—El concepto de «enfermo» es relativo. Todos estamos enfermos, la cuestión radica simplemente en el nivel de funcionalidad de cada uno en relación con las normas que la sociedad establece para una conducta aceptable. Ningún acto es, en sí, síntoma de una enfermedad; hay que tener en cuenta el contexto en el cual se ejecuta ese acto. Por ejemplo, la mayoría de las personas están equipadas con un control de impulsos alojado en el cerebro medio, que intenta evitar que asesinemos a nuestros prójimos. Ésa es sólo una de las características evolutivas de que estamos dotados para proteger a nuestra especie. Pero, con el entrenamiento oportuno y suficiente, podemos aprender a vencer dicha inhibición, que terminará por debilitarse. Como entre los soldados, por ejemplo. Si tú y yo, de repente, empezamos a matar gente, es muy probable que estemos enfermos. Pero podríamos decir lo mismo, o no necesariamente, si fuéramos asesinos a sueldo… u oficiales de policía, si me apuras.
—En otras palabras, si nos las estamos viendo con un soldado, y con uno que, por ejemplo, combatió en alguno de los bandos durante la guerra, su umbral de aceptación del asesinato será mucho más bajo que el de otra persona, suponiendo que ambas estén psíquicamente sanas, ¿es correcto?
—Sí y no. Un soldado está entrenado para matar en una situación bélica y para anular la inhibición tiene que sentir que el acto de matar se produce en el mismo contexto.
—¿Así que necesita sentir que sigue combatiendo en una contienda?
—Dicho de una forma sencilla, sí. Pero, de ser ésa la situación, puede seguir matando sin estar enfermo en el sentido clínico de la palabra. O, al menos, no más que un soldado normal cualquiera. Es decir, no se trata más que de una percepción de la realidad divergente y, en ese caso, el diagnóstico puede aplicarse a todo el mundo.
—¿Cómo? —preguntó Halvorsen—. ¿Quién debe decidir lo que es cierto y real, moral o inmoral? ¿Los psicólogos? ¿Los jueces? ¿Los políticos?
—Bueno —intervino Harry—. De todas formas, ellos son los que lo hacen.
—Exacto —confirmó Aune—. Pero si opinas que quienes tienen autoridad para juzgarte lo han hecho de forma injusta o arbitraria, perderán ante ti su autoridad moral. Por ejemplo, si alguien es encarcelado por pertenecer a un partido legal, buscará otro juez. O recurrirá a una instancia superior.
—Dios es mi juez —repitió Harry.
Aune asintió.
—¿Qué crees que significa, Aune?
—Significa que quiere explicar sus actos. Que, a pesar de todo, necesita ser comprendido. Como sabes, es algo que le ocurre a la mayoría de la gente.
Harry se pasó por el restaurante Schrøder camino de la casa de Fauke. Reinaba el silencio habitual de las mañanas y Maja estaba sentada a la mesa que había bajo el televisor, leyendo el periódico y fumándose un cigarrillo. Harry le enseñó la foto de Edvard Mosken que Halvorsen había conseguido proporcionarle en un tiempo récord, según supo, a través de la Dirección General de Tráfico, que, hacía dos años, había expedido un permiso de conducir internacional a nombre de Mosken.
—Sí, creo haber visto esa jeta arrugada. Pero ¿acordarme de dónde y cuándo?…, no. Tiene que haber estado aquí unas cuantas veces para que me acuerde de su cara, pero un asiduo no es.
—¿Crees que alguien más de aquí puede haber hablado con él?
—Haces unas preguntas muy difíciles, Harry.
—Alguien llamó desde vuestro teléfono público a las doce y media de la mañana del miércoles. No cuento con que te acuerdes, pero ¿puede haber sido esta persona?
Maja se encogió de hombros.
—Por supuesto, pero también pudo haber sido Papá Noel. Ya sabes cómo son las cosas, Harry.
Harry llamó a Halvorsen cuando iba camino de la calle Vibe para pedirle que localizara a Edvard Mosken.
—¿Lo detengo?
—No, no. Sólo tienes que comprobar sus coartadas para el asesinato de Brandhaug y la desaparición de Signe Juul.
Sindre Fauke estaba pálido cuando le abrió la puerta a Harry.
—Un amigo se presentó ayer con una botella de whisky —explicó esbozando una sonrisa que degeneró en una mueca—. Ya no tengo cuerpo para esas cosas. ¡Quién pillara los sesenta…!
Se rió y fue a retirar del fuego la cafetera, que había empezado a silbar.
—Leí lo del asesinato de ese consejero de Asuntos Exteriores —gritó desde la cocina—. Decían que la policía no descarta que estuviese relacionado con sus declaraciones sobre los combatientes del frente. El diario
VG
dice que los neonazis están detrás de todo. ¿Vosotros lo creéis de verdad?
—Puede que
VG
lo crea. Nosotros no creemos nada y tampoco descartamos nada. ¿Qué tal va el libro?
—Algo lento, por ahora. Pero cuando lo termine, le abrirá los ojos a mucha gente. Por lo menos, eso es lo que me digo a mí mismo para sentirme capaz de poner la máquina en marcha en días como hoy.
Fauke dejó la cafetera en la mesa de la sala de estar y se derrumbó en el sillón. Había puesto un trapo frío alrededor de la cafetera, un viejo truco del frente, explicó con una sonrisa. Obviamente, esperaba que Harry le preguntase cómo funcionaba el truco, pero Harry tenía prisa.
—La esposa de Even Juul ha desaparecido —dijo.
—Vaya. ¿Se ha largado?
—No lo creo. ¿Tú la conoces?
—Pues la verdad es que nunca la he visto, pero conozco bien las controversias relativas a la boda de Juul. Que ella había sido enfermera en el frente y todo lo demás. ¿Qué ha pasado?
Harry le contó lo de la llamada telefónica y el numerito de la desaparición.
—No sabemos nada más. Esperaba que tú la conocieras y que pudieses darme alguna pista.
—Lo siento, pero…
Fauke hizo una pausa para tomar un sorbo de café. Daba la impresión de estar reflexionando sobre algo.
—¿Qué era lo que habían escrito en el espejo?
—«Dios es mi juez» —dijo Harry.
—Ya.
—¿En qué estás pensando?
—Ni yo mismo lo sé —dijo Fauke frotándose el mentón sin afeitar.
—Desembucha.
—Dijiste que puede ser que el asesino quiera dar una explicación, hacerse entender.
—¿Y qué?
Fauke se fue a la librería, sacó un grueso volumen y empezó a pasar las hojas.
—Exactamente —dijo—. Lo que yo pensaba.
Le dio el libro a Harry. Era una enciclopedia bíblica.
—Busca «Daniel».
Harry pasó la mirada por la página hasta localizar el nombre. «Daniel. Hebreo. Dios (Él) es mi juez.»
Miró a Fauke, que volvía a servir café.
—Parece que estás buscando a un fantasma, Hole.
CALLE PARKVEIEN, URANIENBORG
12 de Mayo de 2000
Johan Krohn recibió a Harry en su despacho. La librería que tenía a su espalda estaba repleta de anuarios de boletines de jurisprudencia encuadernados en cuero marrón. Producían un peculiar contraste con la cara de niño del abogado.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez —dijo Krohn invitándolo a sentarse con un gesto.
—Tienes buena memoria —dijo Harry.
—Sí, mi memoria se encuentra en perfecto estado. Sverre Olsen. Teníais un caso seguro. Lástima que el juzgado municipal no supiera atenerse al reglamento.
—No he venido por eso —dijo Harry—. Quiero pedirte un favor.
—Pedir es gratis —dijo Krohn juntando las yemas de los dedos.
A Harry le recordaba a un actor infantil que representase un papel de adulto.
—Estoy buscando un arma que ha sido introducida en el país ilegalmente y tengo razones para creer que Sverre Olsen pudo estar implicado de algún modo. Teniendo en cuenta que tu cliente está muerto, no tienes por qué acatar el secreto profesional y, por lo tanto, nada te prohibe facilitarnos información. Puede ayudarnos a esclarecer el asesinato de Bernt Brandhaug; creemos que fue cometido con esa arma.
Krohn sonrió con malicia.
—Preferiría ser yo quien valorase hasta dónde debe extenderse mi sometimiento al secreto profesional, oficial. No se anula automáticamente al fallecer el cliente. Por otro lado, ¿no se te ha ocurrido pensar que a mí me puede parecer un tanto osado que vengáis a pedirme información después de haber matado a mi cliente?
—Intento olvidarme de los sentimientos y mantenerme en el plano profesional —replicó Harry.
—¡En ese caso, debes realizar un esfuerzo aún mayor, oficial! —La voz de Krohn sonó más alta y chillona que antes—. Esta visita no es muy profesional. Como tampoco lo es matar a un hombre en su propia casa.
—Fue en defensa propia —explicó Harry.
—Formalidades —rechazó Krohn—. Era un oficial de policía con mucha experiencia, debía haber sabido que Olsen era inestable y no presentarse de improviso. El oficial debería ser procesado.
Harry no pudo contenerse:
—Estoy de acuerdo contigo, resulta muy triste que un delincuente no sea condenado por una formalidad.
Krohn parpadeó dos veces antes de comprender lo que Harry quería decir.
—Las formalidades jurídicas son otra cosa, oficial —corrigió el abogado—. Jurar ante el juez puede que sea un detalle, pero sin seguridad pública…
—Mi título es el de comisario.
Harry se concentraba en hablar despacio y en voz baja:
—Y esa seguridad pública de que hablas mató a mi colega, Ellen Gjelten. Cuéntaselo a esa memoria tuya de la que tan condenadamente orgulloso estás. Ellen Gjelten, veintiocho años. La investigadora con más talento de todo el cuerpo de policía de Oslo. El cráneo machacado. Una muerte jodida.
Harry se levantó e inclinó sus ciento noventa centímetros de altura sobre el escritorio de Krohn, cuya nuez ascendía y descendía nerviosamente por el escuálido cuello de buitre. Durante dos segundos interminables, Harry se permitió el lujo de gozar al ver el pavor en los ojos del joven abogado defensor. A continuación dejó caer su tarjeta de visita, que planeó hasta aterrizar en la mesa.
—Llámame cuando hayas terminado de considerar cuánto tiempo debes permanecer sometido al secreto profesional —dijo.
Harry casi había cruzado el umbral cuando la voz de Krohn lo hizo detenerse:
—Me llamó justo antes de morir.
Harry se volvió. Krohn suspiró.
—Tenía miedo de alguien. Sverre Olsen siempre tenía miedo. Estaba solo y aterrado.
«¿Quién no lo está?», murmuró Harry, antes de preguntar:
—¿Te dijo de quién tenía miedo?
—Del Príncipe. Sólo eso, el Príncipe.
—¿Y no te explicó por qué tenía miedo?
—No. Sólo que el tal Príncipe era una especie de superior y que le había ordenado que cometiera un crimen. Quería saber cuál sería la pena cuando el crimen ha sido cometido cumpliendo órdenes. Pobre idiota.
—¿Qué clase de orden, qué crimen?
—Eso no me lo dijo.
—¿Algo más?
Krohn negó en silencio.
—Llámame a cualquier hora del día o de la noche si recuerdas algo más —le advirtió Harry.
—Y una cosa más, comisario. Si crees que duermo tranquilo sabiendo que se declaró inocente al hombre que mató a tu colega, te equivocas.
Pero Harry ya se había ido.
PIZZERÍA HERBERT
12 de Mayo de 2000
Harry llamó a Halvorsen y le pidió que acudiese a la pizzería Herbert. Estaban prácticamente solos en el local y eligieron una mesa próxima a la ventana. En el rincón del fondo había un tipo con un capote militar largo, un bigote que había pasado de moda con Adolf Hitler y un par de pies enfundados en sendas botas que él había colocado encima de una silla. Tenía pinta de intentar batir el récord mundial de aburrimiento.
Halvorsen había conseguido dar con Edvard Mosken, pero no lo encontró en Drammen.
—No contestó cuando llamé a su casa, así que conseguí que en el servicio de información telefónica me facilitasen el número de un móvil. Resulta que está en Oslo. Tiene un piso en la calle Tromsø, en Rodeløkka, donde se queda cuando va a Bjerke.
—¿Bjerke?
—El hipódromo. Parece ser que va todos los viernes y los sábados. Se entretiene y apuesta un poco, me dijo. Además, es propietario de la cuarta parte de un caballo. Me reuní con él en el establo, detrás de la pista.
—¿Qué más te dijo?
—Que algunas veces, cuando estaba en Oslo, se pasaba por el Schrøder por la mañana. Que no tiene ni idea de quién es Bernt Brandhaug y que, desde luego, nunca ha llamado a su casa. Sabía quién era Signe Juul y la recordaba del frente.
—¿Y de la coartada, qué?
Halvorsen pidió una Hawaii Tropic con pimientos, salami y piña.
—Mosken me contó que, salvo las salidas a Bjerke, había pasado la semana solo en el apartamento de la calle Tromsø. Y que estaba allí la mañana que asesinaron a Bernt Brandhaug. Y esta mañana también.
—Bien. ¿Qué impresión te causó su forma de contestar?
—¿Qué quieres decir?
—¿Lo creíste mientras te hablaba?
—Sí. Bueno, creerlo, lo que se dice creerlo…
—Rebusca en tu memoria, Halvorsen, no tengas miedo. Y luego, dime exactamente lo que sientes: no lo utilizaré en tu contra.
Halvorsen fijó la mirada en la mesa, jugueteó con el menú de pizzas.
—Si miente, es un tipo muy frío, eso te lo aseguro.
Harry suspiró.
—¿Te encargaste de que lo mantengan vigilado? Quiero a dos hombres enfrente de su casa, día y noche.
Halvorsen asintió sin decir nada y marcó un número en el móvil. Harry oyó la voz de Møller mientras observaba al neonazi del rincón. O como se llamasen. Nacionalsocialistas. Nacionaldemócratas. Acababa de hacerse con un trabajo de sociología de fin de carrera que concluía diciendo que en Noruega hay cincuenta y siete neonazis.
Les sirvieron la pizza y Halvorsen miró a Harry inquisitivo.
—Adelante —lo animó Harry—. La pizza no es lo mío.
Al abrigo del rincón se le había sumado la compañía de una guerrera de combate, corta y de color verde. Conversaban entre susurros al tiempo que miraban hacia los dos policías.
—Otra cosa más —recordó Harry—. Linda, del CNI, me dijo que en Colonia existen unos archivos de la SS, una parte de los cuales se destruyeron en un incendio en los años setenta; pero en alguna que otra ocasión han encontrado en ellos información sobre ciudadanos noruegos que lucharon en el bando alemán. Destinos, condecoraciones, rango, ese tipo de cosas. Quiero que llames y veas si puedes averiguar algo sobre Daniel Gudeson. Y sobre Gudbrand Johansen.