Piedras ensangrentadas (4 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Piedras ensangrentadas
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Los dos repitieron el nombre y el hombre dijo:

—Perdone, comisario, no oí su rango cuando entró. Espero que no le haya molestado que le llamara agente.

—En absoluto —dijo Brunetti con una sonrisa. Se estrecharon las manos y Brunetti los siguió con la mirada hasta que doblaron la esquina de la iglesia.

Cuando el comisario volvió al lugar en el que el hombre había sido asesinado, encontró a un agente de uniforme al lado de uno de los postes. Al acercarse Brunetti, el agente saludó.

—¿Está aquí solo? —preguntó el comisario. Observó que todas las sábanas y los pocos bolsos que quedaban habían desaparecido y se preguntó si se los habría llevado la policía.

—Sí, señor. Santini me ha pedido que le diga que no ha encontrado nada. —Brunetti supuso que no se refería sólo a los cartuchos sino a las huellas de quienes pudieran haber matado al hombre.

Miró la zona acordonada y observó en ella un montoncito ovalado de serrín. Sin pensar, preguntó, señalándolo con la barbilla:

—¿Qué es eso?

—Es la, ejem, sangre, señor —respondió el hombre—. Es por el frío.

Era tan grotesca la imagen que esto sugería, que Brunetti se resistió a considerarla siquiera y se limitó a decir al agente que a las doce llamara a la
questura
para recordarles que tenían que relevarlo a la una. Preguntó al joven si quería ir a tomar un café antes de que cerraran el bar, y se quedó esperando su vuelta.

Cuando el agente regresó, Brunetti le dijo que, si veía a otros
vu cumprà,
les dijera que su compañero había muerto y que, si podían dar alguna información, llamaran a la policía. Hizo hincapié en que debía dejar bien claro que no tendrían que dar el nombre ni presentarse en la
questura
y que lo único que la policía deseaba de ellos era información.

Brunetti llamó a la
questura
por su
telefonino.
Después de dar su nombre, repitió lo que acababa de decir al agente en el escenario del crimen, recalcando que a los comunicantes no debía preguntárseles el nombre y que todas las llamadas relacionadas con el crimen debían ser grabadas. Llamó después a los
carabinieri
y, sin estar muy seguro de si tenía autoridad para ello, solicitó su colaboración para que toda llamada que pudiera llegarles al respecto fuera tratada con la mayor discreción y, cuando el
maresciallo
accedió, le pidió que también ellos grabaran las llamadas. El
maresciallo
comentó que era poco probable que los
vu cumprà
dieran información voluntariamente; no obstante, no puso inconveniente alguno en hacer lo que se le pedía.

Poco más podía hacer Brunetti, por lo que se despidió del agente, al que deseó que no se hiciera mucho más fría la noche y, pensando que si iba a pie llegaría antes, tomó el camino de Rialto para ir a casa.

Capítulo 4

Paola se había quedado con la boca abierta, temiendo que todos sus desvelos de madre hubieran sido inútiles y que hubiera criado a un monstruo y no a una niña. Mientras miraba a su hija, su hijita, su tierno y precioso ángel, se preguntaba si seria posible la posesión demoníaca.

Hasta aquel momento, la cena había sido bastante normal, o todo lo normal que puede ser una cena que ha sido retrasada a causa de un asesinato. Brunetti, que había recibido el aviso minutos antes de sentarse a la mesa, había llamado poco después de las nueve para decir que aún tardaría. Para entonces, los lamentos de los chicos de que desfallecían de hambre habían minado la resistencia de Paola, que les dio de cenar, dejando su propia cena
y
la de Guido al calor del horno. Se sentó con los chicos, bebiendo poco a poco una copa de
prosecco
que iba calentándose mientras ellos consumían grandes cantidades de un
pasticcio
compuesto por capas de polenta, ragú y parmesano. De segundo había sólo
radicchi
asados, ahogados en
stracchino,
aunque Paola no creía que sus hijos pudieran comer algo más.

—¿Por qué siempre ha de llegar tan tarde? —protestó Chiara alargando la mano hacia los
radicchi.

—No siempre llega tarde —puntualizó Paola, ecuánime.

—Pues da la impresión —dijo Chiara eligiendo dos largos ejemplares que cubrió cuidadosamente de queso fundido.

—Ha dicho que volvería lo antes posible.

—Después de todo, no es tan importante, ¿verdad? ¿Tanto ha de retrasarse?

Paola les había explicado la causa de la ausencia del padre, por lo que la sorprendió el comentario de Chiara.

—¿No os he dicho que han matado a un hombre? —preguntó con suavidad.

—Sí, pero era sólo un
vu cumprà
—dijo Chiara empuñando el cuchillo.

Fue al oír estas palabras cuando Paola se quedó con la boca abierta. Asió la copa, hizo como que tomaba un sorbo de vino, acercó la fuente de
radicchio
a Raffi, que parecía no haber oído a su hermana, y preguntó:

—¿Qué quiere decir «sólo», Chiara? —Notó con satisfacción que su tono de voz era perfectamente natural.

—Pues eso, que no era uno de nosotros —respondió su hija.

Paola trató de descubrir una nota de sarcasmo o un intento de provocación en la respuesta de su hija, pero no había asomo de una cosa ni de otra. El tono de Chiara parecía tan desapasionado como el suyo propio.

—Chiara, al decir «nosotros», ¿te refieres a los italianos o a todos los blancos? —preguntó.

—No —respondió Chiara—. A los europeos.

—Ah, naturalmente. —Paola levantó la copa, hizo girar la pata entre los dedos y volvió a dejarla en la mesa, sin beber—. ¿Y dónde están las fronteras de Europa? —preguntó al fin.

—¿Qué,
mamma?
—dijo Chiara, que estaba distraída contestando una pregunta de Raffi—. No te he oído.

—Te he preguntado dónde están las fronteras de Europa.

—Oh,
mamma,
ya lo sabes. Está en los libros. —Antes de que Paola pudiera decir algo, preguntó—: ¿Hay postre?

Cuando era una joven madre, Paola, hija única que nunca había tenido tratos con niños pequeños, había leído todos los libros y manuales que orientan a los padres modernos sobre la manera de tratar a sus hijos. Había leído también muchos libros de psicología y sabía que todos los profesionales coinciden en que no hay que someter a un niño a una crítica severa sin indagar y examinar previamente las causas de su conducta o de sus palabras, y aun entonces se recomienda tomar en consideración la posibilidad de dañar la psiquis del niño, que se encuentra en proceso de desarrollo.

—Eso es lo más repugnante y lo más cruel que he oído en esta mesa, y me avergüenzo de haber criado a alguien capaz de decir tal cosa.

Raffi, que no había sacado la antena hasta que su radar captó el tono de la madre, dejó caer el tenedor. Chiara abrió la boca a su vez, reflejando la expresión de su progenitora y por la misma causa: estupor y horror ante el hecho de que una persona que era fundamental para su felicidad fuera capaz de decir semejantes palabras. Al igual que su madre, prescindió de diplomacia e inquirió:

—¿Se puede saber qué significa eso?

—Eso significa que un
vu cumprà
no es «sólo» esto o lo otro. No puedes hacer como si su muerte no tuviera importancia.

Chiara oía las palabras de su madre y, lo que era más, percibía el furor de su tono, y se defendió:

—No he querido decir eso.

—No sé lo que has querido decir, Chiara, pero lo que has dicho es que ese hombre era «sólo un
vu cumprà».
Y tendrías que hablar mucho para convencerme de que hay alguna diferencia entre lo que esas palabras «dicen» y lo que «quieren decir».

Chiara dejó el tenedor en el plato y preguntó:

—¿Puedo irme a mi habitación?

Raffi, con el tenedor en la mano, miraba a una y otra, desconcertado por las palabras de Chiara y asombrado por la indignada reacción de su madre.

—Sí —dijo Paola.

Chiara se puso en pie sin hacer ruido, acercó la silla a la mesa y salió de la cocina. Raffi, habituado al sentido del humor de su madre, la miró esperando el agudo comentario que estaba seguro había de llegar. Pero Paola se levantó, tomó el plato de su hija, lo dejó en el fregadero y se fue a la sala.

Raffi se comió sus
radicchi
y, aceptando con resignación que aquella noche no habría postre, puso cuchillo y tenedor bien paralelos en el plato y llevó éste al fregadero. A continuación volvió a su cuarto.

Brunetti regresó a casa media hora después. Al abrir la puerta, se sintió reconfortado por los aromas que inundaban el apartamento. Venía deseoso de estar con su familia y hablar de cosas que no tuvieran que ver con la muerte violenta. Fue a la cocina, donde, en lugar de la esperada escena de una familia que tomaba el postre y aguardaba su regreso con impaciencia, encontró una mesa casi vacía y platos sucios en el fregadero.

Fue a la sala, preguntándose si en la televisión habría algo interesante que los hubiera atraído, aun a sabiendas de que era imposible. Allí encontró sólo a Paola, tumbada en el sofá, leyendo. Ella levantó la mirada y dijo:

—¿Quieres cenar, Guido?

—Sí; creo que sí. Pero antes me gustaría tomar una copa de vino mientras me explicas qué ocurre. —Volvió a la cocina y sacó una botella de Falconera y dos grandes copas. Destapó la botella y, haciendo caso omiso de la recomendación de dejar que la botella respire, la llevó a la sala. Se sentó junto a los pies de su mujer, puso las copas en la mesita y las llenó. Inclinándose, dio una a Paola y, con la misma mano, le oprimió el pie izquierdo.

—Tienes los pies fríos —dijo y, tomando del respaldo del sofá una raída manta de pelo largo, se los tapó. Bebió un trago grande, proporcionado al tamaño de la copa, y preguntó—: Bien, ¿qué sucede?

—Chiara se ha quejado de que regresaras tarde esta noche y, cuando le he dicho que habían matado a un hombre, me ha contestado que era sólo un
vu cumprà.
—Mantenía la voz neutra, imparcial.

—¿Sólo? —repitió él.

—Sólo.

Brunetti tomó otro trago, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y paladeó el vino.

—Hummm —hizo finalmente—. Qué fuerte, ¿verdad?

No podía ver a Paola, pero sintió moverse el sofá cuando ella asintió.

—¿Crees que lo habrá pillado en la escuela? —preguntó.

—¿Y dónde si no? Aún es muy joven para haberse afiliado a la Lega.

—¿Crees que es algo que sus amigos llevan de su casa o algo que les enseñan los profesores?

—Mucho me temo que puede ser tanto una cosa como la otra —dijo ella—. O las dos.

—Es posible —convino Brunetti—. ¿Qué has hecho tú?

—Le he dicho que era repugnante y que me avergüenzo de que sea hija mía.

Él se volvió, sonrió y levantó la copa en señal de saludo.

—Tú siempre tan ecuánime.

—¿Qué más podía hacer? ¿Enviarla a alguna especie de seminario de sensibilización o hacerle un sermón acerca de la fraternidad humana? —Brunetti percibió cómo se reavivaban en ella el furor y la repulsión a medida que hablaba—. Es repugnante y me avergüenzo de ella.

Brunetti se alegraba de que ella no creyera necesario decir que su hija nunca había oído semejantes cosas en casa, ni que ellos en modo alguno eran responsables de esta perversión de criterio. Sólo Dios sabía lo que podían sugerir las conversaciones que él y Paola mantenían delante de sus hijos; imposible adivinar qué deducciones habrían podido hacer a lo largo de los años. Él se consideraba un individuo moderado, educado, como la mayoría de italianos, sin prejuicios raciales, pero era lo bastante objetivo como para reconocer que, probablemente, esta creencia era uno de tantos mitos sobre la idiosincrasia nacional. Es fácil crecer sin prejuicios raciales en una sociedad de una sola raza.

Su padre odiaba a los rusos, y Brunetti siempre había pensado que no le faltaba razón, ¿o no es buena razón que te tengan tres años prisionero de guerra? Él, personalmente, sentía una desconfianza instintiva hacia la gente del Sur, aunque este sentimiento le producía cierto malestar. Su prevención contra albaneses y eslavos, por otra parte, no le causaba tanta incomodidad.

¿Pero los negros de África? Ésta era una categoría prácticamente desconocida para él, por lo que, en su ignorancia, mal podía haber infundido en sus hijos prejuicio alguno. Lo más seguro era que Chiara lo hubiera pillado en el colegio, lo mismo que los piojos.

—¿Quieres que nos quedemos aquí sentados, flagelándonos por haber sido unos padres negligentes y luego nos castiguemos sin cenar? —preguntó al fin.

—Es una opción —dijo ella, en un tono desprovisto de humor.

—Que yo rechazo. O una cosa o la otra.

—Conforme —suspiró ella—. Llevo aquí sola un buen rato, lo cual ya es suficiente castigo, así que me parece que por lo menos podríamos cenar en paz.

—Bien —dijo él, apurando la copa e inclinándose para agarrar la botella.

Por acuerdo tácito, aquella noche no volvieron a hablar de la frase de Chiara y, durante la cena, Brunetti relató a su mujer los hechos acaecidos en
campo
Santo Stefano, basándose en la información que había podido recoger: dos hombres, a los que nadie parecía haber prestado atención, habían aparecido de pronto como surgidos de la nada y se habían desvanecido, tras disparar por lo menos cinco veces contra el subsahariano. No había sido un asesinato sino una ejecución. Y, desde luego, estaba perfectamente preparada.

—No tenía ni la menor posibilidad, el pobre —dijo Brunetti.

—¿Quién puede haber hecho eso? ¿Y a un
vu cumprà?
—preguntó Paola—. ¿Por qué?

Éstas eran las preguntas que habían acompañado a Brunetti camino de su casa.

—Ha de ser o por algo que haya hecho después de llegar aquí o por algo que hiciera antes de venir —dijo Brunetti, consciente de la obviedad.

—Eso no aclara mucho las cosas —respondió Paola, pero no era crítica sino simple observación.

—No; pero es un punto de partida para canalizar la investigación en uno y otro sentido.

Paola, siempre segura ante un ejercicio de lógica, dijo:

—Empezando por estudiar lo que se sabe de él. ¿Y es?

—Absolutamente nada —respondió Brunetti.

—Eso no es cierto.

—¿Cómo?

—Sabes que era africano, de raza negra y que trabajaba de
vu cumprà
o como ahora se les llame.

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