y adultos. O entre hombre y mujer. Incluso en los llamados países democráticos, los débiles ceden voluntariamente el poder a la élite, más fuerte e inteligente que ellos mismos. Así son las cosas. Y, puesto que todos somos criaturas de Dios, es responsabilidad de todo ser superior procurar que los inferiores se sometan.

—¿Para que puedan ser felices?

—Exacto, Helena. Eres muy inteligente, para ser una… mujer tan joven.

Helena no habría sabido decir en cuál de las dos últimas palabras había puesto más énfasis.

—Es importante saber cuál es nuestro lugar, tanto para unos como para otros. Si oponemos resistencia, nunca seremos felices a la larga.

Palmeó el cuello de
Venezia
mientras contemplaba los grandes ojos castaños del animal.

—Tú no eres de los que oponen resistencia, ¿verdad?

Helena sabía que era a ella a quien dirigía la pregunta, y cerró los ojos al tiempo que intentaba respirar hondo, con ritmo pausado. Comprendía que lo que dijese en aquel momento podía resultar decisivo para el resto de su vida, que no podía permitirse ceder a la ira del momento.

—¿Verdad?

De repente,
Venezia
relinchó y cabeceó hacia un lado, de modo que Brockhard resbaló sobre la gravilla, perdió el equilibrio y quedó suspendido de las riendas bajo el cuello del caballo. El mozo acudió corriendo pero, antes de que llegase, Brockhard ya había conseguido ponerse de pie, con el rostro enrojecido y sudoroso por el esfuerzo, y despachó airado al muchacho. Helena no pudo contener una sonrisa que, probablemente, no le pasó desapercibida a Brockhard. El hombre alzó la fusta contra el caballo, pero se contuvo y la bajó de nuevo. Pronunció en silencio, con sus labios en forma de corazón, un par de palabras que divirtieron aún más a Helena. Y entonces se acercó hasta ella, con la mano solícita de nuevo en su espalda:

—Bien, ya hemos visto bastante y tienes un trabajo que atender, Helena. Permíteme que te acompañe hasta el coche.

Se detuvieron junto a la escalera mientras el chófer se sentaba al volante para conducir el vehículo hasta donde ellos estaban.

—Espero y cuento con que te veremos por aquí muy pronto, Helena —le dijo al tiempo que le estrechaba la mano—. Por cierto que mi esposa me pidió que te diese saludos para tu madre. Creo incluso que dijo que quería invitaros a cenar una noche de éstas. No recuerdo cuándo dijo, pero ya os avisará.

Helena aguardó a que el chófer le hubiese abierto la puerta, antes de preguntar:

—¿Sabe usted por qué el caballo amaestrado estuvo a punto de derribarlo,
Herr
Brockhard? —La joven vio cómo la calidez de sus ojos volvía a enfriarse—. Porque lo miró directamente a los ojos,
Herr
Brockhard. Los caballos interpretan la mirada directa como un desafío, como un indicio de que no se los respeta, ni se respeta su rango en la manada. Puesto que no soporta la mirada directa, puede reaccionar rebelándose, por ejemplo. Y sin respeto, tampoco se dejan amaestrar, con independencia de cuan superior sea su especie,
Herr
Brockhard. Cualquier domador de animales puede decírselo, señor. Hay especies para las que resulta intolerable que no se las respete. En el altiplano de Argentina hay una especie de caballo salvaje que se arroja por el precipicio más cercano antes de consentir que la monte un ser humano. Adiós,
Herr
Brockhard.

Helena volvió a sentarse en el asiento trasero del Mercedes y respiró temblorosa cuando la puerta del coche se cerró suavemente. Mientras recorrían el paseo del parque Lamzer, cerró los ojos y recreó la figura petrificada de André Brockhard perdiéndose a sus espaldas, en la polvareda.

Capítulo 34

VIENA

28 de Junio de 1944

—Buenas noches,
meine Herrschaften
.
17

El pequeño y escuálido
maître
hizo una profunda reverencia mientras Helena pellizcaba en el brazo a Urías, que no pudo evitar reírse. No habían dejado de reír en todo el camino desde el hospital, a causa del caos que habían originado. En efecto, al comprobar que Urías era un pésimo conductor, Helena le exigió que detuviese el coche cada vez que se encontrasen con otro vehículo en la angosta carretera hacia Hauptstrasse.

Pero, en lugar de seguir su sugerencia, Urías se puso a tocar la bocina, con lo que los coches con que se iban cruzando se apartaban a un lado de la carretera, cuando no se detenían totalmente. Por suerte, no eran muchos los vehículos que aún circulaban por Viena, así que lograron llegar sanos y salvos a Weihburggasse, en el centro, antes de las siete y media.

El camarero miró fugazmente el uniforme de Urías antes de comprobar el libro de reservas, con el entrecejo fruncido. Helena leía por encima de su hombro. La música de la orquesta apenas se superponía al bullicio de la conversación y las risas que se alzaban bajo las arañas de cristal suspendidas de las arcadas de los techos dorados sustentadas por blancas columnas corintias.

«Así que éste es el restaurante Drei Husaren», se dijo satisfecha. Era como si los tres peldaños de la entrada los hubiesen trasladado como por encanto de una ciudad en guerra a un mundo en que las bombas y demás contratiempos careciesen de importancia. Se decía que Richard Strauss y Arnold Schönberg habían sido clientes habituales de aquel establecimiento, puesto que aquél era el lugar donde se reunían los vieneses adinerados, cultos y tolerantes. Tan tolerantes que a su padre nunca se le había ocurrido llevar allí a la familia.

El encargado carraspeó. Helena notó que los galones de cabo de Urías no lo habían impresionado, aunque puede que sí lo hiciese el extraño nombre extranjero que tenía anotado en el libro de reservas.

—Su mesa está lista. Por aquí, si son tan amables —dijo el hombre al tiempo que tomaba dos cartas, les dedicaba una sonrisa insulsa y se adelantaba por el local, que estaba totalmente lleno.

—Señores —dijo el encargado indicándoles el lugar.

Urías miró a Helena con una sonrisa resignada. Les habían dado una mesa aún por preparar, situada junto a la puerta giratoria de la cocina.

—Su camarero vendrá enseguida —dijo el
maître
antes de esfumarse.

Helena miró a su alrededor y se echó a reír:

—¡Mira! —exclamó—. Ésa era nuestra mesa.

Urías volvió a mirar. Y, en efecto: ante el escenario de la orquesta, un camarero se afanaba en recoger una mesa para dos que tenían preparada.

—Lo siento —se lamentó Urías—. Se me escapó poner el grado de «mayor» delante de mi nombre cuando llamé para reservar. Supongo que confié en que tu belleza compensaría mi falta de galones de oficial.

Ella le tomó la mano y, en ese preciso momento, la orquesta comenzó a entonar un
csardas.

—Tocan para nosotros —dijo Urías.

—Es posible —dijo ella bajando la vista—. Y si no, no importa. La música que estás escuchando es música de gitanos. Es hermosa cuando son los gitanos quienes la interpretan. Pero ¿tú ves alguno por aquí?

Él movió la cabeza, pero sin apartar la vista de ella, estudiando su rostro como si fuese importante grabar en su retina cada rasgo, cada pliegue de su piel, cada cabello.

—Han desaparecido todos. Y los judíos también. ¿Tú crees que son ciertos los rumores?

—¿Qué rumores?

—Sobre los campos de concentración.

Él se encogió de hombros.

—En tiempos de guerra, circulan todo tipo de rumores. Yo, por mi parte, me sentiría bastante seguro como prisionero de Hitler.

La orquesta empezó a entonar una pieza a tres voces en una lengua extranjera, y algunos de los huéspedes corearon la canción.

—¿Qué es eso? —preguntó Urías.

—Un
Verbunkos
—aclaró Helena—. Una especie de canción militar, igual que la canción noruega que me cantaste en el tren. Los compusieron para reclutar jóvenes húngaros para las guerras de los Rákóczi. ¿De qué te ríes?

—De todas las cosas raras que sabes. ¿Entiendes lo que cantan?

—Un poco. ¡Deja de reír! —le recriminó ella con una sonrisa—. Beatrice es húngara y ella solía cantarme, así que aprendí alguna que otra palabra en húngaro. Trata de héroes olvidados y de ideales y cosas así.

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