Enemigo, enemigo. Tarde o temprano, al final lo atraparé.
Chaqueta del abuelo.
Cierra el pico, ¡no hay un después!
El rostro que hay en la mira telescópica tiene un aspecto grave. Sonríe, chico.
¡Traición, traición, traición!
Ha presionado tanto el gatillo que éste ya no opone resistencia, una tierra de nadie donde el momento del disparo se encuentra en un lugar indefinido. No pienses en estallidos ni en recular, sigue apretando, deja que pase cuando tenga que pasar.
El estruendo lo dejó sorprendido. Durante una milésima de segundo, todo estuvo en silencio, en total silencio. Y entonces se oyó el eco y las ondas sonoras se posaron sobre la ciudad y sobre el súbito silencio provocado por los miles de ruidos que enmudecieron en el mismo instante.
Harry recorría a la carrera los pasillos de la planta vigésima segunda cuando escuchó el estruendo.
—¡Joder! —masculló.
Las paredes, que parecían precipitarse hacia él como si corriesen a ambos lados de su cuerpo, le daban la sensación de estar atravesando una tubería enorme. Puertas. Cuadros, cubos azules. Sus pasos apenas si se oían en la mullida alfombra. Bien. Los buenos hoteles piensan en amortiguar el ruido. Y los buenos policías piensan en lo que van a hacer. Joder, joder, lactosa en el cerebro. Una máquina de hielo. Habitación 2254, habitación 2256, una nueva detonación. La suite Palace.
El corazón le latía desbocado. Harry se colocó a un lado de la puerta e introdujo la tarjeta maestra en la cerradura. Se oyó un leve zumbido y, después, un claro clic antes de que la luz del indicador se pusiese verde. Harry bajó el picaporte con cuidado.
La policía tenía procedimientos establecidos para situaciones como aquélla. Harry había asistido a un curso, y los había aprendido. Pero no pensaba seguir uno solo de ellos.
Abrió la puerta de un tirón, entró en tromba empuñando la pistola con las dos manos y se colocó de rodillas en la puerta de la sala. La luz inundó la habitación, cegándolo y escociéndole en los ojos. Una ventana abierta. El sol pendía como un halo detrás del cristal, por encima de la cabeza de una persona de blancos cabellos que se giró despacio.
—¡Policía! Suelta el arma —gritó Harry.
Las pupilas de Harry se cerraron y la silueta del rifle que estaba apuntándole se hizo visible.
—¡Suelta el arma! —repitió—. Ya has hecho lo que viniste a hacer, Fauke. Misión cumplida. Se acabó.
Fue curioso, pero las bandas de música seguían tocando fuera, como si nada hubiese ocurrido. El viejo alzó el rifle y puso la culata contra su mejilla. Los ojos de Harry se habían habituado a la luz y ahora miraba fijamente la boca de un arma que, hasta el momento, sólo había visto en fotografías.
Fauke murmuró unas palabras que quedaron ahogadas por un nuevo estruendo, más agudo y más claro en esta ocasión.
—¡Qué c…! —susurró Harry.
Fuera, detrás de Fauke, vio elevarse una nube de humo como una burbuja procedente de los cañones del fuerte de Akershus. Las salvas del Diecisiete de Mayo. ¡Eran las salvas del Diecisiete de Mayo! Y Harry las oyó, como oyó los gritos de júbilo. Inspiró profundamente. En la habitación no olía a pólvora quemada. Cayó en la cuenta de que Fauke no había disparado. Aún no. Apretó la culata de su revólver y observó el rostro arrugado que lo miraba inexpresivo por encima de la mira. No se trataba sólo de su vida y la del viejo. Las instrucciones eran claras.
—Vengo de la calle Vibe, y he leído tu diario —confesó Harry—. Gudbrand Johansen. ¿O quizás estoy hablando con Daniel?
Harry apretó los dientes y probó a doblar un poco el dedo en el gatillo.
El viejo volvió a murmurar.
—¿Qué dices?
—
Passwort
—dijo el viejo con una voz bronca y totalmente distinta a la que Harry le había oído antes.
—No lo hagas —dijo Harry—. No me obligues.
Una gota de sudor rodó por al frente de Harry, discurrió por la nariz y quedó colgando en la punta, como si no terminase de decidirse a caer. Harry cambió la posición de las manos en torno a la culata de su pistola.
—
Passwort
—repitió el viejo.
Harry veía su dedo aferrarse más y más al gatillo. Sintió en su corazón la angustia de la muerte.
—No —repitió Harry—. Aún no es demasiado tarde.
Pero sabía que no era cierto. Era demasiado tarde. El viejo estaba lejos de toda sensatez, lejos de este mundo, de esta vida.
—
Passwort.
Pronto habría terminado todo para los dos, ya sólo quedaba algo de tiempo lento, una vez más, el tiempo de la Nochebuena, antes…
—Oleg —dijo Harry.
El arma apuntaba directamente a su cabeza. Un claxon resonó a lo lejos. Un estremecimiento recorrió el rostro del viejo.
—La contraseña es Oleg —repitió Harry.
El dedo dejó de moverse en torno al gatillo.
El viejo abrió la boca para decir algo.
Harry contenía la respiración.
—Oleg —repitió el viejo.
Sonó como una ráfaga de viento en sus labios resecos.
Harry no supo explicarse después cómo fue, pero lo vio: el viejo murió en ese mismo segundo y, al instante, desde detrás de las arrugas, era un rostro de niño el que lo miraba. El arma ya no le apuntaba y Harry bajó su revólver. Después, extendió la mano con cuidado y la posó sobre el hombro del viejo.
—¿Me prometes que no…? —comenzó el viejo con voz apenas perceptible.
—Te lo prometo —le aseguró Harry—. Me encargaré personalmente de que no salga a la luz ningún nombre. Oleg y Rakel no se verán perjudicados.
El viejo miró a Harry largo rato. El rifle cayó al suelo de golpe y el hombre se desplomó.
Harry sacó el cargador del rifle y lo dejó en el sofá, antes de marcar el número de la recepción y pedirle a Betty que solicitase una ambulancia. Después, llamó al móvil de Halvorsen y le dijo que ya había pasado el peligro. Tendió al viejo en el sofá y se sentó a esperar en una silla.
—Al final, lo pillé —susurró el viejo—. Estuvo a punto de escaparse, ¿sabes? En la hondonada.
—¿A quién atrapaste? —preguntó Harry dando una calada a su cigarrillo.
—A Daniel, claro. Al final, lo atrapé. Helena tenía razón. Yo siempre fui el más fuerte.
Harry apagó el cigarrillo y se acercó a la ventana.
—Me estoy muriendo —susurró el viejo.
—Lo sé —dijo Harry.
—Está en mi pecho. ¿Lo ves?
—¿El qué?
—El hurón.
Pero Harry no veía ningún hurón. Tan sólo vio una nube que se deslizaba por el cielo como una duda pasajera, las banderas noruegas agitándose al sol en todos los mástiles de la ciudad y un pájaro gris que pasó aleteando ante la ventana. Pero ningún hurón.
HOSPITAL DE ULLEVÅL
19 de Mayo de 2000
Bjarne Møller halló a Harry en la sala de espera de la sección de oncología.
El jefe se sentó junto a Harry y le guiñó el ojo a una niña pequeña que se volvió con el ceño fruncido.
—Me han dicho que se acabó —dijo Møller.
Harry asintió.
—Esta noche, a las cuatro. Rakel ha estado aquí todo el tiempo. Oleg está dentro ahora. ¿Qué haces aquí?
—Quería hablar contigo.
—Necesito un cigarrillo —dijo Harry—. Salgamos fuera.
Encontraron un banco a la sombra de un árbol. Unas nubes atravesaron el cielo sobre sus cabezas. Parecía que hoy también haría calor.
—¿Así que Rakel no sabe nada? —preguntó Møller.
—No, nada.
—O sea, que los únicos que conocemos la verdad somos Meirik, la comisario jefe, el ministro de Justicia, el primer ministro y yo. Y tú, claro.
—Tú sabes mejor que yo quién sabe qué, jefe.
—Sí, naturalmente. Sólo estaba pensando en voz alta.
—Bueno, ¿de qué querías hablar conmigo?
—¿Sabes una cosa, Harry? Algunos días pienso que me gustaría trabajar en otro lugar. En un lugar donde haya menos política y más trabajo policial. En Bergen, por ejemplo. Pero luego, te levantas un día como hoy, te colocas junto a la ventana del dormitorio y contemplas el fiordo y la isla de Hovedøya y oyes el trino de los pájaros y…, ¿me comprendes? Y, de repente, ya no quieres estar en ningún otro lugar.
Møller observó una mariquita que caminaba por su muslo.
—Lo que quería decirte, Harry, es que queremos que las cosas sigan como están.
—¿De qué cosas estamos hablando?
—¿Sabías que ningún presidente estadounidense de los últimos veinte años ha terminado su candidatura sin que se descubran diez intentos de atentado contra él, como mínimo? ¿Y que los autores, sin excepción, han sido atrapados sin que el asunto llegue a los medios de comunicación? Nadie sale ganando con que se sepa que se había planeado un atentado contra un jefe de Estado, Harry. En especial si, en teoría, tenía posibilidades de éxito.
—¿En teoría, jefe?
—No son mis palabras. Pero la conclusión es, en cualquier caso, que esto se silenciará. Para no sembrar la sensación de inseguridad. O desvelar puntos débiles en las medidas de seguridad. Tampoco éstas son palabras mías. Los atentados producen un efecto de contagio, exactamente igual que…
—Sí, ya sé lo que quieres decir —atajó Harry dejando escapar por la nariz el humo de su cigarrillo—. Pero, ante todo, lo hacemos por consideración a aquellos que son responsables, ¿no es cierto? Aquellos que podían y debían haber dado la alarma antes.
—Ya te digo —intervino Møller—. Hay días en que Bergen parece una buena alternativa.
Guardaron silencio durante un rato. Un pájaro avanzó dando saltitos ante ellos, movió la cola, picoteó la hierba y miró cauto a su alrededor.
—La lavandera blanca —dijo Harry—.
Motacilla alba.
Un ave cautelosa.
—¿Qué?
—
Manual para los amantes de las aves.
¿Qué hacemos con los asesinatos cometidos por Gudbrand Johansen?
—Para esos asesinatos ya teníamos la solución antes, ¿no es cierto?
—¿A qué te refieres?
Møller se movió inquieto.
—Lo único que conseguiremos si removemos ese asunto será abrir las viejas heridas de los afectados y arriesgarnos a que alguno empiece a devanar el ovillo de toda la historia. Esos casos estaban resueltos.
—Exacto. Even Juul. Y Sverre Olsen. Pero ¿qué me dices del asesinato de Hallgrim Dale?
—Nadie tiene interés en averiguarlo. Después de todo, Dale era…
—Tan sólo un viejo borracho del que nadie se preocupaba, ¿no?
—No seas así, Harry, no hagas esto más difícil de lo que ya es. Tú sabes que a mí me resulta tan desagradable como a ti.
Harry apagó el cigarrillo contra el brazo del banco y guardó la colilla en el paquete.
—Tengo que volver dentro, jefe.
—Ya, bueno, ¿podemos contar con que te guardarás para ti lo que sabes?
Harry sonrió lacónico.
—¿Es cierto lo que he oído sobre la persona que va a quedarse con mi puesto en el CNI?
—Por supuesto —dijo Møller—. Tom Waaler ha dicho que va a solicitarlo. Meirik piensa incluir toda la sección de actividades neonazis bajo ese puesto, de modo que servirá de trampolín para los puestos de verdadera envergadura. Y pienso recomendarlo a él, por cierto. Supongo que te alegrarás de que desaparezca ahora que tú estás de vuelta en el grupo de delitos violentos, ¿no? Ahora que el cargo de comisario queda libre en nuestro grupo.
—¿De modo que ésa es la compensación que recibo por mantener la boca cerrada?
—Pero, hombre, ¿qué es lo que te hace pensar tal cosa? Ese puesto será para ti porque tú eres el mejor. Has vuelto a demostrarlo. Tan sólo me pregunto si podemos confiar en ti.
—¿Sabes en qué caso quiero trabajar?
Møller se encogió de hombros.
—El asesinato de Ellen ya está resuelto, Harry.
—No del todo —objetó—. Hay un par de cosas que aún no sabemos. Por ejemplo, qué se hizo de las doscientas mil coronas de la compra de armas. Tal vez hubiese más de un intermediario.
Møller asintió.
—De acuerdo. Halvorsen y tú disponéis de dos meses. Si no encontráis nada en ese tiempo, daremos el caso por cerrado.
—Me parece bien.
Møller se levantó dispuesto a marcharse.
—Hay una cosa más sobre la que me gustaría preguntarte, Harry. ¿Cómo adivinaste que la contraseña era Oleg?
—Bueno, Ellen siempre me decía que lo primero que se le ocurría solía ser lo acertado.
—Impresionante —dijo Møller asintiendo para sí—. De modo que, lo primero que se te ocurrió fue el nombre de su nieto, ¿no?
—No.
—¿Ah, no?
—Yo no soy Ellen. Yo necesito pensar las cosas dos veces.
Møller lo miró receloso.
—¿Estás quedándote conmigo, Harry?
Harry sonrió. Y miró hacia la lavandera blanca.
—En el manual sobre las aves leí que nadie sabe por qué las lavanderas menean la cola cuando se detienen. Es un misterio. Lo único que se sabe es que no pueden evitarlo…
COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA
19 de Mayo de 2000
Harry acababa de poner los pies sobre el escritorio y de encontrar la posición perfecta cuando sonó el teléfono. Con el fin de evitar tener que encontrar esa posición una vez más, se estiró y puso a trabajar los músculos de los glúteos, intentando guardar el equilibrio en aquella silla, cuyas traicioneras ruedas siempre estaban bien engrasadas. Alcanzó el auricular con las puntas de los dedos.
—Aquí Hole.
—
Harry? Esaias Burne speaking. How are you?
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—
Esaias! This is a surprise!
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—¿Seguro que es una sorpresa? Sólo te llamaba para darte las gracias.
—Las gracias, ¿por qué?
—Porque no pusiste nada en marcha.
—¿Que no puse nada en marcha? ¿A qué te refieres?
—Ya sabes a qué me refiero, Harry. A que no se puso en marcha ninguna iniciativa diplomática sobre el indulto de la pena y cosas de ésas.
Harry no respondió. En cierto modo, sí que se esperaba aquella llamada. La postura que tenía sobre la silla empezaba a no ser tan cómoda. Recordó de pronto los ojos suplicantes de Andreas Hochner y la voz suplicante de Constance Hochner: «¿Me promete que hará cuanto esté en su mano, señor Hole?».
—¿Harry?
—Sí, sigo aquí.
—Dictaron sentencia ayer.
Harry clavó la mirada en la fotografía de Søs, que colgaba de la pared de enfrente. Aquel año habían tenido un verano más caluroso de lo habitual, ¿no? Se bañaron incluso en los días de lluvia. Sintió que lo invadía una tristeza indescriptible.