—Parece una chica estupenda —opinó ella.
—La mejor —aseguró Harry—. Y la más valiente. No le tiene miedo a nada. Un piloto de pruebas de la vida.
Harry le habló de una ocasión en que Søs presentó una oferta verbal para la compra de un apartamento en la calle Jacob Aall; había visto la fotografía en las páginas de anuncios inmobiliarios del diario
Aftenposten.
Sólo porque el papel pintado de la fotografía le recordaba al de su habitación de la infancia en Oppsal. Y se lo adjudicaron por dos millones de coronas, un precio récord alcanzado aquel verano para el metro cuadrado en Oslo.
Rakel Fauke se echó a reír de tal modo que salpicó de tequila la chaqueta de Harry.
—Lo mejor de Søs es que, cuando se estrella, simplemente se levanta, se sacude un poco el polvo y enseguida está lista para la siguiente misión suicida.
Rakel Fauke le limpió el cuello de la chaqueta con un pañuelo.
—¿Y tú, Harry, qué haces tú cuando te estrellas?
—¿Yo? Bueno. Pues me quedo tirado un tiempo. Hasta que me vuelvo a levantar. No hay otra alternativa, ¿no?
—Sí, hay algo de verdad en lo que dices —comentó Rakel.
Harry la miró a la cara para comprobar si estaba burlándose de él y, en efecto, la vio reír con la mirada. Aquella mujer irradiaba fuerza, pero Harry dudaba mucho de que fuese experta en el campo de los aterrizajes forzosos.
—Bien, ahora te toca a ti contarme algo —afirmó Harry.
Rakel no tenía ninguna hermana a la que recurrir, era hija única. Así que habló del trabajo.
—Pero nosotros no solemos atrapar a nadie —comentó—. La mayoría de los asuntos se resuelven amistosamente con llamadas telefónicas o en una recepción en alguna embajada.
Harry dejó ver una media sonrisa.
—¿Cómo se arregló la cosa con el agente del Servicio Secreto al que le pegué un tiro? —dijo Harry—. ¿Por teléfono o en una recepción?
Ella lo miró reflexiva mientras metía la mano en el vaso para sacar un cubito de hielo. Lo sujetó entre dos dedos hasta que una gota de agua rodó despacio por su muñeca, bajo la fina pulsera de oro y hacia el codo.
—¿Bailas, Harry?
—Si no recuerdo mal, acabo de invertir como mínimo diez minutos en explicar cómo lo detesto.
Ella volvió a ladear la cabeza.
—Quiero decir, ¿bailas conmigo?
—¿Con esta música?
Una versión con flauta de Pan, superlenta, de
Let It Be
surgía de los altavoces como espeso almíbar.
—Sobrevivirás. Considéralo un calentamiento previo a la gran prueba del baile con Linda.
Rakel posó una mano sobre su hombro.
—Dime, ¿estamos flirteando? —preguntó Harry.
—¿Cómo dices, comisario?
—Lo siento, pero no se me da muy bien interpretar ese tipo de señales ocultas, así que te pregunto si estamos flirteando.
—Jamás se me pasaría por la cabeza.
Harry le rodeó la cintura con el brazo y probó unos pasos de baile.
—Me siento como si estuviese perdiendo la virginidad —confesó Harry—. Pero supongo que es inevitable, algo por lo que todo hombre noruego debe pasar tarde o temprano.
—¿De qué me hablas? —preguntó ella riendo.
—Pues de bailar con una colega en una fiesta del trabajo.
—Pero yo no te he obligado.
Harry sonrió. Podría haber sido cualquier música, podrían haber estado escuchando
Pajaritos
interpretada al revés con un ukelele: habría matado por aquel baile.
—A ver, ¿qué es eso que llevas ahí? —preguntó Rakel Fauke.
—Bueno, no es una pistola y estoy muy contento de verte. Pero…
Harry sacó el móvil del cinturón y la soltó un instante para dejarlo sobre el altavoz. Cuando volvía, ella lo aguardaba con los brazos abiertos.
—Espero que aquí no haya ladrones —dijo Harry.
Se trataba de un chiste viejísimo al que solían recurrir en la comisaría; ella debía de haberlo oído cientos de veces y, aun así, rió dulcemente junto a su oreja.
Ellen aguardó hasta que se agotaron las señales del móvil de Harry antes de colgar e intentarlo de nuevo. Estaba junto a la ventana, observando la calle. Ningún coche. Claro que no, estaba histérica. Y Tom estaría ahora camino de su casa y de su cama; o de otra cama.
Después del tercer intento, desistió de hablar con Harry y llamó a Kim, que respondió con voz somnolienta.
—Devolví el taxi a las siete esta tarde… Me he pasado veinte horas conduciendo.
—Voy a ducharme —dijo ella—. Sólo quería saber que estabas ahí.
—Pareces nerviosa.
—No es nada. Llegaré en tres cuartos de hora. Por cierto, tendré que hacer una llamada desde tu casa. Y me quedaré a dormir.
—Estupendo. ¿Te importaría pasarte por el Seven-Eleven de Markveien y comprar tabaco?
—Vale. Tomaré un taxi.
—¿Por qué?
—Luego te lo explico.
—¿Sabes que es sábado por la noche? Olvídate de que te contesten siquiera en la centralita de radiotaxi. Y no te llevará más de cuatro minutos llegar aquí a pie.
Ellen vaciló un instante.
—¿Oye?
—Sí.
—¿Tú me quieres?
Ellen oyó su dulce risa a través del auricular y se imaginó sus ojos adormilados y medio cerrados y su cuerpo delgado, casi escuálido, bajo el edredón, en el triste apartamento de la calle Helgesen. Tenía vistas a Akerselva. Kim lo tenía todo. Y, por un instante, Ellen casi se olvidó de Tom Waaler. Casi.
—¡Sverre!
La madre de Sverre Olsen estaba en el rellano de la escalera y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, tal y como había hecho siempre, desde que Sverre tenía uso de razón.
—¡Sverre! ¡Al teléfono!
Gritaba como si estuviese pidiendo ayuda, como si estuviese ahogándose o algo así.
—¡Lo cogeré aquí arriba, mamá!
Bajó las piernas de la cama, descolgó el auricular y esperó hasta oír que su madre había colgado en la planta baja.
—¿Hola?
—Soy yo.
Prince de música de fondo. Siempre Prince.
—Sí, ya lo suponía —respondió Sverre.
—¿Y eso por qué?
Preguntó como un rayo. Tanto que Sverre se puso enseguida a la defensiva, exactamente igual que si fuese él quien le debiese dinero a Tom y no al contrario.
—Supongo que llamas porque recibiste mi mensaje, ¿no? —preguntó Sverre.
—Te llamo porque estoy mirando la lista de llamadas recibidas. Y veo que esta noche has hablado con alguien a las veinte y treinta y dos. ¿De qué mensaje me estás hablando?
—Te dejé un mensaje sobre la pasta, claro. Empiezo a andar apurado y me prometiste…
—¿Con quién hablaste?
—¿Cómo? Pues con la tía que tienes en el contestador. Bastante pava. ¿Es la nueva?
Sin respuesta. Tan sólo Prince, a un volumen muy bajo.
«You sexy motherfucker…»
De repente, la música cesó.
—Repíteme exactamente lo que dijiste.
—Sólo dije que…
—¡No! Repítelo exactamente. Palabra por palabra.
Sverre reprodujo su mensaje con tanta precisión como pudo.
—Ya me temía que sería algo así —dijo el Príncipe—. Acabas de descubrirle toda la operación a una persona ajena, Olsen. Si no tapamos esa fuga de inmediato, estamos acabados. ¿Lo entiendes?
Sverre Olsen no entendía nada.
El Príncipe parecía tranquilo mientras le explicaba que su móvil había estado por unos minutos en manos de la persona equivocada.
—Lo que oíste no fue un contestador, Olsen.
—Y entonces, ¿quién era?
—Digamos que era el enemigo.
—¿La agencia Monitor? ¿Acaso hay alguien vigilando?
—La persona en cuestión va ahora camino de la policía. Y detenerla es cosa tuya.
—¿Cosa mía? Yo sólo quiero mi dinero y…
—Cierra el pico, Olsen.
Y Olsen cerró el pico.
—Es por la causa. Tú eres un buen soldado, ¿no es cierto?
—Sí, pero…
—Y un buen soldado no deja rastro tras de sí, ¿verdad?
—Mi misión era simplemente hacer de mensajero entre el viejo y tú; eres tú el que…
—En especial cuando sobre ese soldado pesa una sentencia de tres años que, a causa de un error de forma, se convirtió en condicional.
Sverre oyó el ruido de su propia garganta al tragar saliva.
—¿Y tú cómo lo sabes? —comenzó a preguntar.
—No te preocupes por eso. Sólo quiero que entiendas que tienes, como mínimo, tanto que perder como yo y el resto de la hermandad.
Sverre no respondió. No era necesario.
—Mira el lado positivo, Olsen. Así es la guerra. Y en la guerra no hay lugar para cobardes y traidores. Y piensa que la hermandad premia a sus soldados. Además de los diez mil, recibirás cuarenta mil más cuando hayas terminado el trabajo.
Sverre pensaba… en la ropa que iba a ponerse.
—¿Dónde? —preguntó.
—En la plaza Schou, dentro de veinte minutos. Tráete todo lo que necesitas.
—¿No bebes? —preguntó Rakel.
Harry miró a su alrededor. La última vez que habían bailado lo hicieron tan pegados, que seguro que provocaron la extrañeza de alguno que otro. Ahora se habían retirado a una mesa en lo más recóndito de la cantina.
—Lo he dejado —explicó Harry.
Ella asintió.
—Es una larga historia —añadió.
—No ando mal de tiempo —lo animó ella.
—Esta noche sólo me apetece oír historias divertidas —comentó él con una sonrisa evasiva—. Mejor hablemos de ti. ¿No tendrás una niñez de la que te apetezca hablar?
Harry confiaba en que le arrancaría unas risas, pero ella simplemente sonrió con desgana.
—Mi madre murió cuando yo tenía quince años pero, aparte de eso, me apetece hablar de casi todo.
—Vaya, lo siento.
—No hay nada que sentir. Era una mujer excepcional. Pero ¿no íbamos a hablar de cosas divertidas?
—¿Tienes hermanos?
—No, sólo estamos mi padre y yo.
—¿Así que tienes que ocuparte de él tú sola?
Rakel lo miró perpleja.
—Sé cómo te sientes —añadió Harry—. Yo también perdí a mi madre. Mi padre se sentó en una silla a mirar la pared durante años. Literalmente, tenía que darle de comer.
—Mi padre era propietario de una gran cadena de material de construcción que él mismo había fundado de la nada y que yo creía era lo más importante de su vida. Pero, cuando mi madre murió, perdió por completo el interés por su trabajo de un día para otro. Y vendió la empresa antes de que se fuese al traste por completo. Y apartó de su lado a todas las personas a las que conocía, yo incluida. Se convirtió en un hombre amargado y solitario.
Rakel Fauke hizo un gesto de resignación.
—Yo tenía mi propia vida que vivir. Había conocido a un hombre en Moscú y mi padre se sintió traicionado porque yo quería casarme con un ruso. Cuando me traje a Oleg a Noruega, las cosas se complicaron bastante entre nosotros.
Harry se levantó para volver enseguida con una margarita para ella y un refresco de cola.
—Es una pena que no nos conociéramos durante la carrera, Harry.
—Yo era un bobo entonces —confesó Harry—. Y estaba en contra de todos aquellos a los que no les gustaban los mismos discos y las mismas películas que a mí. Yo no le gustaba a nadie. Ni a mí mismo.
—Eso no me lo creo.
—Esa frase la he robado de una película. El tipo que la dijo se ligó a Mia Farrow. Quiero decir, en la película. Nunca he comprobado si funciona en la vida real.
—Bueno —comenzó Rakel mientras saboreaba su margarita—. Yo creo que es un buen principio. Pero ¿estás seguro de que no has robado también eso de que has robado la frase de una película?
Ambos rieron y empezaron a hablar de buenas y malas películas, de buenos y malos conciertos en los que habían estado, y, a medida que hablaban, Harry comprendió que tenía que modificar bastante su primera impresión de Rakel Fauke. Por ejemplo, era una mujer que había dado la vuelta al mundo sola a la edad de veinte años; a la misma edad, las únicas experiencias de la vida adulta de que Harry podía presumir eran un viaje fracasado con Interrail y un incipiente problema con el alcohol.
Rakel miró el reloj.
—Ya son las once. Y me esperan en casa.
Harry sintió que se le rompía el corazón.
—A mí también —dijo mientras se levantaba.
—¿Ah, sí?
—Sí, un monstruo que tengo bajo la cama. Deja que te lleve.
Ella sonrió:
—No es necesario.
—Está prácticamente de camino.
—¿Tú también vives en Holmenkollen?
—Muy cerca. O bastante cerca. En Bislett.
Rakel se echó a reír.
—O sea, en el otro extremo de la ciudad. Entonces ya sé qué es lo que quieres.
Harry respondió con una sonrisa bobalicona. Ella le puso la mano en el hombro:
—Quieres que te ayude a poner el coche en marcha, ¿verdad?
—Parece que no está,
Helge
—dijo Ellen.
Estaba junto a la ventana con el abrigo puesto, mirando entre las cortinas. Abajo, la calle aparecía desierta; el taxi había desaparecido con tres chicas muy animadas.
Helge
no respondió. El pájaro, que tenía una sola ala, parpadeó un par de veces y se rascó el vientre con la pata.
Probó a llamar de nuevo al móvil de Harry, pero la misma voz femenina le repitió que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.
Así que le puso la funda a la jaula, le dio a
Helge
las buenas noches, apagó la luz y salió cerrando la puerta tras de sí. La calle Jens Bjelke estaba prácticamente desierta y se apresuró hacia la de Thorvald Meyer, pues sabía que, los sábados por la noche, aquello era un hervidero de gente. Ante la puerta del bar Fru Hagen, saludó a un par de personas a las que reconoció de haber intercambiado con ellas unas frases alguna noche lluviosa mientras hacían la ronda por los bares de Grunerløkka. Recordó que le había prometido a Kim que compraría cigarrillos y dio la vuelta para bajar al Seven-Eleven de la calle Markveien. Vio otra cara que le resultaba vagamente familiar y le sonrió automáticamente al mirarla.
En el Seven-Eleven se quedó un rato intentando recordar si Kim fumaba Camel o Camel Light y, de repente, cayó en la cuenta de lo poco que llevaban juntos. Y de cuánto les quedaba por aprender el uno del otro. Y de que, por primera vez en su vida, aquello no la asustaba, sino que más bien la llenaba de alegría. Simplemente, se sentía feliz. La idea de que Kim la esperaba desnudo en la cama a tan sólo tres manzanas de donde ella se encontraba le hizo sentir un deseo intenso y dulzón. Se decidió por Camel, esperó paciente hasta que la atendieron y, ya en la calle, optó por tomar el atajo por Akerselva.