Piedras ensangrentadas (12 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Piedras ensangrentadas
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El tiempo no había cambiado y el frío lo asaltó en la misma puerta de la
questura.
Un extremo del pañuelo del cuello se agitó como una anguila colgada de un sedal, tratando de soltarse. Lo agarró, se lo ajustó, bajó la cabeza y cruzó el puente en dirección a Castello.

Conservaba el mapa bien dibujado en la memoria; por otra parte, conocía el edificio porque un condiscípulo suyo de secundaria vivía en la casa de al lado. Caminaba contra el viento y mantenía los ojos en el suelo, orientándose por radar más que por la vista. Pasó por delante del Arsenale, en el que los leones parecían más satisfechos de lo que hubieran tenido que sentirse a la intemperie con aquel frío.

Torció a la izquierda por Via Garibaldi y pasó por delante del monumento al héroe que, con la mirada puesta en la helada superficie de la fuente situada a sus pies, parecía más afectado por el frío que los leones. Giró hacia la derecha, luego, rápidamente, a la izquierda y, enseguida, otra vez a la derecha. El número que buscaba era el segundo edificio de la izquierda, pero pasó por delante sin detenerse y entró en un bar del pequeño
campiello
que había un poco más adelante.

En un ángulo, jugaban a las cartas tres ancianos con abrigo y sombrero y sendos vasitos de vino tinto junto a la mano derecha. Uno echó una carta, el de su derecha otra y lo mismo hizo el tercero, que recogió los tres naipes con dedos artríticos, los juntó golpeándolos suavemente en la mesa, reunió las cartas que tenía en la mano, volvió a abrirlas en abanico y echó una en la mesa. Brunetti fue a la barra y pidió un
caffé corretto,
no porque le apeteciera la
grappa
sino porque éste parecía la clase de bar en el que los hombres cabales toman
caffé corretto
a las once de la mañana.

Fue hasta el extremo de la barra y abrió el ejemplar de
La Nuova
que estaba allí. Cuando llegó el café, se lo acercó con un «gracias» musitado entre dientes, echó dos bolsitas de azúcar, lo removió y pasó una página del diario. Los viejos seguían jugando, sin hablar, ni siquiera cuando terminaron la partida y el ganador reunió las cartas y volvió a repartir.

En la página doce había un artículo sobre el asesinato.

—Ay, Dios, no falta sino que ahora la emprendan a tiros hasta con nosotros —dijo Brunetti, sin dirigirse a nadie en particular, hablando en veneciano.

Terminó el café y dejó la taza en el platillo. Leyó hasta el final del artículo, miró al barman y preguntó: —¿Filippo Lanzerotti vive todavía en la casa de la esquina?

—¿Filippo?

Brunetti dio la explicación que, evidentemente, se le pedía:

—Fuimos juntos al colegio, pero hace años que no lo veo. Me preguntaba si seguirá viviendo aquí.

—Sí. Su madre murió hace unos seis años, y él y su mujer se mudaron a la casa.

—Recuerdo —le interrumpió Brunetti— las ventanas que dan al jardín. Entonces no nos gustaba la vista. —Dejó el diario en el mostrador, lo apartó hacia un lado, metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas. Miró al hombre con un gesto de interrogación y pagó lo que se le pedía.

Señalando con la barbilla el diario que había dejado abierto por el artículo sobre el asesinato, preguntó:

—¿Hay por aquí muchos de esos
vu cumprà?
—Aún no había acabado de hablar y ya le pesaba haber preguntado. Sus palabras sonaban huecas y forzadas, teñidas de una curiosidad impertinente.

El barman tardó en responder.

—No como para hacerse notar.

—¿Entran en el bar?

—¿Por qué lo pregunta?

—Por nada en particular —dijo Brunetti—. Es sólo que conozco a gente a la que ellos no caen bien. Pero yo los encuentro agradables. —Y entonces, como recordando—: Uno hasta me prestó su
telefonino
un día en que había olvidado el mío y tenía que hacer una llamada. —Estaba hablando demasiado, y se daba cuenta, pero no podía parar.

El ejemplo no debía de tener un gran valor como prueba de solidaridad humana, porque el barman dijo tan sólo:

—No tengo queja de ellos.

—No son como los albaneses —dijo una voz sepulcral que llegaba de la mesa de las cartas. Cuando Brunetti se giró, los tres hombres volvían a estar atentos al juego, y no pudo saber cuál de ellos había hablado. A juzgar por la placidez de sus rostros, la voz podía pertenecer a cualquiera de los componentes de aquel coro.

—Si ve a Filippo, no olvide darle recuerdos de parte de Guido —dijo Brunetti.

—¿Guido?

—Sí, Guido, de la clase de mates. Ya se acordará.

—Está bien. Se los daré —dijo el barman. En aquel momento, uno de los hombres de la mesa le pidió más vino, y él se dio la vuelta para bajar del estante otro vaso.

En la calle, Brunetti volvió sobre sus pasos hasta Via Garibaldi. Allí entró en la verdulería que hay a mano izquierda, vio unas endibias que pregonaban su procedencia de Latina y pidió un kilo. Mientras la mujer escogía lo solicitado, él preguntó, sin dejar de utilizar el dialecto:

—¿Alessandro aún alquila a los
vu cumprà
? —Y movió la cabeza en dirección a la casa de Cuzzoni.

Ella lo miró, sorprendida por aquel salto de vegetales a inmuebles.

—Alessandro Cuzzoni —especificó Brunetti—. Hace años, quería venderme la casa que tiene ahí, a la vuelta de la esquina, pero yo compré una en San Polo. Ahora un sobrino mío que va a casarse está buscando casa y me he acordado de Alessandro. Pero hace tiempo me dijeron que alquilaba habitaciones a los
vu cumprà
y, antes de decir algo a mi sobrino, me gustaría saber si sigue haciéndolo. —Y a renglón seguido, antes de que la mujer pudiera recelar de su pregunta y de él, agregó—: Mi mujer me ha pedido
melanzane,
pero de las largas.

—Sólo tengo de las redondas —dijo ella, que parecía mejor dispuesta a hablar de la mercancía que de los asuntos de sus clientes.

—Está bien. Le diré que no había otra cosa. Póngame un kilo de las redondas.

La mujer sacó otra bolsa de papel y eligió tres orondas
melanzane.
Como si la reconfortara la solidez de las hortalizas, dijo:

—No creo que aún esté en venta esa casa.

—Ah, bien. Gracias —dijo Brunetti, entendiendo que con estas palabras la mujer respondía a su pregunta sin dar esa impresión. Ella le entregó la bolsa y él pagó la compra, confiando en que Paola le encontrara utilidad. Brunetti decidió irse a casa, donde Paola alabó la calidad de las endibias y dijo que las tomarían con la cena. Acerca de las berenjenas no hizo comentarios y él renunció a decirle que, en cierto sentido, formaban parte de sus técnicas de investigación.

Como los chicos no almorzaban en casa, el menú, en opinión de Brunetti por lo menos, era espartano: únicamente
risotto
con
radicchio di Treviso
y una tabla de quesos. Al advertir el gesto de mal disimulada decepción con que él miraba el surtido de quesos, Paola se le acercó y, quedándose de pie a su lado, dijo:

—Está bien, Guido. Esta noche habrá cerdo. Brunetti cortó una porción de
taleggio
y la puso en su plato. Entonces levantó la cabeza y preguntó con interés:

—¿Con aceitunas y salsa de tomate?

—Sí.

—¿Y las endibias?

Ella desvió la mirada y, dirigiéndose a la lámpara, dijo:

—¿Qué ha pasado aquí? Yo me casé con un hombre y me encuentro viviendo con un estómago insaciable.

—¿Con mantequilla y parmesano? —preguntó él, extendiendo una gruesa capa de queso en el pan.

Prescindiendo de su promesa a Gravini, Brunetti salió de casa a las tres y cuarto, subió andando hasta Sant'Aponal y retrocedió hacia Fondamenta Businello, donde tenía que estar el apartamento. Encontró el número en el que, junto al único timbre, se leía: «Cuzzoni». Llamó, esperó un momento y volvió a llamar.

—¿Sí? —preguntó al fin una voz de hombre.


¿Signor
Cuzzoni?

—Sí. ¿Qué desea?

—Hablar con usted. Policía.

—¿Hablar de qué? —preguntó la voz con calma.

—De unas fincas de su propiedad —respondió Brunetti con no menos calma.

—Suba —dijo el hombre, y la puerta se abrió con un chasquido.

Brunetti empujó la puerta y entró en un gran jardín que, aun en su sueño invernal, mostraba claras señales de ser objeto de muchos cuidados. Dos pinos de Norfolk se alzaban a los lados de un sendero de ladrillo bordeado por setos de algo más de un metro de alto que aún conservaban hojas diminutas. Otros ladrillos incrustados en el césped delimitaban dos jardines en forma de rombo, en los que Brunetti distinguió, bajo unas protecciones de plástico semitransparente, unas flores que parecían pensamientos. Al fondo había una única puerta flanqueada por ventanas enormes, protegidas por gruesas rejas.

La puerta estaba abierta, y él subió un tramo de peldaños de mármol, anchos y de poca altura, que conducían al
piano nobile.
Cuando llegó arriba, la puerta se abrió hacia adentro y se encontró frente a una cara que le era familiar desde hacía años.

Aquel hombre debía de tener varios años menos que él, pero —observó Brunetti con un punto de satisfacción— también menos pelo, cosa que ya había sospechado antes y ahora podía comprobar. Cuzzoni era tan alto como Brunetti, más delgado, tenía una nariz elegante y los ojos castaños y grandes, quizá demasiado para su cara. Parecía tan sorprendido como Brunetti al ver ante sí una cara conocida.

Reaccionando antes que su visitante, el hombre tendió la mano y dijo:

—Alessandro Cuzzoni. —Brunetti estrechó la mano, pero, antes de que pudiera decir su nombre, Cuzzoni prosiguió—: Qué curioso, hace años que lo veo pasar por la calle. Es como si ya nos conociéramos.

—Brunetti, Guido —dijo el comisario, y siguió a Cuzzoni al interior del apartamento. Lo primero que notó fue una imponente mancha de humedad en la pared del fondo del recibidor y un círculo oscuro en el techo. Siguió con la mirada el reguero hasta el suelo, donde vio esparcidas unas maltrechas piezas del parqué.

—¡Vaya! ¿Qué ha pasado aquí? —no pudo menos que preguntar.

Cuzzoni miró los destrozos del techo, la pared y el suelo y desvió la mirada rápidamente, como rehuyendo un dolor. Señaló con el dedo la devastación del techo.

—Ocurrió hace cuatro días. La vecina de arriba puso una lavadora y se fue a Rialto. La manguera del desagüe se soltó y todo el programa de lavado me chorreó por la pared. Yo ya me había ido a trabajar y ella estuvo fuera toda la mañana.

—Sí que lo siento —dijo Brunetti—. No hay nada peor que el agua.

Cuzzoni se encogió de hombros y trató de sonreír, pero era evidente que no le apetecía.

—Afortunadamente, al menos para ella, el suelo no está a nivel, y el agua se escurrió hacia la pared y bajó por ahí. En su casa apenas hubo daños.

Mientras el hombre hablaba, Brunetti miraba la pared del fondo, donde le parecía distinguir rectángulos de pintura más oscura. En las otras paredes había pinturas y también —lo que era inquietante— estampas y dibujos, uno de los cuales parecía un Marieschi.

—¿Qué había en la pared? —preguntó al fin.

Cuzzoni suspiró.

—La carátula de
Carceri.
La primera edición y con una firma que probablemente era la suya. Y un pequeño dibujo de Holbein.

Lo mismo que cuando alguien habla de una enfermedad grave en la familia, Brunetti no sabía cómo preguntar ni qué decir.

—¿Y? —fue lo único que se le ocurrió.

—Mejor no le cuento.

—Lo lamento —dijo Brunetti. Sabía que era preferible no mencionar el seguro. Aunque Cuzzoni o la vecina lo tuvieran, ciertas cosas son irreparables e insustituibles. Además, las aseguradoras nunca pagan.

—Vamos a mi estudio. Allí podremos hablar —dijo Cuzzoni, volviéndose hacia la derecha y abriendo una puerta. Hasta aquel momento, Brunetti no había notado el calor que hacía en el apartamento. Al ver que empezaba a desabrocharse el abrigo, Cuzzoni dijo—: Démelo. Tengo que mantener la calefacción a tope hasta que se haya secado todo esto. Con la pared húmeda los pintores no pueden hacer nada.

—¿Y el parqué? —preguntó Brunetti dándole el abrigo.

Cuzzoni colgó la prenda de un perchero y con un ademán indicó a Brunetti un largo sofá que estaba arrimado a una pared. Él se instaló en un viejo sillón de aspecto confortable situado enfrente y dijo:

—El parqué es casi lo que más siento. Es de cerezo, del siglo dieciocho. Imposible sustituirlo.

—¿No se puede restaurar?

Cuzzoni se encogió de hombros.

—Quizá. He hablado con un carpintero que hace años había trabajado para mí. Ya está jubilado, pero dice que vendrá a verlo. Si le parece que puede hacer algo, lo levantará y se lo llevará al taller. Ahora lo dirige su hijo, pero él aún trabaja. Quizá pueda remojarlo y ponerlo en la prensa para aplanarlo. Pero dice que perderá color y que probablemente costará mucho devolverle la pátina. —Volvió a encogerse de hombros—. No hago sino repetirme que no es más que un objeto. Todo son sólo cosas materiales. Pero han durado cientos de años y casi parece una vergüenza que ahora se pierdan.

Aunque la
signorina
Elettra le había dicho que Cuzzoni había venido de Mira, Brunetti consideró conveniente no demostrar que sabía algo de él y, abarcando la habitación con un ademán, preguntó:

—¿Es la casa de la familia?

—No, en absoluto. Hará sólo unos ocho años que vivo aquí. Pero esta casa ha llegado a ser algo precioso para mí, y me duele que le haya ocurrido esto. —Sonrió y meneó la cabeza como pidiendo disculpas por su sentimentalismo y apuntó—: Supongo que la policía no habrá venido para preguntar por la lavadora de mi vecina.

Brunetti sonrió a su vez y respondió:

—No, por supuesto. He venido para preguntar por una casa que posee al final de Via Garibaldi.

—¿Sí? —preguntó Cuzzoni con curiosidad, pero nada más.

—Deseo saber si la ha alquilado a
extracomunitari.

Cuzzoni echó el cuerpo hacia atrás, apoyó los codos en los brazos del sillón y juntó los dedos formando un triángulo debajo de la barbilla.

—¿Puedo preguntar por qué desea saberlo?

—No es por nada relacionado con la renta ni con los impuestos —le aseguró Brunetti.


Signor
Brunetti, no creo que todo un comisario de policía haya venido a verme para averiguar si pago impuestos por el alquiler de mis apartamentos. Pero siento curiosidad por saber el porqué de su interés.

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