—¿Y qué me dices de Gudbrand Johansen? ¿Lo recuerdas?
—Por supuesto que sí. Él me salvó la vida al final. Él…
Mosken se mordió el labio inferior. Como si hubiese hablado más de lo debido, pensó Harry.
—¿Qué pasó con él?
—¿Con Gudbrand? Que me aspen si lo sé. Aquella granada… En la trinchera estábamos Gudbrand, Hallgrim Dale y yo cuando apareció rodando por el hielo y fue a dar en el casco de Dale. Lo único que recuerdo es que, cuando estalló, Gudbrand era el que estaba más cerca. Cuando desperté del coma, nadie supo decirme qué les había ocurrido a Gudbrand ni a Dale.
—¿Qué quieres decir? ¿Habían desaparecido?
Mosken volvió la vista hacia la ventana.
—Aquello ocurrió el mismo día en que los rusos emprendieron en serio su ofensiva; la situación era, cuando menos, caótica. La trinchera en cuestión había caído ya hacía tiempo en manos rusas cuando yo desperté, y el regimiento se había desplazado a otro lugar. Si Gudbrand hubiese sobrevivido, lo más probable es que hubiese ido a parar al hospital del regimiento de Nordland, en la región norte. Y lo mismo habría sido de Dale, si lo hubiesen herido. Yo creo que también debí de estar allí. Pero ya te digo, cuando desperté, me encontraba en otro lugar.
—Gudbrand Johansen no está en los registros del censo.
Mosken volvió a encogerse de hombros.
—Pues lo mataría aquella granada. Eso fue lo que supuse entonces.
—¿Y nunca has intentado localizarlo?
Mosken negó con la cabeza.
Harry miró a su alrededor en busca de algo que pudiese indicar que Mosken tenía café en casa, una cafetera, una taza. Sobre la chimenea se veía la foto de una mujer, enmarcada en un portarretratos dorado.
—¿Estás amargado por lo que te ocurrió a ti y a los demás combatientes del frente oriental después de la guerra?
—En lo que se refiere a las penas…, no. Soy realista. El juicio fue como fue por necesidades políticas. Yo había perdido una guerra. No me quejo.
De repente, Edvard Mosken se echó a reír como una urraca, sin que Harry comprendiese el porqué. Pero volvió a ponerse serio enseguida.
—Lo que más me dolió fue que me tachasen de traidor a la patria. Pero me consuela pensar que los que estuvimos allí sabemos que defendimos nuestra patria con la vida.
—Tus ideas políticas de entonces…
—¿Quieres saber si son las mismas de hoy?
Harry asintió y Mosken respondió con una sonrisa amarga, antes de añadir:
—La respuesta es bien sencilla, comisario. No. Entonces estaba equivocado. Así de simple.
—¿Y no has tenido después ningún contacto con entornos neo-nazis?
—¡Dios me libre! ¡No! En Hokksund hubo algunas reuniones hace un par de años. Uno de esos idiotas me llamó entonces para preguntarme si quería acudir y hablarles de la guerra. Creo que se hacían llamar "Blood and Honour". O algo así.
Mosken se inclinó sobre la mesa. En uno de los extremos había un montón de revistas cuidadosamente ordenadas y colocadas de forma que coincidían a la perfección con la esquina.
—¿Qué es lo que busca el CNI exactamente? ¿Localizar a los neo-nazis? Porque, en ese caso, habéis venido al lugar equivocado.
Harry no estaba muy seguro de cuánto quería revelar por el momento. Pero su respuesta fue bastante sincera:
—La verdad es que no sé bien qué buscamos.
—Sí, ése es el CNI que yo conozco.
Volvió a reír con su risa de urraca, estentórea y desagradable.
Harry llegaría después a la conclusión de que debía de ser la combinación de aquella risa y el hecho de que no le hubiese puesto un café lo que determinó que formulase la siguiente pregunta en los términos en que lo hizo:
—¿Cómo crees que han llevado tus hijos el hecho de tener un padre con un pasado nazi? ¿Crees que ha sido determinante para que Edvard Mosken hijo esté ahora en la cárcel condenado por tráfico de drogas?
Harry se arrepintió enseguida, en cuanto vio la rabia y el dolor aflorar a los ojos del viejo. Sabía que habría podido averiguar lo que quería sin asestarle un golpe tan bajo.
—¡Ese juicio fue una farsa! —masculló Mosken—. El abogado defensor de mi hijo es nieto del juez que me juzgó a mí después de la guerra. Se empeñan en castigar a mis hijos para ocultar su propia vergüenza por lo que hicieron durante la guerra. Yo…
Mosken se interrumpió de improviso. Harry aguardó una continuación que, no obstante, no se produjo. De repente y sin previo aviso, sintió que el perro que tenía en el estómago empezaba a ladrar… No había emitido el menor ruido desde hacía un buen rato. Ahora necesitaba un trago.
—¿Uno de los «santos de los últimos días»? —preguntó Harry.
Mosken se encogió de hombros otra vez. Harry intuyó que no podría sacarle más sobre el tema en esta ocasión.
Mosken miró el reloj.
—¿Tienes alguna cita? —quiso saber Harry.
—Pensaba darme una vuelta por la casa de campo.
—¿Ah, sí? ¿Está lejos?
—En Grenland. Necesito aprovechar las horas de luz antes del anochecer.
Harry se levantó. Ambos se detuvieron en el pasillo, como buscando alguna frase adecuada con la que despedirse, cuando a Harry se le ocurrió algo de pronto:
—Has dicho que te hirieron en Leningrado, el invierno de 1944, y que te llevaron a la enfermería del colegio de Sinsen a finales del verano. ¿Dónde estuviste entre tanto?
—¿A qué te refieres?
—Acabo de terminar de leer uno de los libros de Even Juul. Es historiador especializado en la guerra.
—Sé perfectamente quién es Even Juul —atajó Mosken con una sonrisa indescifrable.
—Según él, el regimiento Norge quedó disuelto en Krasnoje Selo en marzo de 1944. ¿Dónde estuviste desde el mes de marzo hasta que llegaste a Sinsen?
Mosken se quedó mirando a Harry un buen rato. Después, abrió la puerta y miró afuera.
—Casi cero grados —declaró al fin—. Conduce con cuidado.
Harry asintió. Mosken se estiró un poco, se hizo sombra con la mano y oteó el hipódromo vacío, cuyas pistas cubiertas de grava describían un óvalo gris sobre la nieve sucia.
—Me encontraba en lugares que una vez tuvieron nombre —respondió Mosken—. Pero que habían cambiado tanto que ya nadie los reconocía. En nuestros mapas no habían señalado más que las carreteras, los ríos, los lagos y los campos de minas, pero ningún nombre. Si te digo que estuve en Estonia, en un lugar llamado Parnu, puede que sea verdad, pero ni yo ni nadie lo sabe con certeza. Pasé la primavera y el verano de 1944 postrado en una camilla escuchando las ametralladoras y pensando en la muerte. No en dónde me encontraba.
Harry conducía despacio junto al río y se detuvo al ver el semáforo en rojo antes del puente. El segundo puente, el E18, parecía una prótesis dental de proporciones gigantescas a través del paisaje e impedía ver el fiordo de Drammen. De acuerdo, no todo estaba bien hecho en Drammen. Harry había decidido parar a tomar café en Børsen en el camino de vuelta, pero cambió de idea al recordar que sólo servían cerveza.
El semáforo se puso en verde y Harry aceleró.
Edvard Mosken había reaccionado con vehemencia a su pregunta acerca de su hijo. Harry resolvió que investigaría a fondo quién había sido el juez en el proceso contra Mosken. Mientras conducía, echó un último vistazo a Drammen en el retrovisor. Desde luego que había ciudades peores.
DESPACHO DE ELLEN
7 de Marzo de 2000
A Ellen no se le había ocurrido nada.
Harry se había pasado por su despacho y estaba ahora sentado en su vieja silla, que no dejaba de crujir. Habían contratado a un nuevo agente, un joven oficial de Steinkjer, que se incorporaría dentro de un mes.
—¿Qué te creías, que soy adivina? —preguntó al ver la decepción en el rostro de Harry—. Además, les he preguntado a los demás en la reunión de esta mañana, pero nadie había oído hablar de ningún Príncipe.
—¿Y qué tal con el Registro de Armas? Ellos deberían tener datos completos sobre los traficantes.
—¡Harry!
—¿Sí?
—Yo ya no trabajo para ti.
—¿Para mí?
—Bueno, pues contigo. Aunque yo tenía la sensación de que trabajaba para ti. Eres un bruto.
Harry se dio impulso con el pie e hizo girar la silla. Cuatro vueltas. Jamás había conseguido hacerla girar más de cuatro veces. Ellen alzó la vista al cielo, con resignación.
—De acuerdo. También llamé al Registro de Armas —admitió al fin—. Pero ellos tampoco habían oído hablar del Príncipe. ¿Por qué no te asignan un ayudante en el CNI?
—No es un caso prioritario. Meirik me permite dedicarme a ello, pero lo que quiere en realidad es que me dedique a averiguar qué están tramando los neonazis antes del
Eid
musulmán.
—Una de las frases que me diste era «entorno con fijación por las armas». La verdad es que no se me ocurre un ambiente más obsesionado por las armas que los ambientes neonazis. ¿Por qué no empezar por ahí? Matarías dos pájaros de un tiro.
—Sí, ya lo había pensado.
CAFÉ RYKTET, GRENSEN
7 de Marzo de 2000
Even Juul estaba en la escalinata cuando Harry aparcó el coche ante su casa.
Burre
estaba a su lado, tironeando de la cadena.
—¡Qué rapidez! —comentó Juul.
—Me puse en marcha en cuanto colgué el auricular —explicó Harry—.
¿Burre
viene con nosotros?
—No, sólo lo he sacado un poco, mientras esperaba. Entra,
Burre.
El perro miró a Juul con expresión suplicante.
—¡Venga! ¡Adentro!
Burre
dio un paso atrás y entró como una flecha en la casa. También Harry se sobresaltó ante el inesperado grito de Juul.
—Bien, podemos irnos —declaró Juul.
Harry atisbo un rostro tras la cortina de la cocina cuando se marchaban.
—Hay más claridad —dijo Harry.
—¿Ah, sí?
—Me refiero a los días. Son más largos.
Juul asintió sin responder.
—He estado pensando en una cosa —confesó Harry—. La familia de Sindre Fauke, ¿cómo murieron?
—Ya te lo dije. Él los mató.
—Sí, pero ¿cómo?
—De un tiro. En la cabeza.
—¿Los cuatro?
—Sí.
Por fin encontraron un aparcamiento en Grensen, desde el que se encaminaron al lugar que Juul había insistido en mostrarle a Harry cuando hablaron por teléfono.
—Así que esto es Ryktet —dijo Harry cuando entraron en el café apenas iluminado y casi desierto.
Tan sólo dos de las viejas mesas de fórmica estaban ocupadas. Harry y Juul pidieron café y se sentaron a una de las que había junto a la ventana. Dos hombres de edad avanzada que ocupaban una mesa en el interior del local interrumpieron su conversación para observarlos.
—Me recuerda a un café al que voy de vez en cuando —dijo Harry señalando hacia los dos ancianos.
—Son fieles creyentes —explicó Juul—. Viejos nazis y excombatientes que siguen pensando que ellos tenían razón. Aquí se desahogan de su amargura por la gran traición y critican al gobierno de Nygaards vold y el estado general de la situación. Eso hacen, claro, los que aún viven. Porque ya veo que van quedando menos.
—¿Siguen estando políticamente comprometidos?
—Desde luego que sí, siguen furiosos. Por la ayuda a los países en vías de desarrollo, por las reducciones del presupuesto de Defensa, por las mujeres sacerdotes, por las parejas de hecho de homosexuales, por nuestros nuevos compatriotas, de origen extranjero; todas esas cosas que seguro que te imaginas encienden a estos tipos. En el fondo, siguen siendo fascistas.
—¿Y tú crees que es posible que Urías sea asiduo de este local?
—Si lo que Urías pretende poner en práctica es algún tipo de acto de venganza contra la sociedad, aquí encontrará gente que piensa como él. Claro que hay otros lugares donde también se reúnen los excombatientes. Por ejemplo, todos los años celebran encuentros de camaradas aquí en Oslo, adonde acuden correligionarios de todo el país, soldados y otros que estuvieron en el frente oriental. Pero esos encuentros tienen un carácter muy distinto al ambiente de este agujero; son auténticos actos sociales en los que recuerdan a los caídos y está prohibido hablar de política. No, si yo estuviese buscando a un excombatiente con planes de venganza, empezaría por este lugar.
—¿Tu esposa ha asistido a alguno de esos, cómo los has llamado…, encuentros de camaradas?
Juul clavó en Harry una mirada inquisitiva antes de negar despacio con un gesto.
—Se me ha ocurrido de pronto —explicó Harry—. Pensé que tal vez ella tuviese algo que contarme.
—Pues no, no tiene nada que contarte —atajó Juul con acritud.
—Estupendo. ¿Existe alguna relación entre los neonazis y los que tú llamas fieles creyentes?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Me han dado un soplo. Parecer ser que Urías se sirvió de un intermediario para hacerse con el Märklin, alguien que se mueve en un ambiente obsesionado por las armas.
Juul volvió a negar con la cabeza.
—La mayoría de los excombatientes sentirían un gran disgusto si te oyesen llamarlos correligionarios de los neonazis. Aunque éstos abrigan un profundo respeto por los excombatientes, para ellos, representan el sueño más deseado: defender la patria y la raza empuñando las armas.
—De modo que si un excombatiente quisiera agenciarse un arma, podría contar con el apoyo de los neonazis, ¿no?
—Seguro que sería bien acogido, sí. Pero tendría que saber a quién dirigirse. Cualquiera no podría conseguirle un arma tan potente y avanzada como la que buscas. Por ejemplo, no hace mucho que la policía de Hønefoss hizo un registro en el garaje de unos neonazis y encontró un viejo Datsun oxidado, cargado de mazos de fabricación casera, jabalinas de madera y un par de hachas romas. La mayor parte de los pertenecientes a este círculo se encuentra, literalmente, en la Edad de Piedra.
—Entonces, ¿dónde debo empezar a buscar a una persona del entorno que tenga contactos con traficantes de armas internacionales?
—El círculo no es demasiado grande, ése no es el problema. Cierto que
Fritt Ord,
el diario nacionalista, asegura que en todo el país hay unos mil quinientos nacionalsocialistas y nacionaldemócratas; pero si llamas a Monitor, la organización no gubernamental que se encarga de mantener vigilados los entornos fascistas, te dirán que tan sólo un máximo de cincuenta están activos. No, el problema es que las personas con recursos, las que realmente mueven los hilos, no se ven. No se pasean por ahí con las botas y las esvásticas tatuadas en el antebrazo, por así decirlo. Son personas con una posición social que pueden utilizar para servir a la causa pero, para ello, tienen que mantenerse en la sombra.