Rakel lo llamó desde la cocina para que le ayudase a llevar la comida a la mesa. Todo lo demás empezaba a desdibujarse.
CALLE HOLMENKOLLVEIEN
17 de Mayo de 2000
Los acordes de la banda de música iban y venían con el viento. Harry abrió los ojos. Todo era blanco. La luz del sol que centelleaba y lo saludaba por entre las inmaculadas cortinas que se agitaban al ritmo de la brisa, las blancas paredes, el techo blanco y la ropa de cama, también blanca y tan refrescante sobre la piel ardiente. Se dio la vuelta. En el hueco de la almohada se veía aún el rastro de su cabeza, pero la cama estaba vacía. Miró el reloj de pulsera. Las ocho y cinco. Rakel y Oleg iban camino de la plaza de Festningsplassen, desde donde partiría el desfile infantil. Habían acordado verse a las once, ante el edificio de la Guardia Real, junto al palacio.
Cerró los ojos y rememoró una vez más la noche pasada. Luego se levantó y fue al cuarto de baño. Allí también dominaba el blanco, los azulejos, los sanitarios. Se dio una ducha de agua fría y, sin saber cómo, se oyó a sí mismo canturreando una vieja canción de los The-The:
—«…
a perfect day!»
Rakel le había dejado una toalla limpia, también blanca, gruesa y esponjosa, con la que se frotó para poner en marcha la circulación mientras escrutaba su rostro en el espejo. Ahora era feliz, ¿no? En aquel preciso momento, era feliz. Le sonrió al rostro que tenía frente a sí. Y el rostro le devolvió la sonrisa. Ekman y Friesen. Sonríele al mundo…
Rió de buena gana, se anudó la toalla a la cintura y, con las plantas de los pies mojadas, se encaminó hacia el pasillo y entró en el dormitorio. Tardó unos segundos en comprender que se había equivocado de dormitorio, pues también allí todo era de color blanco: las paredes, el techo, una cómoda con fotografías de familia y una cama de matrimonio ricamente decorada con una antigua colcha de ganchillo.
Se disponía a salir, y ya estaba junto a la puerta cuando se quedó de piedra. Permaneció inmóvil, como si una parte del cerebro estuviese ordenándole continuar y olvidar el detalle mientras que la otra lo apremiaba a volver y comprobar si lo que acababa de ver era lo que él creía. O, más bien, lo que él temía. Ignoraba qué era lo que temía y por qué. Pero sabía que, cuando todo es perfecto, no puede ser mejor y no debes cambiar nada, ni lo más mínimo. Pero ya era demasiado tarde. Naturalmente, era demasiado tarde.
Respiró hondo, se dio la vuelta y entró de nuevo.
Un portarretratos dorado enmarcaba la instantánea en blanco y negro. La mujer de la fotografía tenía el rostro delgado, los pómulos altos y salientes y dirigía la mirada, risueña y confiada, más allá de la cámara, al fotógrafo. Parecía fuerte. Llevaba una blusa sencilla y, sobre la blusa, colgaba una cruz de plata.
«Llevan casi dos mil años representándola en todo tipo de iconos.»
Pero no era ésa la razón por la que su rostro le había resultado familiar la primera vez que vio una fotografía suya.
No cabía la menor duda. Se trataba de la misma mujer que había visto en la instantánea de la habitación de Beatrice Hoffmann.
OSLO
17 de Mayo de 2000
«Escribo estas líneas para que quien las encuentre sepa someramente el porqué de mi elección. Las alternativas de mi vida han estado, por lo general, entre dos o más opciones negativas, y creo que se me debe juzgar teniendo en cuenta este hecho. Pero también debe juzgárseme teniendo presente que jamás eludí la responsabilidad de una elección, que no me desentendí de mis obligaciones morales, sino que me arriesgué a elegir el camino equivocado antes que vivir cobardemente como uno más de la mayoría silenciosa, como el que busca la seguridad en la masa, permitiéndole que elija por él. Esta última elección mía tiene por objeto prepararme para el momento en que me reencuentre con nuestro Señor y con Helena.»
—¡Mierda!
Harry pisó a fondo el freno mientras la muchedumbre elegantemente vestida y ataviada con el traje típico noruego avanzaba por el paso de peatones del cruce de Majorstukrysset. Se diría que toda la ciudad se había echado ya a la calle. Y él tenía la sensación de que el semáforo no volvería a ponerse verde jamás. Por fin pudo soltar el embrague y acelerar otra vez. En la calle Vibe, aparcó en doble fila y llamó al portero automático de la casa de Fauke. Un niño pasó corriendo como una tromba retumbando en el suelo con las botas y Harry dio un respingo al oír el ruido estridente y chillón de la trompetilla.
Fauke no respondía. Harry volvió al coche, encontró la palanca que siempre llevaba en el suelo, a los pies del asiento del acompañante, para abrir la puerta del maletero, pues la cerradura estaba estropeada. Volvió al portal y puso las dos manos sobre las hileras de botones del portero automático. Tras unos segundos, oyó una mezcla cacofónica de voces irritadas, seguramente de gente con poco tiempo y con la plancha o el cepillo para lustrar los zapatos en la mano. Dijo que era policía y alguien debió de creerlo porque, de repente, oyó el chisporroteo de la puerta y pudo abrirla. Subió los peldaños de cuatro en cuatro y llegó enseguida a la cuarta planta, con el corazón más desbocado de lo que estaba desde que vio la fotografía en el dormitorio, hacía un cuarto de hora.
«La misión que me he propuesto llevar a cabo ha costado ya varias vidas inocentes y, naturalmente, existe el riesgo de que sean más. En la guerra siempre es así. De modo que júzgame como a un soldado que no tuvo muchas opciones. Ése es mi deseo. Pero si me juzgas con dureza, piensa que, como yo, no eres más que un ser humano susceptible de errar, y que tanto para ti como para mí, no habrá al final más que un juez: Dios. Éstas son mis memorias.»
Harry golpeó con el puño la puerta de Fauke por dos veces y gritó su nombre. Como no respondía, metió la palanca justo debajo de la cerradura y dejó caer sobre ella su peso. Al tercer intento, la puerta cedió con gran estrépito. Cruzó el umbral. El apartamento estaba a oscuras y en silencio y, curiosamente, le recordó al dormitorio en el que había estado hacía pocos minutos, pues tenía un aire de vacío y de abandono. Supo por qué tan pronto como entró en la sala de estar. El apartamento había sido abandonado. Todos los papeles que antes había visto en el suelo, los libros de las estanterías atestadas y las tazas de café medio vacías, todo había desaparecido. Los muebles estaban amontonados en un rincón y cubiertos con sábanas blancas. Un rayo de sol entró por la ventana y fue a caer sobre un montón de documentos sujetos con una goma que estaban en el suelo vacío de la sala de estar.
«Espero que, cuando leas esto, yo ya esté muerto. Espero que todos estemos muertos.»
Harry se acuclilló junto al montón.
«La gran traición
—se leía escrito a máquina en la primera página—.
Memorias de un soldado.»
Harry quitó la goma.
La página siguiente: «Escribo estas líneas para que, quien las encuentre, sepa someramente el porqué de mi elección». Harry hojeó el montón. Debían de ser varios cientos de páginas bien repletas. Miró el reloj. Eran las ocho y media. Encontró el número de Fritz en Viena en la agenda, sacó el móvil y lo localizó justo cuando volvía a casa después de un servicio nocturno. Después de un minuto de conversación con Fritz, llamó al servicio de información telefónica donde encontraron el número que pedía y lo pasaron directamente.
—Aquí Weber.
—Hola, soy Hole. Felicidades en el día de hoy, ¿no es eso lo que se dice?
—¡A la mierda! ¿Qué es lo que quieres?
—Bueno, supongo que tendrás planes para hoy…
—Sí. Tenía planes de mantener la puerta y la ventana cerradas y de leer la prensa. Suéltalo ya.
—Necesito tomar unas huellas dactilares.
—Estupendo. ¿Cuándo?
—Ahora mismo. Tráete el maletín y así las enviamos desde aquí. Y además, necesito un arma reglamentaria.
Harry le dio la dirección. Después, tomó el montón de papeles y se dirigió a una de las sillas fantasmales, se sentó y empezó a leer.
LENINGRADO
12 de Diciembre de 1942
«Los destellos iluminan el cielo de la noche, tan gris que parece una lona sucia tensada sobre el paisaje desolado que nos rodea. Puede que los rusos hayan iniciado una ofensiva, puede que sólo quieran hacernos creer que así es, esas cosas nunca se saben hasta después. Daniel volvió a mostrarse como un tirador excelente. De no ser porque ya era una leyenda, se habría ganado hoy la inmortalidad. Le disparó a un ruso y lo mató desde una distancia de casi medio kilómetro. Después, lo arrastró él solo hasta tierra de nadie y le dio cristiana sepultura. Jamás había visto nada semejante. Se trajo la gorra del ruso como trofeo. Luego hizo gala de su humor habitual, cantando y animando el ambiente para regocijo de todos (salvo de algún que otro compañero que se portó como un envidioso aguafiestas). Estoy extremadamente orgulloso de tener por amigo a un hombre tan íntegro y valiente. Por más que hay días en que se diría que esta guerra no tendrá fin y pese a ser muchas las víctimas en nuestra patria, los hombres como Daniel Gudeson nos infunden la esperanza de que lograremos nuestro objetivo de detener a los bolcheviques y regresaremos a una Noruega segura y libre.»
Harry miró el reloj y siguió hojeando las páginas.
LENINGRADO
Noche del 1 de Enero de 1943
Capítulo 97«… cuando vi que Sindre Fauke tenía el miedo pintado en los ojos, me vi obligado a decirle unas palabras tranquilizadoras, con el fin de que su actitud fuese menos desconfiada. Sólo estábamos él y yo en el puesto de ametralladoras, los demás habían ido a acostarse otra vez y el cadáver de Daniel yacía rígido sobre las cajas de munición. Después hurgué un poco más en la sangre de Daniel que había en la cartuchera. La luna brillaba y estaba nevando; hacía una noche extraña y me dije que estaba reuniendo los fragmentos destrozados de Daniel y que estaba recomponiéndolo otra vez, uniendo los trozos para rehacer su cuerpo de modo que pudiese levantarse y dirigirnos como antes. Sindre Fauke no lo comprendió. Él era un chaquetero, un oportunista y un delator que sólo seguía a aquellos que, según él, iban a vencer. Y el día que no presagiase nada bueno para mí, para nosotros, para Daniel…, ese día nos traicionaría también a nosotros. Me adelanté de varias zancadas para quedar justo detrás de él, lo agarré por la frente y lo sajé con la bayoneta. Hay que hacerlo con cierta rapidez, para que el corte sea profundo y limpio. Lo solté en cuanto lo corté, pues sabía que el trabajo ya estaba hecho. Él se volvió despacio y me clavó la mirada con sus pequeños ojos de puerco; parecía querer gritar, pero la bayoneta le había segado la tráquea y no podía emitir más que leves silbidos provocados por el aire que surgía de la herida abierta. Sangraba. Se sujetó la garganta con las dos manos para evitar que se le escapase la vida, pero sólo consiguió que la sangre discurriese en delgados hilos entre sus dedos. Entonces me caí y tuve que arrastrarme hacia atrás por la nieve para evitar que me salpicase el uniforme. Las manchas de sangre fresca serían un inconveniente si se les ocurría investigar la «deserción» de Sindre Fauke. Cuando dejó de moverse, lo puse boca arriba y lo arrastré hasta las cajas de munición sobre las que yacía Daniel. Por suerte, los dos tenían más o menos la misma constitución. Encontré la documentación de Sindre Fauke. Siempre la llevamos encima, día y noche, pues, si nos encuentran sin la documentación que acredita quiénes somos y a qué regimiento pertenecemos (infantería, sección del frente norte, fecha, sello y demás), nos arriesgamos a ser fusilados por desertores allí mismo. Enrollé los documentos de Fauke y los guardé en la cantimplora que había colgado de la bandolera. Retiré el saco de la cabeza de Daniel y lo enrollé a la de Sindre. Después, me eché a la espalda el cuerpo de Daniel y lo llevé a tierra de nadie. Y allí lo enterré en la nieve, igual que Daniel había enterrado a Urías, el ruso. Me quedé con la gorra del uniforme ruso que Daniel le había quitado a Urías. Entoné un salmo: «Nuestro Dios es firme como una fortaleza», y «Ven al círculo de la hoguera».
LENINGRADO
3 de Enero de 1943
«Un invierno suave. Todo ha ido según el plan estableado. Muy temprano, la mañana del día 1, día de Año Nuevo, llegaron los enterradores y se llevaron el cadáver que había encima de las cajas de munición, tal y como se les había ordenado a través de las líneas de comunicación y, naturalmente, creyeron que era a Daniel Gudeson a quien se llevaban hacia el norte en el trineo. Ni que decir tiene que me entran ganas de reír cuando lo pienso. Si le quitasen el saco que le cubre la cabeza antes de dejarlo caer en el hoyo, no sé lo que pasaría, pero de todos modos, no me preocupaba, porque ellos no conocían ni a Daniel ni a Sindre Fauke.
Lo único que me preocupa es que parece que Edvard Mosken abriga sospechas de que Fauke no ha desertado, sino de que yo lo he matado. Claro que no hay mucho que él pueda hacer, el cuerpo de Sindre Fauke está carbonizado (ojalá su alma se queme eternamente) e irreconocible junto con otros cien.
Pero esta noche, mientras hacía la guardia, tuve que emprender la operación más arriesgada hasta ahora. Me había dado cuenta de que no podía dejar a Daniel enterrado en la nieve. Puesto que el invierno se presentaba suave, me arriesgaba a que el cadáver surgiese de la nieve en cualquier momento, delatando así el cambio. Y cuando, por la noche, empecé a soñar con lo que los zorros y las comadrejas podían hacer con el cuerpo de Daniel cuando la primavera derritiese la nieve, decidí que debía desenterrar el cadáver y volver a enterrarlo en la fosa común, que, después de todo, es tierra bendecida por el sacerdote de campaña.
Por supuesto que temía más a nuestros puestos de guardia que a los rusos pero, por suerte, el que estaba de guardia en el puesto de ametralladoras era el torpe de Hallgrim Dale, el amigo de Fauke. Además, el cielo estaba encapotado aquella noche y, lo más importante de todo: yo sentía que Daniel estaba conmigo, sí, que estaba dentro de mí. Y cuando por fin logré sacar el cadáver y dejarlo sobre las cajas de munición, antes de ponerle el saco sobre la cabeza, me sonrió. Ya sé que la falta de sueño y el hambre pueden gastarle a uno malas pasadas, pero yo vi verdaderamente su rígida máscara de muerto cambiar de postura ante mis propios ojos. Y por extraño que pueda parecer, en lugar de asustarme, me hizo sentirme seguro y feliz. Después, entré a hurtadillas en el búnker y me dormí como un niño.
Cuando, apenas una hora más tarde, Edvard Mosken vino a despertarme, sentí como si todo hubiese sido un sueño, y creo que conseguí que mi asombro pareciese auténtico cuando vi que el cadáver de Daniel había vuelto a aparecer. Pero aquello no fue suficiente para convencer a Mosken. Él estaba seguro de que era Fauke quien yacía con el saco en la cabeza, que yo lo había asesinado y lo había dejado allí con la esperanza de que los enterradores creyesen que habían olvidado llevarse su cadáver la primera vez y que se lo llevasen sin hacer preguntas. Cuando Dale retiró el saco y Mosken vio que, de hecho, era Daniel, ambos quedaron atónitos y yo tuve que reprimir la nueva risotada que bullía en mi interior para que no nos delatase a Daniel y a mí.»