—Desde luego, se lleva usted un traje que le durará toda la vida.
La risa que provocó el comentario siguió resonando en los oídos de la joven mucho después de que el anciano se hubiese marchado.
HOLMENKOLLÅSEN
3 de Marzo de 2000
En la calle Holmenkollveien de Besserud, Harry encontró el número que buscaba y que correspondía a una gran casa pintada de marrón que surgía a la sombra de unos abetos gigantescos. Un camino de grava conducía hasta la casa y Harry lo siguió con el coche hasta llegar a la explanada, donde dio la vuelta completa con el fin de aparcar cuesta abajo para salir pero, cuando redujo a primera, el coche empezó a toser bruscamente y dejó de respirar. Harry lanzó una maldición e hizo girar la llave de encendido, pero el motor sólo respondió con un quejido.
Salió del coche y se encaminó a la casa cuando una mujer salía por la puerta. Al parecer, no lo había oído llegar y, al verlo, se detuvo en la escalinata con una sonrisa inquisitiva.
—Buenos días —dijo Harry señalando el coche—. No está del todo sano. Necesita… medicina.
—¿Medicina? —preguntó la mujer con voz cálida y profunda.
—Sí, me temo que ha pillado esa gripe que hay ahora.
La mujer sonrió aún más. Tendría unos treinta años y llevaba un abrigo negro sencillo y elegante de esos que, según Harry intuyó, eran muy caros.
—Iba a salir —dijo la mujer—. ¿Venías aquí?
—Eso creo. ¿Vive aquí Sindre Fauke?
—Casi —respondió ella—. Pero llegas con varios meses de retraso. Mi padre se ha trasladado a vivir a la ciudad.
Harry se había acercado ya lo suficiente como para comprobar que era guapa. Y había algo en su modo relajado de expresarse, en su forma de mirarlo a los ojos, que le indicaba que era, además, una persona segura de sí misma. Una mujer profesionalmente activa, adivinó. Algún trabajo que exija un cerebro frío y racional. En el mundo inmobiliario, como subdirectora de banco, en la política o algo por el estilo. En cualquier caso, con buena posición económica, de eso estaba bastante seguro. No sólo por el abrigo y por las proporciones colosales de la casa de la que acababa de salir, sino por su porte y por sus pómulos salientes y aristocráticos. Bajó los peldaños colocando los pies uno tras otro, como si estuviese haciendo equilibrio sobre una cuerda, con ligereza. «Clases de ballet», pensó Harry.
—¿Qué puedo hacer por ti?
La pronunciación de las consonantes era definida, el tono de su voz, con énfasis en la primera persona, era tan marcado que parecía teatral.
—Soy de la policía —dijo él al tiempo que buscaba en sus bolsillos la identificación.
Pero ella le hizo una seña, acompañada de una sonrisa, indicándole que no era necesario.
—Me gustaría hablar con tu padre.
Harry notó irritado que empezaba a hablar con más solemnidad de la que solía.
—¿Por qué?
—Estamos buscando a alguien y espero que tu padre pueda ayudarnos a encontrarlo.
—¿A quién buscan?
—Me temo que ése es un dato que no puedo revelar.
—De acuerdo —asintió la joven, como si lo hubiese estado sometiendo a una prueba que Harry pareció superar.
—Pero, por lo que me has dicho, ya no vive aquí… —dijo Harry haciéndose sombra con la mano.
Las manos de la mujer eran delicadas. «Clases de piano», pensó Harry. Y tenía arrugas en torno a los ojos, así que tal vez tuviese más de treinta, después de todo.
—Pues no, ya no vive aquí —confirmó la mujer—. Se ha mudado a Majorstuen; la dirección es calle Vibe 18. Si no lo encuentras allí, búscalo en la biblioteca de la universidad.
La biblioteca de la universidad. Pronunció aquellas palabras con total claridad, sin omitir una sola sílaba.
—Calle Vibe número 18. Entiendo.
—Muy bien.
—Sí.
Harry asintió y siguió asintiendo, como uno de esos perros que los conductores llevan en la bandeja del coche. Ella sonreía con los labios apretados y alzó las cejas como para indicar que eso era todo, que la reunión había terminado puesto que no había más preguntas.
—Entiendo —repitió Harry.
La mujer tenía las cejas oscuras y totalmente simétricas. «Depiladas, seguro —se dijo Harry—. Depiladas, aunque no se note.»
—Tengo que irme ya —dijo la mujer—. Voy a perder el tranvía…
—Entiendo —dijo Harry por tercera vez, sin hacer amago de marcharse.
—Espero que lo encuentren. A mí padre, quiero decir.
—Seguro que sí.
—Buenos días.
La mujer echó a andar. La gravilla crujía bajo sus tacones.
—Verás, tengo un pequeño problema… —explicó Harry.
—Muchas gracias —dijo Harry.
—No hay de qué —contestó ella—. ¿Seguro que no es demasiado rodeo para ti?
—Desde luego que no. Como te dije, yo también iba en esa dirección —aseguró Harry mirando preocupado los finos y sin duda carísimos guantes de piel que se habían ensuciado con el barro de la parte trasera del Escort.
—La cuestión es si este coche aguantará hasta allí —le advirtió Harry.
—Sí, parece haber pasado muchas penalidades —convino ella, señalando el agujero que había bajo el salpicadero, donde un montón de cables de color rojo y amarillo sobresalía del lugar en que tendría que haber estado la radio.
—Me robaron —explicó Harry—. Por eso tampoco puedo cerrar la puerta, porque también dañaron la cerradura.
—¿Así que ahora puede entrar cualquiera?
—Pues sí, es lo que ocurre cuando ya se es lo bastante viejo.
Ella rió.
—¿Ah, sí?
Volvió a observarla fugazmente. Tal vez fuese una de esas mujeres cuyo aspecto no cambia con la edad, de las que aparentan treinta desde los veinte hasta los cincuenta. Le gustaba su perfil, la delicadeza de sus líneas. Su piel tenía un tono cálido y natural en lugar de ese moreno sin brillo que las mujeres de su edad solían adquirir en el solarium en el mes de febrero. Se había desabotonado el abrigo, de modo que ahora podía ver su cuello, largo y delgado. Miró sus manos, que reposaban en su regazo.
—Está en rojo —le advirtió ella con calma.
Harry dio un frenazo.
—Lo siento —se disculpó.
¿Qué estaba haciendo? ¿Mirarle las manos para ver si llevaba alianza? ¡Por Dios santo!
Miró a su alrededor y, de repente, se dio cuenta de dónde estaban.
—¿Algún problema? —preguntó ella.
—No, qué va —respondió Harry. El semáforo cambió a verde y pisó el acelerador—. Es sólo que no tengo muy buenos recuerdos de este lugar.
—Yo tampoco —aseguró la mujer—. Hace unos años pasé por aquí en tren justo después de que un coche de la policía, que atravesó las vías del ferrocarril, se estrellase contra aquel muro de allí —dijo señalando el lugar—. Fue horrible. Uno de los agentes seguía colgado del poste de la valla, como un crucificado. Pasé varias noches sin poder conciliar el sueño, después de aquello. Decían que el policía que iba al volante estaba borracho.
—¿Quién dijo tal cosa?
—Un compañero de estudios. De la Escuela Superior de Policía.
Pasaron la estación de Frøen. La de Vindern ya había quedado atrás; muy atrás, pensó Harry.
—¿Así que estudiaste en la Escuela Superior de Policía? —le preguntó.
—¡No! ¿Estás loco? —volvió a reír la mujer. A Harry le gustaba su risa—. Estudié derecho en la universidad.
—Yo también —afirmó Harry—. ¿Cuándo?
«Qué astuto eres, Hole», se felicitó.
—Terminé en el noventa y dos.
Harry sumaba y restaba años… Es decir, por lo menos, treinta.
—¿Y tú?
—En el noventa —contestó Harry.
—Entonces, recordarás el concierto de Raga Rockers en el festival Justivalen del ochenta y ocho, ¿no?
—Por supuesto. Estuve allí. En los jardines.
—¡Yo también! ¿No fue fantástico? —dijo ella con una mirada de entusiasmo.
«¿Dónde? —se preguntó Harry—. ¿Dónde estabas?»
—Sí, estuvo bien.
Harry no recordaba gran cosa del concierto, pero de repente se acordó de todas aquellas niñas bien tan simpáticas que solían aparecer cada vez que tocaba Raga.
—Pero, si tú y yo estudiamos más o menos al mismo tiempo, seguro que tenemos amigos comunes, ¿no?
—Lo dudo. Yo era policía entonces y no solía andar mucho en el ambiente estudiantil.
Atravesaron en silencio la calle Industrigata.
—Puedes dejarme aquí —dijo ella.
—¿Es aquí a donde vas?
—Sí, aquí está bien.
Giró para acercarse a la acera y ella se volvió hacia él. Un fino mechón de su cabello le caía sobre el rostro. Su mirada era dulce y valiente a un tiempo. Ojos castaños. De repente, de la forma más inesperada, se le ocurrió una idea descabellada: quería besarla.
—Gracias —dijo ella con una sonrisa.
Tiró de la manivela para abrir la puerta. Pero no pasó nada.
—Lo siento —se disculpó Harry inclinándose hacia ella e inspirando su aroma—. La cerradura…
Le dio a la puerta un buen empujón hasta que se abrió. Se sintió como si hubiese bebido.
—Bueno, puede que nos veamos otra vez —dijo ella.
—Sí, puede.
Sintió deseos de preguntarle adónde iba, dónde trabajaba, si le gustaba su trabajo, qué otras cosas le gustaban, si tenía novio, si querría ir a un concierto aunque no fuese de Raga. Pero, por suerte, era demasiado tarde: ella ya dirigía sus pasos de bailarina por la acera de Sporveisgata.
Harry suspiró. Hacía media hora que la había conocido y ni siquiera sabía cómo se llamaba. Tal vez se hubiese adelantado a la crisis de los cincuenta.
Miró el espejo retrovisor e hizo un giro totalmente contrario al reglamento. La calle Vibe estaba allí al lado.
CALLE VIBE, MAJORSTUA
3 de Marzo de 2000
Cuando Harry llegó jadeante a la cuarta planta, un hombre lo esperaba en el umbral de la puerta con una amplia sonrisa.
—Siento que haya tantos escalones —dijo al tiempo que le estrechaba la mano y se presentaba—. Sindre Fauke.
Sus ojos conservaban la juventud, pero el rostro parecía haber sufrido dos guerras mundiales. Como mínimo. Tenía peinado hacia atrás lo que quedaba de su cabello cano y, bajo el jersey de montaña, llevaba una camisa roja de leñador. Su apretón de manos fue firme y acogedor.
—Acabo de preparar café —le dijo—. Y ya sé lo que quieres.
Entraron en la sala de estar, que estaba decorada como un lugar de trabajo, con un escritorio en el que había un ordenador. Los papeles se apilaban por todas partes y los libros y periódicos se amontonaban cubriendo las mesas y el suelo, a lo largo de las paredes.
—Aún no he terminado de ordenar esto —le explicó a Harry al tiempo que le despejaba un sitio en el sofá.
Harry miró a su alrededor. No había ningún cuadro, tan sólo un almanaque de los supermercados RIMI, con fotografías de Nordmarka.
—Estoy trabajando en un proyecto bastante importante del que, espero, saldrá un libro. Una historia de la guerra.
—¿No hay nadie que haya escrito ya ese libro?
Fauke rió de buena gana.
—Sí, puede decirse que sí. Aunque aún no lo han hecho como es debido. Y éste, en concreto, trata de mi guerra.
—Ah, muy bien. ¿Por qué lo haces?
Fauke se encogió de hombros.
—Aun a riesgo de sonar pretencioso, te diré que quienes estuvimos allí, tenemos la responsabilidad de transmitir nuestras experiencias a la posteridad antes de dejar este mundo. O al menos, así lo veo yo.
Fauke se fue a la cocina y le gritó desde allí:
—Even Juul me llamó y me avisó de que recibiría una visita. El Centro Nacional de Inteligencia, si no recuerdo mal.
—Sí. Pero Juul me dijo que vivías en Holmenkollen.
—Even y yo no tenemos demasiado contacto y, como el traslado es sólo temporal, hasta que termine el libro, he mantenido el número de teléfono.
—En fin. Fui a la otra casa y allí conocí a tu hija. Ella me dio esta dirección.
—¿De modo que estaba en casa? Bueno, tendrá algunos días libres.
«¿En qué trabajo los ha pedido?», estuvo a punto de preguntar Harry cuando cayó en la cuenta de que sonaría un tanto extraño.
Fauke volvió con una gran cafetera humeante y un par de tazas.
—¿Solo? —preguntó mientras colocaba las tazas sobre la mesa.
—Sí, gracias.
—Mejor, porque no hay otra posibilidad —dijo el hombre riendo de tal modo que estuvo a punto de derramar el café mientras lo servía.
A Harry le resultaba sorprendente lo poco que Fauke se parecía a su hija. No tenía ni sus modales exquisitos al hablar o al comportarse ni tampoco ninguno de sus rasgos y sus tonos oscuros. Tan sólo se parecían en la frente. Amplia y despejada, con una gruesa vena roja que la atravesaba de un lado a otro.
—Tienes una casa muy grande —comentó.
—Bueno, un montón de mantenimiento y de trabajo para quitar la nieve —respondió Fauke antes de dar un sorbo a su café y chasquear la lengua satisfecho—. Oscura y triste, y lejos de todo. No soporto Holmenkollåsen. Además, allí sólo vive gente esnob. No es para un campesino como yo.
—¿Y por qué no la vendes?
—Porque a mi hija le gusta. Ella se ha criado allí. Pero tú querías hablar de Sennheim, ¿no?
—¿Tu hija vive allí sola?
Harry tenía que haberse mordido la lengua. Fauke tomó otro sorbo de café, lo mantuvo en la boca largo rato.
—Vive con un chico. Oleg.
Su mirada se tornó de pronto ausente y había dejado de sonreír.
Harry sacó rápidamente un par de conclusiones. Demasiado rápido quizá, pero, o mucho se equivocaba, o el tal Oleg era una de las razones de que Sindre Fauke viviese ahora en Majorstua. En cualquier caso, ya se había enterado, aquella mujer tenía pareja y, por tanto, no debía pensar más en ella. En realidad, tanto mejor.
—Lo cierto es, Fauke, que no puedo darte muchos detalles. Como comprenderás, estamos trabajando…
—Lo comprendo.
—Bien. Me gustaría que me hablases de los noruegos que estuvieron en Sennheim.
—¡Uf! Eramos muchos, ¿sabes?
—Ya, bueno, de los que aún viven.
Fauke sonrió.
—No quisiera sonar macabro, pero eso facilita mucho las cosas. En el frente oriental, caíamos como moscas. Por término medio, al año moría un sesenta por ciento de mi pelotón.
—¡Caramba! El mismo porcentaje de mortalidad que el acentor común…
—¿Cómo?