RIKSHOSPITALET
12 de Marzo de 1967
«Una hija. La llamaremos Rakel. Yo no podía dejar de llorar y Helena me acarició la mejilla mientras me decía que los caminos del Señor eran…»
Harry había vuelto a sentarse en la sala de estar y se frotaba los ojos. ¿Por qué no había caído en la cuenta en cuanto vio la fotografía en la habitación de Beatrice? Madre e hija. Debía de estar despistado. Desde luego, era evidente que ésa era la palabra, despistado. De hecho, él veía a Rakel en todas partes: en los rostros de las mujeres que pasaban por la calle, en todos los canales de televisión, cuando se sentaba a hacer zapping, tras la barra de la cafetería… De modo que, ¿por qué iba a prestar una atención especial al ver su rostro en la fotografía de una mujer hermosa?
¿Debía llamar a Mosken para que le confirmase lo que Gudbrand Johansen, alias Sindre Fauke, había escrito? ¿Acaso era necesario? De momento, no.
Volvió a mirar el reloj. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué era lo que lo apremiaba, salvo que había acordado verse con Rakel a las once? Seguramente, Ellen le habría dado la respuesta, pero Ellen no estaba allí y él no tenía tiempo de ponerse a averiguarla en aquel momento. Precisamente eso, no tenía tiempo.
Siguió hojeando las páginas, hasta llegar al 7 de octubre de 1995. Ya sólo quedaban unas cuantas hojas del manuscrito. Harry notó que le sudaban las palmas de las manos. Sintió algo similar a lo que el padre de Rakel describía que le había sucedido cuando recibió la carta de Helena: la aversión a, finalmente, tener que enfrentarse a lo inevitable.
OSLO
7 de Octubre de 1999
«Voy a morir. Después de todo lo que he tenido que pasar en la vida, me ha resultado extraño saber que, como a la mayoría de la gente, será una enfermedad la que me dé el golpe de gracia. ¿Cómo se lo voy a decir a Rakel y a Oleg? Mientras subía por la calle Karl Johan, pensé que esta vida que, desde que murió Helena, se me antojaba sin valor, se convertía de repente en algo muy valioso para mí. No porque no desee reencontrarme contigo, Helena, sino porque he descuidado mi misión aquí en la tierra durante muchos años y ya apenas si me queda tiempo. Subí por la misma pendiente de gravilla que el 13 de mayo de 1945. El príncipe heredero sigue sin salir al balcón para decirnos que él nos comprende. Él sólo comprende las situaciones difíciles de los demás. No creo que venga, creo que nos ha fallado.
Después, me dormí apoyado contra un árbol y tuve un sueño largo y extraño, como una revelación. Y cuando desperté, vi que también mi compañero estaba despierto. Daniel ha vuelto. Y sé lo que quiere.»
El Ford Escort lanzó un rugido cuando Harry cambió con brutalidad de marcha atrás, a primera y a segunda, sucesivamente. Y chilló como un animal herido cuando Harry presionó y mantuvo el acelerador pisado a fondo. Un tipo ataviado con el traje típico de Østerdal cruzó apresurado el paso de cebra en el cruce de la calle Vibe con la de Bogstadveien, librándose así de que su pie quedase aplastado bajo una rueda con el dibujo casi por completo desgastado. En la calle Hegdehaugsveien se había formado una cola para llegar al centro, y Harry se pasó al centro de los dos carriles sin dejar de tocar el claxon con la esperanza de que los conductores de los coches que venían en dirección contraria tuviesen suficiente sentido común como para apartarse. Acababa de hacer la maniobra de colocarse en la parte izquierda del seto que había ante el Lorry Kafé cuando, de repente, una pared de color azul claro cubrió todo su campo de visión. ¡El tranvía!
Era demasiado tarde para detenerse, de modo que giró por completo el volante, pisó ligeramente el pedal del freno para mover la parte trasera del coche y se deslizó sobre el puente hasta tocar el tranvía por el lateral izquierdo. El espejo lateral desapareció con un breve chasquido; la manilla de la puerta al deslizarse contra el lateral del tranvía resonó con un chirrido.
—¡Joder, joder!
Pasó el tranvía, quedó solo y las ruedas se liberaron de las vías, se aferraron al asfalto y lo llevaron hasta el siguiente semáforo.
Verde, verde, ámbar.
Pisó a fondo el acelerador, siguió tocando el claxon con la vana esperanza de que su débil pitido llamase la atención en medio de los festejos del Diecisiete de Mayo, a las diez y cuarto de la mañana y en el centro de Oslo. Así iba, gritando, pisando el freno, y mientras el Escort se deshacía en desesperados esfuerzos por mantenerse aferrado a la madre tierra, las fundas vacías de las casetes, los paquetes de cigarrillos y el propio Harry Hole se precipitaban hacia delante en el interior del coche. Cuando el vehículo volvió a detenerse, se dio un cabezazo contra la luna delantera. Un grupo de jóvenes apareció de pronto gritando y agitando banderas en medio del paso de peatones y justo delante de su coche. Harry se frotó la frente. Estaba enfrente de Slottsparken y la calle peatonal que conducía al palacio aparecía plagada de gente. Desde el cabriolé abierto que había en el carril contiguo oyó la radio y la célebre emisión en directo que era la misma de todos los años:
«La familia real saluda desde el balcón el desfile infantil y al pueblo congregado en la plaza del Palacio. Los gritos de júbilo del pueblo se dirigen especialmente al príncipe heredero, recién llegado de Estados Unidos, puesto que él es…»
Harry pisó el embrague y aceleró en dirección al bordillo de la acera de la calle peatonal.
OSLO
16 de Octubre de 2000
Capítulo 111«He empezado a sonreír otra vez. En realidad, es Daniel quien sonríe, claro está. No le he dicho a nadie que, una de las primeras cosas que hizo cuando volvió a despertar, fue llamar a Signe. Lo hicimos desde el teléfono público del Schrøder. Y fue tan terriblemente divertido, que lloramos de risa.
Seguiré perfilando el plan esta noche. El problema sigue siendo cómo me haré con el arma que necesito.»
OSLO
6 de Febrero de 2000
Capítulo 112«… parecía que el problema estaba por fin resuelto, apareció: Hallgrim Dale. Como era de esperar, estaba acabado. Hasta el último momento confié en que no me reconociese. Por lo visto, había oído rumores de que yo había sucumbido en los bombardeos de Hamburgo, porque creyó que era un fantasma. Después comprendió que había gato encerrado y me pidió que le pagara por tener la boca cerrada. Pero el Dale que yo conozco no habría podido mantener un secreto ni por todo el dinero del mundo. De modo que procuré ser la última persona con la que mantuviese una conversación. No es que me agradara, pero he de reconocer que sentí cierta satisfacción al comprobar que no he olvidado por completo mis habilidades de antaño.»
OSLO
6 de Febrero de 2000
«Durante más de cincuenta años y seis veces al año, Edvard Mosken y yo nos hemos estado viendo en el restaurante Schrøder. La mañana del primer martes de cada dos meses. Aún llamamos a estos encuentros «reuniones del Estado Mayor», como hacíamos cuando el restaurante estaba en la plaza Youngstorget. Me he preguntado a menudo qué es lo que nos une a Edvard y a mí, con lo distintos que somos. Quizá no es más que un destino común lo que nos une. El hecho de estar marcados por los mismos sucesos. Ambos estuvimos en el frente oriental, ambos hemos perdido a nuestras esposas y nuestros hijos son adultos. No lo sé, pero ¿por qué no? Lo más importante para mí es mi certeza de que cuento con su total lealtad. Por supuesto que no olvida que yo le ayudé al terminar la guerra, pero le he echado alguna mano después también. Como a finales de los años sesenta, cuando se descontroló con la bebida y con las apuestas de caballos y estuvo a punto de perder la compañía de transporte, si yo no hubiese pagado sus deudas de juego.
No, ya no queda gran cosa del aguerrido militar que yo recuerdo de Leningrado pero, en los últimos años, Edvard se ha reconciliado con la idea de que la vida no resultó ser como él se había imaginado, y ahora intenta sacarle el máximo partido. Se concentra en ese caballo suyo y ya no se dedica ni a la bebida ni al juego, sino que se contenta con darme información sobre las carreras de vez en cuando.
Y a propósito de información, fue él quien me informó de que Even Juul le había preguntado si no sería posible que Daniel Gudeson estuviese vivo, después de todo. Llamé a Even aquella misma noche y le pregunté si se había vuelto senil. Pero Even me contó que, hacía unos días, había cogido el auricular del supletorio del dormitorio y que oyó la voz de un hombre que aseguraba ser Daniel y que su mujer se había asustado muchísimo. El hombre que llamó por teléfono le había dicho a su mujer que volvería a llamarla otro martes. Even aseguraba que oyó ruidos como de un café, así que ahora se dedicaba a visitar los cafés de Oslo todos los martes, para dar con el acosador telefónico. Sabía que la policía no se iba a preocupar lo más mínimo por una nadería así, y no le había dicho nada a Signe por si ella intentaba disuadirlo de su empeño. Tuve que morderme la mano para no echarme a reír antes de desearle suerte a ese viejo imbécil.
Desde que me mudé al piso de Majorstuen, no he visto a Rakel, aunque hemos hablado por teléfono. Parece que ambos estamos hartos de pelearnos. Yo he desistido de explicarle lo que nos hizo a su madre y a mí cuando se casó con ese ruso procedente de una vieja familia de bolcheviques.
—Ya sé que para ti fue una traición —me dice Rakel—. Pero hace ya tanto tiempo…, ¿por qué no dejamos ya ese tema?
Pero no hace tanto tiempo. En realidad, ya no hace tanto tiempo de nada.
Oleg pregunta por mí. Es un buen chico. Aunque espero que no se vuelva tan terco e independiente como su madre, que heredó esos rasgos de Helena. Se parecen tanto que, al hablar de ello, se me llenan los ojos de lágrimas.
Edvard me ha prestado su cabaña para la semana que viene. Allí probaré el rifle. Daniel se alegra de ello.»
El semáforo se puso verde y Harry pisó el acelerador. El coche se bamboleó cuando las ruedas se toparon con el bordillo de la acera y luego dio un salto nada elegante para, de repente, verse en medio del césped. La calle peatonal estaba llena de gente, de modo que Harry siguió transitando por la hierba. Fue deslizándose en zigzag entre los estanques y cuatro jóvenes que habían tenido la idea de ponerse a desayunar en medio del parque, sobre una manta. En el espejo retrovisor vio el juego de las luces azules de los coches de policía. Junto a la garita de la Guardia Real, la multitud se agolpaba ya hasta el punto de que Harry se detuvo, salió del coche de un salto y echó a correr hacia las barreras que rodeaban la plaza del palacio.
—¡Policía! —gritó Harry mientras se abría camino entre la muchedumbre.
Los que estaban en primera fila se habían levantado muy temprano para asegurarse un buen sitio y se desplazaron de mala gana. Cuando saltó las barreras, un guardia real intentó detenerlo, pero Harry le apartó el brazo blandiendo su placa y llegó a la plaza dando traspiés. La gravilla crujía bajo sus pies. Se puso de espaldas al desfile infantil. En ese preciso momento, la escuela infantil de Slemdal y la banda de música juvenil de Vålerenga desfilaban bajo el balcón del palacio, desde el que la familia real saludaba al ritmo de los tonos desafinados de
I’m just a Gigolo.
Harry fijó la mirada en una larga serie de rostros de reluciente sonrisa y de banderolas de colores rojo, blanco y azul. Sus ojos escrutaron de arriba abajo las filas de asistentes: jubilados, señores que hacían fotos, padres de familia con sus pequeños a hombros, pero ni rastro de Sindre Fauke. Gudbrand Johansen. Daniel Gudeson.
—¡Joder, joder!
Gritaba, más que nada, de desesperación.
Pero allí, ante las barreras, vio, pese a todo, una cara conocida. Alguien que trabajaba vestido de civil y con el transmisor y las gafas de sol oscuras. De modo que, después de todo, había seguido el consejo de Harry de apoyar a los padres de familia en lugar de ir al Scotsman.
—¡Halvorsen!
OSLO
17 de Mayo de 2000
«Signe está muerta. Fue ejecutada por traidora hace tres días, con una bala que le atravesó su pérfido corazón. Después de haberme mantenido firme tanto tiempo, vacilé cuando Daniel me dejó después del disparo. Me abandonó a un solitario desconcierto. Permití que la duda aflorase y pasé una noche terrible. La enfermedad no mejora las cosas. Tomé tres pastillas, cuando el doctor Buer me dijo que tomase sólo una; aun así, el dolor era insoportable. Pero al final me dormí y al día siguiente me desperté y Daniel había vuelto a mi lado con renovadas fuerzas. Era la penúltima etapa, así que ahora seguimos navegando a toda vela.
Ven al círculo de la hoguera en el campamento, mira la llama roja y dorada, aquel que nos alienta a avanzar hacia la victoria exige fidelidad a vida o muerte.
Ya se acerca el día en que la Gran Traición quedará vengada. No tengo miedo.
Lo más importante es, por supuesto, que la Traición se dé a conocer. Si quienes encuentren estas memorias no son las personas adecuadas, me expongo a que se destruyan o se mantengan en secreto, por las posibles reacciones de las masas. Ante tal eventualidad, le he dado las pistas necesarias a un joven oficial del CNI. Ahora sólo queda comprobar lo inteligente que es. Pero mi intuición me dice que es una persona íntegra.
Los últimos días han sido dramáticos.
Empezaron el día que decidí que zanjaría el asunto con Signe. Acababa de llamarla para decirle que iría a buscarla y salía del restaurante Schrøder cuando, a través del cristal que cubre toda la pared del café de enfrente, vi el rostro de Even Juul. Fingí no haberlo visto y seguí caminando, pero sabía que él comprendería cuando reflexionase un poco.
Ayer recibí la visita del policía. Creía que las pistas que le había dado eran tan claras que comprendería la relación antes de que yo hubiese cumplido mi misión. Pero resultó que dio con el rastro de Gudbrand Johansen en Viena. Comprendí entonces que tenía que ganar tiempo, cuarenta y ocho horas, como mínimo. Así que le conté una historia sobre Even Juul, que acababa de inventar, precisamente ante la eventualidad de que se produjese una situación como ésa. Le dije que Even era una pobre alma herida y que Daniel se había instalado en su interior. Para empezar, la historia haría creer que Juul era el responsable de todo, incluso del asesinato de Signe. Y para continuar, el suicidio amañado que había planeado para Juul sería más verosímil.
Cuando el policía se marchó, me puse enseguida manos a la obra. Even Juul no parecía especialmente asombrado cuando abrió la puerta hoy y me vio en la escalinata. No sé si fue porque había tenido oportunidad de pensar o si ya había perdido la capacidad de admirase. De hecho, parecía estar muerto. Le puse un cuchillo contra la garganta y le juré que lo rajaría con la misma facilidad con que había rajado a su perro si se movía. Para asegurarme de que me había entendido, abrí la bolsa de la basura que llevaba y le enseñé el animal. Subimos al dormitorio y se colocó dócilmente encima de la silla y ató la correa del perro al gancho de la lámpara.
—No quiero que la policía tenga más pistas hasta que todo haya, pasado, así que tenemos que hacer que parezca un suicidio —le dije.
Pero él no reaccionó, parecía indiferente. Quién sabe, tal vez le hice un favor.
Después, limpié las huellas dactilares, puse la bolsa con el perro en el congelador y dejé los cuchillos en el sótano. Todo estaba listo y sólo fui a echar una última ojeada al dormitorio cuando de repente oí crujir la gravilla y vi un coche de policía en la calle. Se había detenido como si estuviese esperando algo, pero yo comprendí que estaba en peligro. Gudbrand se puso nervioso, claro está, pero por suerte Daniel tomo el mando y actuó con rapidez.
Fui a coger las llaves de los otros dos dormitorios y comprobé que una de ellas valía para la cerradura del dormitorio en el que estaba colgado Even. La puse en el suelo, en el interior de la habitación, y saqué la llave original y la utilicé para cerrar la puerta por fuera. Finalmente, dejé la llave de ese dormitorio en el otro. No me llevó más de unos segundos y después, me fui tranquilamente a la planta principal y marqué el número de Harry Hole.
Y, un segundo más tarde, entró por la puerta.
Aunque sentía ganas de reír, creo que logré adoptar una expresión de sorpresa. Posiblemente, porque estaba un tanto sorprendido. En efecto, yo había visto a otro de los policías, aquella noche en Slottsparken. Pero creo que él no me reconoció. Tal vez porque hoy estaba viendo a Daniel. Y, por supuesto, caí en la cuenta de limpiar las huellas dactilares de las llaves.»