Petirrojo (35 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Petirrojo
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Le llamó la atención la escasa distancia que, en las grandes ciudades, podía haber entre un barrio abarrotado de gente y otro totalmente desierto. De repente, lo único que se oía era el río y el chapoteo de sus botas en la nieve. Y, cuando se dio cuenta de que no eran sus pasos los únicos que oía, ya era demasiado tarde para arrepentirse de haber tomado el atajo. Ahora, además, empezaba a oír también otra respiración, pesada y jadeante. «Tiene miedo y está enfadado», pensó, y, en ese mismo instante, supo que su vida corría peligro. No se volvió a mirar, sino que echó a correr. Los pasos que resonaban a su espalda la seguían al mismo ritmo. Intentó correr con calma y con movimientos eficaces, no caer presa del pánico y cansarse. «No corras como una mujer», se dijo al tiempo que echaba mano del aerosol de gas que llevaba en el bolsillo del abrigo, pero los pasos se acercaban inexorables a su espalda. Pensó que sólo con que llegase al triángulo de luz del camino peatonal, estaría a salvo. Pero ella sabía que no era cierto. En efecto, justo bajo el haz de luz de la farola, la alcanzó en el hombro el primer golpe, que la derribó de lado sobre la montaña de nieve. El segundo le paralizó el brazo y el aerosol cayó rodando de su mano lastimada. El tercero le trituró la rótula, pero el dolor bloqueó su grito, que aún esperaba mudo en el fondo de su garganta bombeando la sangre en sus venas hinchadas bajo la piel, pálida por el frío invernal. Lo vio levantar el bate a la luz amarillenta de la farola, ahora lo reconocía: era el mismo hombre al que había visto ante la puerta del Fru Hagen. Sin olvidar su condición de policía, tomó nota de que llevaba una chaqueta corta de color verde, botas negras y una gorra de soldado también de color negro. El primer golpe que recibió en la cabeza le paralizó el nervio óptico y la envolvió en negras tinieblas.

«El cuarenta por ciento de los acentores comunes sobreviven —alcanzó a pensar—. Yo también acabaré sana y salva este invierno.»

Tanteó con los dedos sobre la nieve por ver si hallaba algo a lo que agarrarse. El segundo golpe la alcanzó cerca de la nuca.

«Ya falta poco para que termine —se dijo—. Pienso sobrevivir este invierno.»

Harry se detuvo ante la entrada de la casa de Rakel Fauke, en la calle Holmenkollveien. El claro resplandor de la luna le daba a su piel una apariencia irreal, cadavérica; incluso a la escasa luz del interior del coche se le veía el cansancio en los ojos.

—Bueno, pues ya está —dijo Rakel.

—Sí, ya está —repitió Harry.

—Me gustaría invitarte a entrar pero…

Harry se echó a reír.

—Supongo que Oleg no lo valoraría de forma positiva.

—Oleg lleva ya un buen rato durmiendo plácidamente, pensaba más bien en la canguro.

—¿La canguro?

—Sí, es la hija de un oficial del CNI. No me malinterpretes, pero no soporto ese tipo de habladurías en el trabajo.

Harry clavó la mirada en el salpicadero. El cristal del indicador de velocidad se había resquebrajado, y tenía la firme sospecha de que el fusible de la bombilla del aceite se había fundido.

—¿Oleg es tu hijo?

—Sí, ¿quién creías que era?

—Pensé que era tu pareja.

—¿Qué pareja?

El encendedor lo habrían tirado por la ventana; o se lo habrían robado junto con la radio.

—Tuve a Oleg cuando vivía en Moscú —explicó—. Su padre y yo vivimos juntos durante diez años.

—¿Qué pasó?

Ella se encogió de hombros.

—No pasó nada. Dejamos de querernos. Y yo regresé a Oslo.

—Así que eres…

—Una madre soltera. ¿Algún problema?

—Así que soltera. Simplemente soltera.

—Antes de que empezaras a trabajar con nosotros, alguien mencionó algo sobre ti y tu compañera de despacho en el grupo de delitos violentos.

—¿Ellen? No. Sencillamente, nos llevábamos bien. Bueno, nos llevamos bien. Aún sigue ayudándome de vez en cuando.

—¿A qué?

—Con el caso en el que estoy trabajando.

—Ah, sí, el caso.

Rakel volvió a mirar el reloj.

—¿Te ayudo a abrir la puerta? —preguntó Harry.

Ella sonrió, negó con un gesto y le dio un empujón con el hombro. La puerta emitió un chirrido al abrirse.

Holmenkollåsen estaba silencioso, tan sólo se oía un leve rumor que surcaba las copas de los viejos abetos. Rakel puso un pie en la capa de nieve.

—Buenas noches, Harry.

—Una cosa más.

—¿Sí?

—Cuando vine aquí por primera vez, ¿por qué no me preguntaste para qué buscaba a tu padre? Sólo querías saber si había algo que tú pudieses hacer por ayudarme.

—Deformación profesional: procuro no preguntar cuando el asunto no va conmigo.

—¿Sigues sin sentir curiosidad?

—Yo siempre siento curiosidad. Es sólo que no pregunto. ¿Y bien?

—Estoy buscando a un antiguo soldado del frente oriental al que puede que tu padre conociese en la guerra. Este soldado ha comprado un rifle Märklin. Por cierto que tu padre no parecía estar amargado cuando hablé con él.

—Sí, parece que ese proyecto de escribir un libro lo ha despertado a la vida. Yo misma no salgo de mi asombro.

—Puede que llegue el día en que retoméis vuestra relación, ¿no?

—Puede —admitió ella.

Sus miradas se encontraron, quedaron como ancladas la una en la otra, sin poder liberarse.

—Dime, ¿estamos flirteando? —preguntó Rakel.

—Jamás se me pasaría por la cabeza.

Mucho después de haber aparcado en Bislett, en zona prohibida, aún podía recordar la sonrisa de sus ojos. Y aún la tenía presente cuando espantó al monstruo para que huyese otra vez bajo la cama, y se durmió sin percatarse de la lucecita roja del teléfono que parpadeaba indicándole que tenía un mensaje sin escuchar grabado en el contestador.

Sverre Olsen cerró la puerta, se quitó los zapatos e intentó deslizarse sin hacer ruido escaleras arriba. Se saltó el peldaño que crujía, pero sabía que era inútil:

—¿Sverre?

El grito venía de la puerta abierta del dormitorio.

—Sí, mamá.

—¿Dónde has estado?

—Por ahí, mamá, dando una vuelta. Pero ya me acuesto.

Hizo oídos sordos a sus palabras, pues ya sabía cuáles eran. Caían como sucia aguanieve que desaparecía tan pronto como alcanzaba el suelo. Después cerró la puerta de su habitación y se quedó solo. Se tumbó en la cama y, mirando fijamente el techo, repasó lo sucedido. Era como una película. Cerró los ojos intentando erradicarlo de su mente, pero la película seguía pasando.

No tenía ni idea de quién era la mujer. El Príncipe había acudido a la plaza Schou, tal y como habían acordado, y lo había llevado en coche hasta la calle donde ella vivía. Habían aparcado de modo que la mujer no pudiese verlos desde la ventana de su apartamento y en cambio ellos sí pudieran verla salir. El Príncipe le había dicho que podía llevarles toda la noche y que se relajase, puso aquella maldita música de negro y bajó el respaldo de la silla. Pero después de sólo media hora, se abrió la puerta del portal y el Príncipe le dijo: «Es ella».

Sverre la persiguió a buen paso, pero no le dio alcance hasta que no salieron de la calle a oscuras y se encontraron entre un montón de gente. En un momento dado, la mujer se volvió, lo vio y lo miró a la cara; por un instante, tuvo el convencimiento de que lo había descubierto, de que ella había visto el bate que llevaba en la manga sobresalir por el cuello de la chaqueta. Sintió tanto miedo que no fue capaz de controlar el temblor de su cara. Pero después, cuando ella se encaminó hacia el Seven-Eleven, el miedo se convirtió en ira. Recordaba los detalles de la escena que transcurrió mientras estaban bajo la luz de la farola, en el camino peatonal, y, al mismo tiempo, no los recordaba. Sabía lo que había sucedido, pero era como si una parte de la historia se hubiese borrado, como en uno de esos concursos de la tele, de ese Roald Øyen, en los que te dan un fragmento de una imagen y tú tienes que adivinar lo que representa.

Volvió a abrir los ojos. Concentró la mirada en las placas de escayola del techo, abombadas por encima de la puerta. Cuando le pagaran su dinero, contrataría a un albañil para que les arreglase la fuga de agua de la que su madre llevaba quejándose tanto tiempo. Intentó pensar en la reparación del tejado, pero sabía que lo que pretendía era evitar pensar en otra cosa. Que algo no encajaba. Que esta vez había sido diferente. No como con el chino del Dennis Kebab. Aquella chica era una muchacha noruega normal y corriente. De cabello castaño y corto y ojos azules. Habría podido ser su hermana. Intentó repetirse las palabras que el Príncipe había grabado en su conciencia: que él era un soldado, que lo hacía por la causa.

Contempló la imagen que había pegado a la pared, bajo la bandera con la esvástica. Era una fotografía del
SS-Reichsfübrer und Chef der Deutschen Polizei,
Heinrich Himmler, en la tribuna, cuando estuvo en Oslo en 1941. Se dirigía a los voluntarios noruegos que habían prestado juramento en las Waffen-SS. Uniforme de color verde. Las iniciales de las SS en el cuello. Vidkun Quisling al fondo. Himmler. Muerto con honor el 23 de mayo de 1945. Suicidio.

—¡Joder!

Sverre apoyó los pies en el suelo, se incorporó y se puso a caminar nervioso de un lado a otro de la habitación.

Se detuvo ante el espejo que había junto a la puerta. Se echó la mano a la cabeza. Después rebuscó en los bolsillos de la chaqueta. Mierda, ¿adónde había ido a parar su gorra de soldado? Por un instante, lo aterró la idea de que se hubiese quedado en la nieve, junto al cuerpo de la mujer, pero entonces cayó en la cuenta de que la llevaba cuando regresó al coche del Príncipe. Y respiró hondo.

Del bate se había deshecho tal y como el Príncipe le había aconsejado que hiciera. Le había limpiado las huellas y lo había arrojado al río Akerselva. Lo único que tenía que hacer ahora era mantenerse apartado, esperar y ver qué pasaba. El Príncipe le había dicho que él se encargaría de ello, igual que había hecho siempre. Sverre ignoraba dónde trabajaba el Príncipe, aunque era seguro que tenía buenos contactos en la policía.

Sverre se desnudó ante el espejo. Los tatuajes se veían grises al resplandor de la luna que entraba por entre las cortinas. Se pasó la mano por la cruz de hierro que llevaba colgada del cuello.

—¡Puta! —masculló—. ¡Jodida puta comunista de mierda!

Cuando por fin concilio el sueño, ya había empezado a amanecer por el este.

Capítulo 51

HAMBURGO

30 de Junio de 1944

Mi querida, amada Helena: Te amo más que a mi vida, ahora ya lo sabes. Aunque lo nuestro no duró mucho tiempo y te espera una larga vida llena de felicidad (¡lo sé!), espero que nunca me olvides del todo. Es de noche y estoy sentado en un dormitorio junto al puerto de Hamburgo, mientras las bombas caen ahí fuera. Estoy solo, los demás han ido a refugiarse en los búnkeres y subterráneos, y no hay electricidad, pero los incendios que arrasan la ciudad me proporcionan la luz suficiente para escribir.

Tuvimos que bajarnos del tren antes de llegar a Hamburgo, puesto que la vía había sido bombardeada la noche anterior. Nos trasladaron a la ciudad en camiones y, cuando llegamos, nos aguardaba un espectáculo horrendo. Una de cada dos casas parecía abandonada, los perros vagaban entre las humeantes ruinas y por todas partes se veían niños escuálidos y harapientos que miraban nuestros camiones con sus grandes ojos inexpresivos. Atravesé Hamburgo camino de Sennheim hace tan sólo dos años, pero ahora la ciudad está irreconocible. En aquella ocasión, pensé que no había visto un río más hermoso que el Elba, pero ahora lleva restos de maderos y de embarcaciones flotando sobre sus aguas turbias, y he oído decir que están envenenadas de tantos cadáveres como las surcan. También he oído hablar de nuevos bombardeos previstos para esta noche y que la única posibilidad es intentar llegar al campo. Según los planes, debería seguir hacia Copenhague esta noche, pero también las líneas ferroviarias que llevan al norte han sido bombardeadas.

Lamento mi mal alemán. Como ves, tampoco mi pulso es del todo firme, pero eso es culpa de las bombas, que hacen temblar todo el edificio, y no porque tenga miedo. ¿De qué había de tenerlo? Desde el lugar en el que estoy sentado, puedo presenciar un fenómeno del que había oído hablar, pero del que nunca había sido testigo: un tornado de fuego. Las llamas que se alzan al otro lado del puerto parecen engullirlo todo. Veo trozos de maderos y tejados de hojalata despegar y volar enteros hacia el corazón de las llamas. Y el mar, ¡el mar está hirviendo! El vapor sube desde debajo de los muelles que hay enfrente: si un desgraciado pretendiera salvarse saltando al agua, se cocería vivo. Abrí la ventana y me dio la sensación de que el aire no tenía oxígeno. Y entonces oí el bramido, como si alguien estuviese dentro de las llamas gritando ¡más, más, más! Es escalofriante y horrendo, sí, pero, curiosamente, también resulta tentador.

Mi corazón está tan colmado de amor que me siento invulnerable, gracias a ti, Helena. Si un día tienes hijos (cosa que espero y deseo), me gustaría que les contases mi historia. Háblales de ella como si fuera una aventura, pues eso es, ¡una aventura real! He decidido salir esta noche para ver qué encuentro, a quién me encuentro. Dejaré la carta en la cantimplora de metal, en la mesa. He grabado en ella tu nombre y tu dirección con la bayoneta para que, quienes la encuentren, sepan qué hacer.

Con amor

U
RÍAS

Parte V
SIETE DÍAS
Capítulo 52

CALLE JENS BJELKE

9 de Marzo de 2000

—«Hola, éste es el contestador de Ellen y
Helge.
Deja tu mensaje.»

—Hola, Ellen, soy Harry. Como puedes comprobar, he bebido, y lo siento. De verdad. Pero si hubiese estado sobrio, probablemente no te habría llamado. Estoy seguro de que lo entiendes. Hoy estuve en la escena del crimen. Estabas tumbada boca arriba, en un camino junto al río Aker. Te encontró una pareja de jóvenes que se dirigían al bar Blå, justo después de medianoche. Causa de la muerte: graves lesiones en la parte frontal del cerebro causadas por varios golpes en la cabeza con un objeto contundente. También te habían golpeado en la nuca y tenías tres roturas de cráneo, además de fractura de la rótula izquierda, y marcas de golpes en el hombro derecho. Suponemos que todas las lesiones son fruto del mismo objeto. El doctor Blix estima la hora de la muerte entre las once y las doce de la noche. Parecías…, yo…, espera un poco.

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