—Bueno, bueno, jefe —dijo Halvorsen con la boca llena de pizza—. Cuando termine con el resto de la pizza, ¿no?
—Mientras tanto, iré a charlar con la juventud —afirmó Harry levantándose.
Cuando se trataba de asuntos de trabajo, Harry nunca había tenido el menor reparo en utilizar su tamaño para conseguir alguna ventaja psicológica. Y, pese a que el del bigote a lo Hitler miraba a Harry como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano, Harry sabía que tras aquella fría mirada se ocultaba el mismo miedo que había visto en Krohn. Con la diferencia de que aquel tipo estaba más acostumbrado a ocultarlo. Harry cogió la silla en la que el del bigote a lo Hitler apoyaba las botas, de modo que sus pies cayeron al suelo antes de que el sujeto pudiese reaccionar.
—Perdón —dijo Harry—. Creí que la silla estaba libre.
—Jodido madero —masculló el del bigote.
La cabeza rapada que surgía del cuello de la guerrera verde se giró.
—Correcto —confirmó Harry—. O policía de mierda. O tío de la pasma. No, ese apelativo es, seguramente, demasiado suave. ¿Qué te parece
the man,
es lo suficientemente internacional?
—¿Te estamos molestando o qué? —preguntó el del abrigo.
—Sí, me estáis molestando —dijo Harry—. Hace mucho que me molestáis. Dale recuerdos al Príncipe y díselo. Que Hole ha venido a devolveros las molestias. Mensaje de Hole para el Príncipe. ¿Lo habéis entendido?
El de la guerrera parpadeó embobado. El del abrigo abrió una bocaza que dejó a la vista dos hileras de dientes totalmente dispares y se echó a reír hasta que empezó a babear.
—¿Estás hablando de Haakon Magnus, o qué? —preguntó.
Al cabo de un rato, el de la guerrera se percató del chiste y se echó a reír también.
—Claro —comentó Harry—. Si no sois más que soldados de a pie, es lógico que no conozcáis al Príncipe, así que mejor será que le transmitáis el mensaje a vuestro superior inmediato. Espero que os guste la pizza, chicos.
Mientras volvía con Halvorsen, notó sus miradas clavadas en la nuca.
—Termina de comer —le dijo Harry a Halvorsen, que, en ese momento, se llevaba a la boca un enorme trozo de pizza—. Tenemos que salir de aquí antes de que siga acumulando mierda en mi hoja de servicios.
COLINA HOLMENKOLLÅSEN
12 de Mayo de 2000
Aquélla era la tarde más calurosa de la primavera. Harry conducía con la ventanilla bajada dejando así que la suave brisa le acariciase el rostro y el cabello. Desde la colina Holmenkollåsen se veía el fiordo de Oslo salpicado de islitas que se asemejaban a conchas de color marrón verdoso y los primeros barcos de vela de la temporada volvían a tierra. Unos estudiantes orinaban al borde de la carretera, junto a un autobús pintado de rojo desde cuyos altavoces, colocados en el techo, retumbaba la música de una canción:
—
Won't - you - be my lover…
Una señora mayor con pantalones bombachos y el anorak atado alrededor de la cintura bajaba la calle con una sonrisa cansada y satisfecha.
Harry aparcó el coche enfrente de la casa. Prefería no llegar hasta el jardín, no sabía muy bien por qué. Quizá porque tenía la sensación de que, si aparcaba más abajo, su visita sería menos invasiva. Un razonamiento ridículo, por supuesto, dado que, en cualquier caso, se presentaba sin avisar y sin haber sido invitado.
Estaba a mitad de camino cuando sonó el móvil. Era Halvorsen, que llamaba desde el Archivo de los Traidores a la Patria.
—Nada —anunció—. Si es verdad que Daniel Gudeson está vivo, jamás fue condenado después por traición.
—¿Y Signe Juul?
—Le cayó una condena de un año.
—Ya, pero se libró de la cárcel. ¿Alguna otra cosa interesante?
—Nada, que ya están preparándose para echarme de aquí y poder cerrar.
—Vete a casa a dormir, puede que mañana se nos ocurra algo.
Harry había llegado al pie de la escalinata y estaba a punto de subirla de un salto cuando se abrió la puerta. Se quedó inmóvil. Rakel llevaba un jersey de lana y unos vaqueros azules, tenía el cabello despeinado y la cara más pálida que de costumbre. Buscó en sus ojos alguna señal de que se alegrase de volver a verlo, pero no halló nada. Ni siquiera esa amabilidad neutra que tanto había temido. Apenas si había expresión alguna en sus ojos; y a saber lo que eso significaba.
—He oído voces… —dijo Rakel—. Pasa.
Oleg estaba en pijama en la sala de estar, viendo la televisión.
—Hola, perdedor —saludó Harry—. ¿No deberías estar entrenándote con el Tetris?
Oleg resopló sin levantar la cabeza.
—Siempre olvido que los niños no entienden de ironías —le dijo a Rakel.
—¿Dónde has estado? —preguntó Oleg.
¿Que dónde había estado? Harry quedó un tanto confuso al ver la expresión acusadora de Oleg.
—¿Qué quieres decir?
Oleg se encogió de hombros.
—¿Un café? —preguntó Rakel.
Harry asintió. Oleg y Harry observaban en silencio la increíble migración de los ñúes a través del desierto de Kalahari, mientras Rakel trajinaba en la cocina. Llevó bastante tiempo, tanto el café como la caminata.
—Cincuenta y seis mil —dijo Oleg al final.
—Mentira —replicó Harry.
—¡Soy el primero en la lista de los mejores-de-todos-los-tiempos!
—Vete a buscarlo.
Oleg se levantó y salió corriendo del salón cuando Rakel entraba con el café y fue a sentarse frente a Harry, que cogió el mando a distancia y bajó el volumen del retumbar de pezuñas. Fue Rakel quien, al final, rompió el silencio.
—¿Qué vas a hacer este año el Diecisiete de Mayo?
—Tengo guardia. Pero si estás insinuándome una invitación a lo que sea, moveré cielo y tierra…
Se rió agitando y negando con las manos.
—Perdón, sólo quería iniciar una conversación. Hablaremos de otra cosa.
—¿Así que estás enferma? —preguntó Harry.
—Es una larga historia.
—Pues parece que tienes bastantes.
—¿Por qué te han hecho volver? —preguntó Rakel.
—Brandhaug. Con quien, curiosamente, hablé en una ocasión sentado justo aquí.
—Sí, la vida está llena de casualidades absurdas —recordó Rakel.
—Tan absurdo que nunca habría colado en una historia inventada, por lo menos.
—Tú no sabes ni la mitad, Harry.
—¿Qué quieres decir?
Ella lanzó un suspiro y empezó a remover su café.
—¿Qué pasa? ¿Es que toda la familia ha decidido enviar mensajes cifrados esta noche?
Ella intentó reírse, pero su risa se tornó en un sollozo. El típico resfriado de primavera, pensó Harry.
—Yo… Lo que…
Intentó empezar la frase un par de veces más, pero no le salió bien. La cucharilla daba vueltas y más vueltas en la taza. Por encima de su hombro, Harry vio cómo un cocodrilo, despacio pero sin piedad, arrastraba a un ñu hasta las aguas del río.
—Lo he pasado muy mal —confesó Rakel—. Y te he echado de menos.
Se volvió hacia Harry, que vio que Rakel estaba llorando. Las lágrimas rodaban por sus mejillas y se acumulaban bajo la barbilla. Pero ella no hizo el menor intento de contenerlas.
—Bueno… —dijo Harry.
Y eso fue cuanto tuvo tiempo de decir, antes de que ambos se fundiesen en un abrazo. Se abrazaron como si fueran salvavidas. Harry temblaba por la emoción. «Sólo esto —pensó—. Sólo esto es suficiente. Tenerla así.»
—¡Mamá! —El grito vino del segundo piso—. ¿Donde está mi Gameboy?
—En uno de los cajones de la cómoda —gritó Rakel con voz trémula—. Empieza por arriba.
—Bésame —le dijo a Harry.
—Pero Oleg puede…
—La Gameboy no está en la cómoda…
Cuando Oleg bajó corriendo las escaleras con la Gameboy, que, finalmente, había encontrado en la caja de los juguetes, no se percató enseguida del ambiente que reinaba en la sala y se rió de la expresión de preocupación de Harry cuando le enseñó la nueva suma de puntos. Pero en cuanto Harry empezó a jugar para batir su nuevo récord, oyó la voz de Oleg:
—¿Por qué tenéis esas caras tan raras?
Harry vio que a Rakel le costaba mantenerse seria.
—Es porque nos gustamos mucho —explicó Harry, suprimiendo tres líneas con una pieza larga y delgada al fondo a la derecha—. Y ese récord tuyo peligra muchísimo, perdedor.
Oleg se rió y le dio a Harry un manotazo en el hombro.
—Ni lo sueñes. Tú eres el perdedor.
APARTAMENTO DE HARRY
12 de Mayo de 2000
Harry no se sentía como un perdedor cuando, poco antes de medianoche, entró en su apartamento y vio parpadear la luz roja del contestador. Había llevado en brazos a Oleg a la cama y Rakel y él habían tomado té. Rakel le dijo que un día le contaría una historia muy larga. Cuando no estuviese tan cansada. Harry le contestó que necesitaba unas vacaciones y ella se mostró de acuerdo.
—Podemos ir los tres juntos —propuso—. Cuando se haya resuelto este caso.
Le acarició la cabeza.
—No te consiento que bromees con esas cosas, Hole.
—¿Quién está bromeando?
—De todos modos, no tengo ganas de hablar de ello ahora. Será mejor que te vayas a tu casa, Hole.
Se besaron una vez más en la entrada, así que Harry aún tenía en los labios su sabor.
Se acercó sigiloso al contestador, descalzo y sin encender la luz, y pulsó el botón de reproducción de mensajes. La voz de Sindre Fauke llenó la oscuridad.
—Soy Fauke. He estado pensando. Si Daniel Gudeson es algo más que un espectro, sólo hay una persona en el mundo que pueda resolver el enigma, y es el soldado que estaba de guardia con él la Nochevieja en que se supone que le dispararon a Daniel. Gudbrand Johansen. Tienes que encontrar a Gudbrand Johansen, Hole.
Se oyó el clic del auricular al colgar, un bip y, cuando Harry pensaba que se había terminado, oyó que había otro mensaje:
—Aquí Halvorsen. Son las doce y media. Acaba de llamarme uno de los policías de vigilancia. Llevan mucho rato esperando ante el apartamento de Mosken, pero no ha vuelto a casa, así que probaron el número de Drammen, por si contestaba al teléfono. Tampoco contestó. Uno de los chicos fue a Bjerke, pero allí todo estaba cerrado y las luces apagadas. Les pedí que fuesen pacientes y envié una orden de búsqueda del coche de Mosken a través de la radio de la policía. Sólo quería que lo supieras. Nos vemos mañana.
Nuevo bip. Nuevo mensaje. Un récord para el contestador de Harry.
—Soy Halvorsen otra vez. Empiezo a volverme senil. Olvidé por completo la otra tarea. Parece que al final hemos tenido un poco de suerte. En el archivo de la SS en Colonia no había datos personales ni de Gudeson ni de Johansen. Me dijeron que debería llamar al archivo central de Wehrmacht, en Berlín. Allí encontré a un auténtico gruñón que me dijo que el número de noruegos participantes en las fuerzas regulares alemanas fue muy reducido. Cuando expliqué el asunto, no obstante, me prometió que lo comprobaría. Me devolvió la llamada al cabo de un rato. No había encontrado nada sobre Daniel Gudeson, pero sí varias copias de unos documentos pertenecientes a un tal Gudbrand Johansen, también noruego. Según esos documentos, Johansen fue trasladado en 1944 al Wehrmacht desde la Waffen-SS. Había una anotación según la cual habían enviado a Oslo las copias de los documentos originales en el verano de 1944, lo que, según nuestro hombre de Berlín, sólo puede significar que a Johansen lo destinaron allí. También encontró parte de la correspondencia mantenida con el médico que firmó la baja por enfermedad de Johansen. En Viena.
Harry se sentó en la única silla del salón.
—El nombre del médico era Christopher Brockhard, del hospital Rudolph II. He hablado con la policía de Viena y resulta que sigue funcionando. Hasta me proporcionaron el nombre y número de teléfono de una veintena de personas que aún viven y que trabajaron allí durante la guerra.
«Los teutones dominan lo de llevar archivos», se dijo Harry.
—Así que empecé a llamar. ¡Joder, qué malo es mi alemán!
La risa de Halvorsen estalló en el altavoz.
—Llamé a ocho de ellos hasta que di con una enfermera que recordaba a Gudbrand Johansen. Era una señora de setenta y cinco años. Me aseguró que lo recordaba muy bien. Mañana te daré su número y dirección. Su nombre es Mayer, Helena Mayer.
Un nuevo bip siguió al silencio, pero, en esta ocasión, el reproductor de mensajes se detuvo.
Harry soñó con Rakel, con su rostro hundiéndose en su cuello, con sus manos, tan fuertes, con figuras del Tetris cayendo sin cesar. Hasta que la voz de Sindre Fauke lo despertó a media noche y lo obligó a buscar en la oscuridad el contorno de una persona: «Tienes que encontrar a Gudbrand Johansen»
FUERTE DE AKERSHUS
13 de Mayo de 2000
Eran las dos y media de la madrugada y el anciano había detenido el coche junto a una nave bastante baja, en la calle Akershusstranda. Aquella calle había sido en otro tiempo una de las arterias de la ciudad de Oslo pero, tras la apertura del túnel Fjellinjen, habían cerrado uno de los extremos y ya sólo la utilizaban los que trabajaban en el muelle durante el día. Y los clientes de las prostitutas, que buscaban un lugar recoleto para su «paseo», pues entre la calle y el mar no había más que un par de naves, y al otro lado estaba la fachada occidental del fuerte de Akershus. Ahora bien, alguien que mirara desde el muelle Aker Brygge con unos prismáticos potentes podría haber visto, con seguridad, lo mismo que el anciano: la espalda de un abrigo gris que daba un respingo cada vez que el hombre que lo llevaba empujaba las caderas hacia delante, y la cara de una mujer muy maquillada y drogada, que se dejaba embestir contra la pared occidental del fuerte, justo debajo de los cañones. A cada lado de los que así copulaban, había un foco que iluminaba la ladera de la montaña y el muro que se alzaba a su lado.
La fortaleza de Akershus. La parte interior del fuerte permanecía cerrada por la noche y, aunque hubiera conseguido entrar, el riesgo de ser descubierto en el mismo lugar de la ejecución era demasiado grande. Nadie sabía exactamente cuántas personas habían muerto fusiladas allí durante la guerra, pero quedaba una placa conmemorativa de los caídos de la Resistencia noruega. El anciano sabía que uno de ellos, como mínimo, era un vulgar delincuente que se había hecho merecedor del castigo, con independencia de en qué lado estuviera. Allí era donde habían fusilado a Vidkun Quisling y a los otros que fueron sentenciados a muerte en los juicios posteriores a la guerra. Quisling aguardó el cumplimento de la sentencia en la Torre de la Pólvora. El anciano se había preguntado a menudo si sería aquélla la torre que le había dado título a un libro en el que el autor describe con todo detalle los diferentes métodos de ejecución a lo largo de los siglos. La descripción de la ejecución por fusilamiento frente a un pelotón, ¿no sería, en realidad, un relato sobre la ejecución de Vidkun Quisling aquel día de otoño de 1945, cuando llevaron al traidor hasta la plaza para agujerear su cuerpo con balas de fusil? ¿Era cierto, como contaba el autor, que le habían puesto una capucha sobre la cabeza y que le habían sujetado un trozo de papel blanco en el lugar del corazón, para que hiciese de diana? ¿Gritaron la orden por cuatro veces antes de disparar? ¿Dispararían tan mal aquellos expertos tiradores que el médico tuvo que utilizar el estetoscopio para determinar que el condenado debía ser ejecutado otra vez hasta que, tras disparar cuatro o cinco veces más, fue la hemorragia de tantas heridas superficiales la que le causó la muerte?