Petirrojo (57 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Petirrojo
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Capítulo 103

OSLO

13 de Mayo de 1945

«Otro día extraño. Todo el país está embriagado de libertad y hoy llegará a Oslo el príncipe heredero Olav, junto con una delegación del gobierno. No puedo ni pensar en bajar al puerto para ver su llegada, pero he oído que «media» Oslo se había congregado ya allí. Subí la calle Karl Johan con ropa civil, aunque mis «compañeros de campaña» no comprenden por qué no he optado, como ellos, por lucirme con el «uniforme» de la Resistencia para que me vitoreen como a un héroe. Por lo que dicen, ahora es un buen reclamo para las muchachas. Las jóvenes y los uniformes…; si no recuerdo mal, en 1940 corrían con el mismo entusiasmo detrás de los uniformes verdes.

Caminé hasta el palacio para ver si el príncipe heredero salía al balcón para dirigir unas palabras a la multitud. Ya había allí congregadas algunas personas. Llegué justo a la hora del cambio de guardia. Un espectáculo bastante triste, en comparación con el estándar alemán, pero la gente gritaba de júbilo.

Tengo la esperanza de que el príncipe heredero eche un jarro de agua fría sobre todos los llamados buenos noruegos que han permanecido, durante cinco años, como espectadores pasivos, sin mover un dedo por ninguno de los dos bandos y que ahora piden a gritos venganza contra los traidores a la patria. De hecho, creo que el príncipe Olav nos comprende, pues, de ser ciertos los rumores, de los miembros de la realeza y el gobierno, tan sólo él mostró cierta entereza durante la capitulación, al ofrecerse a quedarse con su pueblo y compartir su destino. Pero el gobierno se lo desaconsejó, pues sabían que su imagen y la del rey quedarían en entredicho si lo dejaban aquí mientras ellos se marchaban.

Sí, tengo la esperanza de que el joven príncipe (que, al contrario que «los santos de los últimos días», sabe cómo llevar el uniforme) le explique a la nación cuál ha sido la prestación de los combatientes del frente, sobre todo, teniendo en cuenta que él vio con sus propios ojos hasta qué punto los bolcheviques del este constituían (y aún constituyen) un grave peligro para nuestro país. Parece que, ya a principios de 1942, mientras nosotros nos preparábamos para marchar al frente oriental, el príncipe mantuvo conversaciones con Roosevelt y le expresó su preocupación por los planes rusos en Noruega.

La gente agitaba banderolas, cantaron alguna canción y los viejos árboles del parque Slottsparken jamás habían lucido tanto verdor. Pero el príncipe no salió al balcón. Así que no tendré más remedio que armarme de paciencia.»

—Acaban de llamar de Viena. Las huellas son idénticas.

Weber estaba en la puerta de la sala de estar.

—Estupendo —respondió Harry asintiendo abstraído y sin dejar de leer.

—Alguien ha vomitado en el cubo de la basura —continuó Weber—. Y ese alguien está bastante enfermo, pues hay más sangre que otra cosa.

Harry se pasó el dedo por la lengua y pasó a la página siguiente.

—Bueno.

Silencio.

—Si necesitas ayuda con alguna otra cosa…

—Gracias, Weber, pero eso es todo.

Weber asintió, pero no se movió de la puerta.

—¿No vas a dar una orden de búsqueda? —preguntó al fin Weber.

Harry alzó la vista y miró ausente hacia Weber.

—¿Y eso por qué?

—Sabes lo que te digo, que no tengo ni idea —comentó Weber—. Y tampoco necesito saberlo.

Harry sonrió, quizá por el comentario del viejo policía.

—No, desde luego.

Weber aguardó una continuación que no se produjo.

—Como quieras, Hole. Me traje una Smith & Wesson. Está cargada y ahí tienes un cargador. ¡Cógela!

Harry levantó la vista justo a tiempo de atrapar la funda negra que Weber acababa de lanzarle. La abrió y sacó la pistola. Estaba engrasada y el acero recién lustrado relucía con destellos mate. De modo que era el arma de Weber.

—Gracias por tu ayuda, Weber —dijo Harry.

—Que te sea leve.

—Lo intentaré. Que tengas un buen… día.

Weber resopló ante el comentario. Cuando salió del apartamento, Harry ya llevaba un rato sumido nuevamente en su lectura.

Capítulo 104

OSLO

27 de Agosto de 1945

«¡Traición, traición, traición! Estaba petrificado, bien oculto en la última fila, cuando hicieron entrar a mi amada, que se sentó en el banco de los testigos y le ofreció a él, a Even Juul, aquella sonrisa fugaz pero evidente.

Y esa sonrisa fue suficiente para revelármelo todo, pero me quedé allí como amarrado a la silla, sin capacidad para hacer nada más que escuchar, ver.

Y sufrir. ¡Qué falsa y qué mentirosa! Even Juul sabe bien quién es Signe Alsaker, fui yo quien le habló de ella. Pero a él no se lo puede culpar, él cree que Daniel Gudeson está muerto, pero ella, ¡ella juró en falso fidelidad hasta en la muerte! Así que no puedo por menos de repetirlo: ¡traición! Y el príncipe heredero no ha dicho una sola palabra. Nadie ha dicho nada. Están ejecutando a hombres que arriesgaron sus vidas por Noruega en el fuerte de Akershus. Los ecos de los disparos resuenan en el aire sobrevolando la ciudad por un segundo para luego desaparecer y dar paso a un silencio aún mayor. Como si nada hubiese ocurrido.

La semana pasada me enteré de que mi caso se ha sobreseído, que mis actos heroicos compensan mis crímenes. Cuando leí la carta, empecé a reír hasta que mis ojos cedieron al llanto. ¡Lo que están diciendo es que haber liquidado a cuatro campesinos indefensos en Gudbrandsdalen es un acto heroico que compensa mi criminal defensa de la patria en Leningrado! Estrellé una silla contra la pared, la casera subió y tuve que disculparme. Es para volverse loco.

Por las noches, sueño con Helena. Sólo con ella. Debo intentar olvidar.

Y el príncipe no se ha pronunciado. Es insoportable.»

Harry volvió a mirar el reloj. Pasó rápido varias hojas hasta que su mirada recayó sobre un nombre conocido.

Capítulo 105

RESTAURANTE SCHRØDER

23 de Septiembre de 1948

«… negocio con buenas perspectivas de futuro. Pero hoy ha sucedido algo que venía temiéndome desde hace tiempo.

Estaba sentado leyendo el periódico cuando me di cuenta de que había alguien que, de pie junto a mi mesa, me observaba. ¡Alcé la vista y se me heló la sangre en las venas! Estaba muy estropeado, con las ropas un tanto ajadas y sin el porte erguido y recto con que yo lo recordaba; era como si hubiese desaparecido una parte de él. Pero reconocí enseguida a nuestro antiguo jefe de pelotón, al hombre con el ojo de cíclope.

—¡Gudbrand Johansen! —exclamó Edvard Mosken—. Decían que habías muerto. En Hamburgo.

No sabía qué responder ni qué hacer. Tan sólo que el hombre que ahora se sentaba frente a mí podía hacer que me condenasen por traición a la patria y, en el peor de los casos, por asesinato.

Cuando por fin fui capaz de articular palabra, sentí que tenía la boca seca. Le dije que sí, que estaba vivo y, para ganar algo de tiempo, le conté que había ido a parar a un hospital de Viena con una herida en la cabeza y un pie lastimado y le pregunté qué había sido de él. Mosken me explicó que lo enviaron a casa y que lo ingresaron en la enfermería del colegio de Sinsen, curiosamente, la misma a la que me habían destinado a mí. Como a los demás, también a él le habían caído tres años por traición a la patria y lo habían soltado después de dos años y medio de cárcel.

Estuvimos hablando sobre esto y aquello hasta que, al cabo de un rato, me relajé un poco. Pedí una cerveza para él y le hablé de la empresa de material de construcción que dirigía. Le dije lo que pensaba: que lo mejor para la gente como nosotros era empezar de nuevo con un negocio propio, pues la mayoría de los empresarios se negaban a contratar a excombatientes del frente (en especial, los empresarios que habían colaborado con los alemanes durante la guerra).

—¿A ti también te pasó? —me preguntó Mosken.

Así que tuve que explicarle que no me sirvió de mucho haberme pasado después al bando «de los buenos»; de todos modos, había llevado un uniforme alemán.

Mosken no borraba del rostro aquella media sonrisa suya y, finalmente, no pudo contenerse más. Me dijo que había pasado muchos años buscando mi rastro, pero todas las pistas terminaban en Hamburgo. Y que estaba a punto de darse por vencido cuando, un día, vio el nombre de Sindre Fauke en un artículo de periódico sobre los hombres de la Resistencia. Recobró el interés, se enteró de dónde trabajaba Fauke y lo llamó. Alguien le había dicho que tal vez estuviese en el restaurante Schrøder.

Volví a quedarme helado y pensé que había llegado el momento. Pero lo que me dijo fue algo completamente distinto a lo que yo me imaginaba:

—Nunca tuve la oportunidad de darte las gracias por impedirle a Hallgrim Dale que me disparase aquel día. Tú me salvaste la vida, Johansen.

Me encogí de hombros, algo turbado, incapaz de hacer otra cosa.

Según Mosken, al salvarlo, yo me había comportado como un hombre con alto sentido moral, pues podía tener motivos para desear que muriese. Si aparecía el cadáver de Sindre Fauke, Mosken podría atestiguar que lo más probable es que yo fuese el asesino. Asentí, sin más. Entonces, me miró fijamente y me preguntó si le tenía miedo. Y pensé que no tenía nada que perder si le contaba toda la historia, tal y como había sucedido.

Mosken me escuchaba, posando sobre mí su ojo de ciclope de vez en cuando, para comprobar si le decía la verdad y meneando la cabeza de vez en cuando; pero yo creo que sabía que la mayoría de lo que le contaba era cierto.

Cuando hube terminado, pedí otras dos cervezas y, entonces, él me habló de sí mismo, que su esposa se había buscado otro hombre que pudiese mantenerla a ella y al niño mientras él estaba en la cárcel. Él la comprendía y, además, tal vez fuese lo mejor también para el pequeño Edvard, así no tendría que crecer con un traidor a la patria por padre. Mosken parecía resignado. Dijo que quería probar suerte en el sector del transporte, pero que no le habían dado ninguno de los puestos de chofer que había solicitado.

—Compra tu propio camión —le propuse—. Funda tu propia empresa, tú también.

—No tengo dinero suficiente —me confesó con una mirada fugaz. De pronto, empecé a comprender—. Y los bancos tampoco se fían de los excombatientes, creen que somos bandidos, todos iguales.

—Yo he ahorrado algún dinero —le dije—. Si quieres te hago un préstamo.

Mosken negó con un gesto, pero yo vi que ya lo tenía convencido.

—Te cobraré interés, por supuesto —añadí.

Entonces empezó a prestarme atención. Pero volvió a adoptar una expresión grave y me dijo que podía salirle muy caro hasta que el negocio funcionase bien. Así que tuve que explicarle que no sería un interés muy grande, que sería algo simbólico. Luego, pedí más cerveza y, cuando ya la habíamos apurado y nos disponíamos a volver a casa, nos estrechamos la mano en señal de que habíamos cerrado un trato.»

Capítulo 106

OSLO

3 de Agosto de 1950

«… una carta con matasellos de Viena en el buzón. La dejé ante mí, encima de la mesa de la cocina, sin hacer otra cosa que mirarla. Su nombre y su remite aparecían escritos en el reverso. Yo había enviado una carta al hospital Rudolph II en el mes de mayo con la esperanza de que alguien supiese dónde se encontraba Helena y se la hiciese llegar. Por si una persona no autorizada abría la carta, me aseguré de no escribir nada que nos comprometiese a ninguno de los dos y, por supuesto, no había utilizado mi verdadero nombre. En cualquier caso, no me atreví a esperar una respuesta. Y, en el fondo, tampoco sé si en realidad deseaba recibir una respuesta, sobre todo si ésta era la que cabía esperar. Que se había casado y que tenía hijos. No, no quería saberlo. Aunque era eso precisamente lo que deseaba para ella, la posibilidad que le había brindado al irme.

Dios santo, éramos tan jóvenes, ¡ella sólo tenía diecinueve años! Y ahora, con su carta en la mano, todo se me antojaba tan irreal, como si la esmerada caligrafía que se leía en el sobre no tuviese nada que ver con la Helena con la que yo llevaba seis años soñando. Abrí la carta con mano temblorosa, me convencí de que debía esperar lo peor. Era una carta larga y no hace más que una hora que terminé de leerla por primera vez, pero ya me la sé de memoria.

Querido Urías:

Te amo. Es fácil adivinar que te amaré el resto de mi vida, pero lo extraño es que me siento como si llevase amándote desde siempre. Cuando recibí tu carta, lloré de felicidad, lo…»

Harry fue a la mesa de la cocina con los folios en la mano, encontró el café en el armario que había sobre el fregadero y puso una cafetera, todo ello sin dejar de leer. Acerca de su reencuentro, feliz pero también difícil y casi doloroso, en un hotel de París. Se prometieron al día siguiente.

A partir de ahí, Gudbrand empezó a escribir cada vez menos sobre Daniel hasta que, al final, éste parecía haber desaparecido por completo.

En cambio, sus páginas estaban llenas de la historia de una pareja de enamorados que, a causa del asesinato de Christian Brockhard, seguía sintiendo el aliento de sus perseguidores en la nuca. Acordaban citas secretas en Copenhague, Amsterdam y Hamburgo. Helena conocía la nueva identidad de Gudbrand, pero ¿sabía toda la verdad sobre el asesinato en el frente, sobre las ejecuciones en la granja de los Fauke?

No parecía que así fuese.

Se prometieron tras la retirada de los Aliados y, en 1955, ella se va de Austria, de una Austria que, estaba segura, volvería a quedar bajo el control de «criminales de guerra, antisemitas y fanáticos que no habían aprendido de sus errores». Se fueron a vivir a Oslo, donde Gudbrand, siempre bajo el nombre de Sindre Fauke, dirigía su pequeño negocio. El mismo año se unieron en matrimonio ante un sacerdote católico, en una ceremonia privada celebrada en el jardín de la calle Holmenkollveien, donde acababan de comprarse una gran casa con el dinero que Helena había conseguido de la venta de su tienda de costura en Viena. Son felices, escribe Gudbrand.

Harry oyó el burbujeo del agua y, sorprendido, comprobó que el café llevaba ya un rato hirviendo.

Capítulo 107

RIKSHOSPITALET

1956

«Helena perdió tanta sangre que, por un instante, su vida corrió peligro pero, por fortuna, intervinieron a tiempo. Perdimos el bebé. Helena estaba inconsolable, naturalmente, aunque yo no dejaba de recordarle que es joven, que tendremos muchas oportunidades. Por desgracia, el médico no se mostró tan optimista. Decía que la matriz…»

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