Pero ellos no lo habían comprendido aún. Al parecer, no comprendían nada. Bernt Brandhaug no figuraba en aquel plan y el anciano comprendía que el atentado hubiese desconcertado a la policía. Las declaraciones de Brandhaug en el diario
Dagbladet
no habían sido más que una de esas curiosas coincidencias y él había sufrido mucho leyéndolas. Por Dios santo, si él incluso estaba de acuerdo con Brandhaug, los perdedores deberían ser colgados, así lo mandaba la ley de la guerra.
Pero ¿qué se había hecho de todas las demás pistas que él les había suministrado? Ni siquiera habían sido capaces de relacionar la ejecución del fuerte de Akershus con la gran traición. Tal vez se les iluminase la mente la próxima vez que los cañones tronasen desde la muralla.
Miró a su alrededor en busca de un banco. Los dolores eran cada vez más frecuentes y no necesitaba acudir a la consulta de Buer para averiguar que la enfermedad se había extendido por todo su cuerpo, él lo sabía. Ya faltaba poco.
Se apoyó en un árbol. El abedul real. El gobierno y el rey huyen a Inglaterra. «Sobrevuelan bombarderos alemanes.» Aquel poema de Nordahl Grieg le producía náuseas. Aludía a la traición del rey como a una gloriosa retirada, a que abandonar a su pueblo en una situación tan grave fue un acto moral. Y a salvo en Londres, el rey no era más que otro de esos monarcas exiliados que daban discursos conmovedores ante las esposas de la clase alta que simpatizaban con su causa y sus ideas, en cenas de representación, mientras se aferraban a la esperanza de que su pequeño reino quisiera verlos regresar un día. Y luego todo pasó; llegó el momento de la acogida, cuando el barco en el que viajaba el príncipe heredero atracó en el muelle y la gente gritó hasta desgañifarse, para disimular la vergüenza, la propia y la de su rey.
El anciano cerró los ojos al sol. Gritos de órdenes, botas y fusiles AG3 restallaban en la gravilla. Novedad. Cambio de guardia.
VIENA
14 de Mayo de 2000
—¿De modo que no lo sabíais? —preguntó Helena Mayer.
La mujer meneó la cabeza mientras Fritz se afanaba al teléfono para encontrar a alguien que se pusiese a buscar casos de asesinato prescritos o archivados.
—Seguro que lo encontramos —le susurró Fritz.
A Harry no le cabía la menor duda.
—De modo que la policía estaba totalmente segura de que Gudbrand Johansen asesinó a su propio médico —le preguntó Harry a la señora.
—Desde luego que sí. Christopher Brockhard vivía solo en uno de los apartamentos de la zona hospitalaria. La policía llegó a la conclusión de que Johansen rompió el cristal de la puerta de su casa y lo mató mientras dormía en su propia cama.
—¿Cómo…?
La señora Mayer se pasó un dedo por la garganta, con un gesto dramático.
—Yo misma lo vi más tarde —explicó—. El corte era tan limpio que podría pensarse que era obra del propio doctor.
—Mmm. ¿Y por qué estaba tan segura la policía de que había sido Johansen?
La mujer se rió.
—Pues, verás, te lo explicaré: porque Johansen le había preguntado al vigilante cuál era el apartamento de Brockhard, y lo vio aparcar el coche ante el edificio y entrar por el portal. Después, vio cómo salía de allí a la carrera, ponía el coche en marcha y, a toda velocidad, tomaba la carretera hacia Viena. Al día siguiente, Johansen había desaparecido, y nadie sabía dónde estaba. Según las órdenes que tenía, debía estar en Oslo tres días después. La policía noruega lo esperaba, pero él nunca llegó a su país.
—Aparte del testimonio del vigilante, ¿recuerdas si la policía encontró otras pruebas?
—¿Si lo recuerdo? ¡Estuvimos hablando de ese asesinato durante años! La sangre que hallaron en el cristal de la puerta de entrada coincidía con su grupo sanguíneo. Y las huellas que encontró la policía en el dormitorio de Brockhard eran las mismas que las que había en la mesilla de noche y la cama de Urías en el hospital. Además, tenían un móvil…
—¿Ah, sí?
—Sí, ellos querían estar juntos, Gudbrand y Helena. Pero Christopher había decidido que Helena sería suya.
—¿Estaban prometidos?
—No, no. Pero Christopher estaba loco por Helena, eso lo sabía todo el mundo. Helena procedía de una familia adinerada que se había arruinado cuando su padre fue encarcelado y un matrimonio con la familia Brockhard les daría a ella y a su madre la posibilidad de recuperarse económicamente. Y ya sabes cómo son esas cosas, una joven tiene ciertos deberes para con su familia. O al menos ella los tenía, en aquel entonces.
—¿Sabes dónde se encuentra ahora Helena Lang?
—Pero, hombre de Dios, si no has probado el
Strudel
—exclamó la viuda.
Harry tomó un buen trozo y, mientras masticaba, asintió complaciente a la señora Mayer.
—No, no lo sé —admitió la señora—. Cuando se supo que Johansen y ella habían estado juntos la noche del asesinato, también se abrió una investigación sobre ella, pero no encontraron nada. Helena dejó su puesto en el hospital Rudolph II y se trasladó a Viena, donde abrió un taller de costura. Desde luego, hay que reconocer que era una mujer fuerte y emprendedora; yo solía cruzarme con ella por la calle de vez en cuando. Pero, a mediados de los cincuenta, vendió la tienda y, a partir de entonces, dejé de saber de ella. Alguien me dijo que se había ido a vivir al extranjero. Pero sé a quién podéis preguntarle. Si sigue con vida, claro. Beatrice Hoffmann trabajaba como asistenta en la casa de la familia Lang. Después del asesinato, ya no podían pagar sus servicios y sé que estuvo trabajando un tiempo en el hospital Rudolph II.
Fritz estaba de nuevo al teléfono.
En el marco de la ventana, una mosca zumbaba desesperada. Volaba siguiendo el dictado de su microscópico cerebro y no cesaba de darse contra el cristal, sin entender gran cosa. Harry se puso de pie.
—Un poco más de
Strudel…
—La próxima vez, señora Mayer. Ahora tenemos bastante prisa.
—¿Y eso por qué? —preguntó la mujer—. Eso sucedió hace más de medio siglo, así que no se os escapará de las manos.
—Bueno… —respondió Harry mientras estudiaba la negra mosca que revoloteaba al sol bajo las cortinas de encaje.
El teléfono de Fritz sonó mientras se dirigían a la comisaría, así que el oficial hizo un nada ortodoxo giro de ciento ochenta grados, de modo que todos los conductores que iban detrás empezaron a tocar el claxon a la vez.
—Beatrice Hoffman aún vive —declaró acelerando para pasar el semáforo—. Está en una residencia de ancianos en Mauerbachstrasse. Eso queda en Wienerwald.
El turbo del BMW lanzó un tenue silbido. Los edificios de la ciudad dieron paso a casas con entramado de vigas, cabañas y, finalmente, el verde y frondoso bosque donde la luz del atardecer jugueteaba entre las hojas creando una atmósfera mágica mientras ellos atravesaban a toda velocidad caminos flanqueados por hayas y castaños.
Una enfermera los guió hasta un gran jardín.
Beatrice Hoffmann estaba sentada en un banco, a la sombra de un nudoso y robusto roble. Protegía su rostro menudo y surcado de arrugas con un sombrero de paja. Fritz se dirigió a ella en alemán, para explicarle el motivo de su visita. La anciana asintió con una sonrisa.
—Tengo noventa años —declaró con voz temblorosa—. Y aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando pienso en
Fräulein
Helena.
—¿Aún vive? —preguntó Harry en su alemán del colegio—. ¿Sabes dónde está?
—¿Qué dice? —preguntó a su vez la mujer, con una mano detrás de la oreja.
Y Fritz se lo explicó.
—Sí —dijo entonces la anciana—. Claro que sé dónde está Helena. Está ahí arriba.
La mujer señalaba la copa del árbol.
«Ya está —se dijo Harry—. Está senil.» Pero la mujer no había terminado de hablar.
—Con san Pedro. Los Lang eran buenos católicos; pero Helena era el ángel de la familia. Ya le digo, aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando lo pienso.
—¿Recuerdas a Gudbrand Johansen? —volvió a preguntar Harry.
—Urías —corrigió Beatrice—. Sólo lo vi una vez. Un joven bien parecido y encantador aunque enfermo, por desgracia. ¿Quién podría creer que un muchacho tan educado y agradable sería capaz de matar a nadie? Sus sentimientos eran demasiado profundos, claro, también los de Helena; jamás logró olvidarlo, la pobre. La policía nunca lo encontró y, aunque a Helena jamás la acusaron de nada, André Brockhard convenció al consejo de administración del hospital para que la despidiese. Ella se fue a la ciudad y empezó a trabajar de voluntaria en las oficinas del arzobispado, hasta que la penuria económica de la familia la obligó a buscar un trabajo remunerado. Así que abrió un taller de costura. Al cabo de dos años, ya tenía catorce empleadas que cosían para ella a jornada completa. Su padre salió de la cárcel, pero no le dieron trabajo en ningún sitio, después del escándalo de los banqueros judíos. La señora Lang era la que peor llevaba la ruina de la familia. Murió, tras una larga enfermedad, en 1953, y el señor Lang murió ese mismo otoño, en un accidente de tráfico. Helena vendió el taller en 1953 y dejó el país sin avisar a nadie. Recuerdo el día, fue el quince de mayo, el día de la liberación de Austria.
Fritz vio la expresión intrigada de Harry y le explicó:
—Austria es un tanto especial. Aquí no celebramos el día en que Hitler capituló, sino el día en que los Aliados abandonaron el país.
Beatrice les habló de cómo había recibido la noticia de su muerte.
—No habíamos sabido nada de ella en más de veinte años cuando, un día, me llegó una carta con matasellos de París. Me contaba que estaba allí de vacaciones con su marido y su hija. Me dio la impresión de que era una especie de último viaje. No me decía dónde vivía, con quién se había casado ni qué enfermedad tenía. Tan sólo que ya no le quedaba mucho tiempo y que quería que encendiese una vela por ella en la catedral de San Esteban. Helena era una persona excepcional. No tenía más de siete años el día que entró en la cocina y, con una mirada profunda, me dijo que Dios había creado al hombre para amar.
Una lágrima rodó por la arrugada piel de la anciana.
—Jamás lo olvidaré. Siete años tenía. Creo que aquel día decidió cómo pensaba vivir su vida. Y aunque, desde luego, no resultó como ella había imaginado y pasó por muchas situaciones difíciles, estoy convencida de que mantuvo su creencia durante toda su vida: el hombre fue creado por Dios para amar. Así era ella, ni más ni menos.
—¿Conservas esa carta? —quiso saber Harry.
La mujer se enjugó las lágrimas y asintió.
—La tengo en mi habitación. Si me permites que me quede aquí unos minutos con mis recuerdos…, luego podemos subir. Por cierto que ésta será la primera noche calurosa del año.
Permanecieron sentados en silencio, escuchando el rumor en las copas de los árboles y de las moscas que zumbaban al sol que ya se ponía detrás de la colina de Sophienalpe, mientras cada uno de ellos pensaba en sus difuntos.
Los insectos revoloteaban y bailaban a la luz de los rayos que caían bajo los árboles. Harry pensó en Ellen. Vio un pájaro que, juraría, era el mismo cuyas imágenes aparecían en el libro de aves.
—Subamos —dijo al fin Beatrice.
Tenía una habitación pequeña y sencilla, pero luminosa y agradable. La cama estaba contra una de las paredes, que estaba cubierta de fotografías grandes y pequeñas. Beatrice hojeó unos papeles que guardaba en un gran cajón de la cómoda.
—Tengo mi propio sistema, de modo que la encontraré —explicó.
«Por supuesto que sí», pensó Harry.
En ese momento, su mirada se posó sobre una de las fotografías con marco de plata.
—Aquí está la carta —dijo Beatrice.
Harry no respondió. Se quedó mirando la fotografía y no reaccionó hasta que no oyó la voz de la mujer justo a su espalda.
—Esa fotografía es de cuando Helena trabajaba en el hospital. Era muy hermosa, ¿verdad?
—Sí —admitió Harry—. Hay algo en ella que me resulta muy familiar.
—No me extraña —comentó Beatrice—. Llevan casi dos mil años representándola en todo tipo de iconos.
La noche resultó en verdad calurosa. Calurosa y húmeda. Harry no paraba de dar vueltas en la cama, acabó tirando al suelo la manta y retiró las sábanas mientras intentaba no pensar en nada y conciliar el sueño. Por un instante, reparó en el minibar, pero enseguida recordó que había sacado la llave del llavero y la había dejado en la recepción. Oyó voces en el pasillo y que alguien tironeaba de la puerta, así que se sentó de un salto en la cama, pero no entró nadie. De pronto, las voces estaban dentro, su cálido aliento contra la piel de Harry, y se oía un crepitar como de ropas al rasgarse, pero cuando abrió los ojos, vio destellos y comprendió que eran relámpagos.
Volvió a tronar, como explosiones remotas procedentes de distintos lugares de la ciudad. Volvió a dormirse y la besó, le quitó el camisón blanco y descubrió que su piel era blanca y fresca y áspera por el sudor y el miedo, y la abrazó mucho, mucho rato, hasta que ella entró en calor y despertó a la vida en sus brazos, como una flor filmada durante toda una primavera y representada después a un ritmo aceleradísimo.
Siguió besándola en el cuello, en la parte interior de los brazos, en el vientre, sin exigencias, sin importunarla, sólo consolándola, medio en sueños, como si fuese a desaparecer en cualquier momento. Y cuando, vacilante, ella lo siguió, pues creía que irían a un lugar seguro, continuó guiándola hasta que llegaron al interior de un paisaje que tampoco él conocía, y cuando él se dio la vuelta, ya era demasiado tarde y ella se arrojó en sus brazos y lo maldecía suplicándole y arañándole con la fuerza de sus manos hasta hacerle sangre.
Su propia respiración entrecortada lo despertó y se dio la vuelta en la cama para comprobar que seguía estando solo. Después, todo se mezcló en un torrente de truenos, sueño, ensoñaciones. Lo despertó a media noche el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se acercó y contempló las calles, donde el agua discurría por los bordillos de las aceras y un sombrero sin dueño bajaba llevado por el aire.
Cuando Harry despertó al oír el teléfono, lucía el sol y las calles estaban secas.
Miró el reloj de la mesilla. Faltaban dos horas para que saliese el vuelo a Oslo.
CALLE THERESE
15 de Mayo de 2000
Las paredes del despacho de Ståle Aune estaban pintadas de amarillo y las estanterías repletas de literatura científica y de dibujos de Aukrust.