Piedras ensangrentadas (6 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Piedras ensangrentadas
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Una vez en su despacho, Brunetti preguntó al joven dónde estaba el
ispettore
Vianello, a lo que Pucetti respondió que no tenía ni idea. Vianello había llegado poco después de las ocho, había hecho varias llamadas y se había marchado diciendo que volvería antes del almuerzo.

—¿Ni idea? —preguntó Brunetti cuando se hubieron sentado los dos. No quería violentar al joven preguntándole directamente si había escuchado las conversaciones de Vianello.

—No, señor. Yo estaba atendiendo una llamada y no he podido oír lo que decía.

Brunetti observó con agrado que Pucetti ya no se mantenía erguido en la silla con rigidez cuando hablaba con él; a veces, hasta ponía una pierna encima de la otra. El joven empezaba a llevar el uniforme con naturalidad y ya no parecía un colegial disfrazado para el carnaval.

—¿Sabe si era algo relacionado con el muerto de anoche?

Pucetti pensó un momento
y
dijo:

—Yo diría que no, señor. Parecían asuntos de rutina.

Desviando la conversación, Brunetti dijo:

—Al entrar me han dicho que no ha llamado nadie, o sea que no sabemos quién era ni de dónde había venido.

—De Senegal, probablemente —sugirió Pucetti.

—Sí, es probable, pero para tratar de identificarlo hemos de estar seguros. No llevaba papeles y el hecho de que no haya llamado nadie para identificarlo ni para denunciar la desaparición de un
vu cumprà
significa que no podemos esperar ayuda alguna de esa gente. —Era consciente del matiz de desdén que tenía la expresión «esa gente» aplicada a toda una clase de personas, pero no tenia tiempo para sutilezas de lenguaje—. Así pues, hemos de averiguar quién era y, para eso, necesitamos a alguien que tenga contacto con los otros.

—¿Alguien en quien ellos confíen? —preguntó Pucetti.

—O alguien a quien teman —dijo Brunetti, al que tampoco gustaba esa frase.

—¿Quién?

—Probablemente, será más fácil probar con el miedo. Podríamos empezar preguntando a los que les alquilan habitaciones. Luego, a los mayoristas que les venden los bolsos. Por último, a los agentes que los hayan arrestado —dijo Brunetti levantando un dedo al nombrar a cada grupo.

—Quizá fuera preferible empezar por nosotros. Es decir, por los que los hayan arrestado —dijo Pucetti, y agregó—: Ya que los tenemos a mano.

—De acuerdo —dijo Brunetti—. ¿El técnico ya ha revelado las fotos?

—Que yo sepa, no, señor —dijo Pucetti disponiéndose a levantarse—, pero puedo bajar al laboratorio a ver si ya están listas.

—Sí, haga el favor —dijo Brunetti—. Y de paso mire si ya ha llegado la
signorina
Elettra.

Pucetti saludó y se fue. Brunetti sacó el diario de la cartera
y
acabó de leer la primera sección, buscando en vano un comentario editorial sobre la muerte. Ya saldría, estaba seguro.

Cuando Brunetti empezaba a leer la segunda sección, cuya primera página incluía un reportaje más extenso, aunque no más informativo, del asesinato, volvió Pucetti con un fajo de fotografías.

Brunetti las miró rápidamente, desechando las de todo el cuerpo y apartando las tomadas desde los lados y de frente. El hombre tenía los ojos cerrados, y era tal la solemnidad de su cara que nadie que viera aquellas fotos pensaría que pudiera volver a abrirlos.

—Era guapo —dijo Pucetti mirando las fotos—. ¿Cuántos años cree que tendría?

—No más de treinta —respondió Brunetti. Pucetti asintió.

—¿Quién puede haber querido hacer eso a uno de esos chicos? No causan problemas.

—¿Ha arrestado a alguno?

—A un par. Pero eso no significa que no sean buena gente.

—¿Eso dice también Savarini? —preguntó Brunetti.

Pucetti tardó un momento en contestar:

—Es diferente —dijo al fin.

—¿Y Novello?

—¿Por qué no?

—Porque la última vez que lo enviaron a arrestarlos le rompieron un dedo.

—Aquello fue un accidente, señor —protestó Pucetti—. Él había agarrado la bolsa de deporte que contenía toda la mercancía y el hombre hizo lo que cualquier otro hubiera hecho en su lugar: tratar de arrancársela de la mano. A Novello se le enganchó el dedo en el asa y, cuando el
vu cumprà
dio el tirón, le rompió el dedo. Pero no lo hizo a propósito.

—¿Entonces el dedo no está roto? —preguntó Brunetti, curioso por oír la respuesta de Pucetti.

—No; claro que está roto. Pero fue sin querer, y Novello no le guarda rencor. Lo sé porque me lo dijo. Además —agregó un Pucetti cada vez más vehemente—, él fue uno de los que se tiraron al canal para salvar al que se había caído.

—Al resistirse al arresto, si mal no recuerdo —observó Brunetti.

Pucetti abrió la boca para contestar, pero desistió, miró largamente a Brunetti y preguntó:

—¿Quiere tirarme de la lengua, señor?

Brunetti se echó a reír.

Capítulo 6

Una hora después, Pucetti y Brunetti habían enseñado las fotos a la mayoría de los agentes de la
questura.
A mitad del proceso, Brunetti empezó a notar una preocupante correlación entre la filiación política y la reacción de cada cual. La mayoría de los que simpatizaban con el Gobierno actual, mostraban poca conmiseración o, siquiera, interés por el muerto. Cuanto más a la izquierda del espectro político se ubicaban, más se compadecían del hombre de la foto. Sólo dos agentes, dos mujeres, mostraron sincero pesar por la muerte de un hombre tan joven.

Gravini, que iba con la patrulla que había hecho la última redada de
ambulanti,
creyó reconocer al hombre de la foto, pero dijo también que estaba seguro de no haberlo visto nunca entre los
vu cumprà
arrestados por él.

Brunetti miró a los reunidos en la sala de agentes.

—¿Tenemos fotografías de los arrestados? —preguntó.

—Rubini tiene todos los papeles en su despacho, señor —dijo el sargento—. Informes del arresto, copias de los pasaportes,
permessi di soggiorno,
por lo menos, de los que disponen de él, y copias de las cartas que les enviamos.

—¿Cartas? —preguntó Pucetti—. ¿Por qué nos tomamos la molestia de enviarles cartas?

—En realidad, no las enviamos —respondió Gravini—. Se las entregamos en propia mano y les decimos que tienen cuarenta y ocho horas para abandonar el país. —Resopló ante semejante absurdo y agregó—: Una semana después los arrestamos y les entregamos una copia de la misma carta.

Brunetti se quedó esperando el comentario del sargento, que presumía sería del mismo tenor que lo oído aquella mañana de boca del anciano en el
vaporetto.
Gravini se encogió de hombros y dijo:

—No sé por qué nos tomamos tantas molestias. Ellos no hacen daño a nadie, sólo tratan de ganarse la vida. Y nadie obliga a la gente a comprarles bolsos.

—Gravini —interrumpió Pucetti—, ¿no fuiste tú uno de los que saltaron al canal?

Gravini inclinó la cabeza, como cohibido por haber sido pillado en falta.

—¿Y qué iba a hacer? El que se cayó era nuevo. Probablemente, era su primera redada. Le entró pánico y echó a correr: un crío. ¿Qué podía hacer, rodeado de policías que lo perseguían? Fue cerca de la Misericordia y, al cruzar el puente, perdió pie y cayó al canal. Ese puente no tiene parapeto. Se le oía gritar desde la iglesia. Cuando llegamos, braceaba como un loco, y yo hice lo primero que se me ocurrió, echarme al agua. Hasta que estuve dentro no me di cuenta de que el canal no era muy hondo; por lo menos, en los lados. No sé por qué armaba tanto alboroto. —Gravini trataba de aparentar enojo, pero sin convicción—. La chaqueta, echada a perder, y Bocchese pasó todo un día limpiando el barro de la pistola.

Brunetti optó por no hacer comentarios.

—¿Tiene idea de dónde puede haber visto a este hombre? —preguntó golpeando con el índice la foto de la cara tomada de frente.

—No, señor. No lo recuerdo, pero sé que lo he visto antes. —Tomó las fotos y fue mirando serie tras serie. Al fin dijo—: ¿Puedo llevármelas, comisario? ¿Para enseñarlas a algunos de los hombres a los que he arrestado?

Brunetti no sabía cómo referirse a los otros
vu cumprà.
«Colegas» del muerto sonaba de un modo extraño, ya que sugería un mundo laboral convencional. Al fin se decidió:

—¿A sus amigos? —preguntó.

—Sí, señor. A uno lo he arrestado cinco veces por lo menos. Podría preguntarle.

—¿Y si sale corriendo al verle acercarse? —dijo Pucetti.

—No, no; la cosa no va así —respondió Gravini—. Unos cuantos viven en un apartamento próximo a Via Garibaldi, cerca de donde reside mi madre. Los veo cuando voy a visitarla y… —se interrumpió, buscando la forma de continuar—… y cuando ellos y yo tenemos el día libre. Muhammad me contó que en su pueblo era maestro. Puedo preguntarle.

—¿Cree que confiará en usted? —preguntó Brunetti.

Gravini se encogió de hombros.

—Eso no lo sabré hasta que hable con él.

Brunetti dijo a Gravini que se llevara las fotos y las enseñara a unos y otros, y eventualmente pidiera a Muhammad que hiciera otro tanto entre los hombres con los que trabajaba.

—Gravini —añadió—, dígales que lo único que pedimos es un nombre y una dirección. Que no habrá más preguntas, nada de problemas, nada más. —Se preguntaba si los africanos se fiarían de la palabra de la policía y suponía que no tenían razones para ello. Aunque había hombres como Gravini, que estaban dispuestos a saltar a un canal para salvarlos, Brunetti temía que la actitud habitual de la policía fuera más parecida a la del anciano del
vaporetto, y
no invitaba a la colaboración.

Brunetti dio las gracias a los agentes y se dirigió al despacho de la
signorina
Elettra. Ella ya estaba sentada ante su mesa. Desde hacía varios días, la
signorina
Elettra ahuyentaba las sombras del invierno con un derroche de colorido: había empezado el miércoles, con unos zapatos amarillos, a los que el jueves había seguido un pantalón verde esmeralda y, el viernes, una chaqueta color naranja. Hoy, para empezar la semana, lucía un pañuelo de seda que parecía estar cubierto de papagayos, pero no lo llevaba anudado al cuello —eso hubiera sido muy vulgar— sino en la cabeza, a modo de turbante.

—Son bonitos los pájaros —dijo Brunetti al entrar.

Ella levantó la mirada, sonrió y le dio las gracias.

—Quizá la semana próxima sugiera al
vicequestore
que cambie de estilo.

—¿Y que venga al despacho con zapatos amarillos o con turbante? —preguntó Brunetti, para demostrar que se había fijado.

—No; yo me refería a las corbatas. Son muy serias.

—Las corbatas quizá, pero no los alfileres. Los tiene con piedras preciosas de todos los colores.

—Sí, pero tan pequeñas que casi no se ven. Quizá debería regalarle alguna.

Brunetti no sabía si ella se refería a las corbatas o a las piedras para los alfileres, pero no importaba.

—¿Y cargarlas a gastos de oficina?

—Desde luego. Quizá en el apartado de Mantenimiento. —Y entonces, pasando al terreno laboral, preguntó—: ¿En qué puedo ayudarle, comisario?

En aquel momento, a Brunetti le hubiera gustado saber cuándo había sido la última vez que ella había preguntado a alguien en qué podía ayudarle y si la pregunta estaba dirigida a él mismo o al
vicequestore.

—Me interesa todo lo que pueda averiguar acerca de los
vu cumprà.

—Todo está aquí —dijo ella, señalando al ordenador—. O en los archivos de la Interpol.

—No; no me refiero a esa clase de información sino a lo que la gente sabe, sabe realmente, acerca de ellos: dónde viven, cómo viven, qué clase de gente son.

—La mayoría de ellos vienen de Senegal, según creo —dijo ella.

—Sí, eso ya lo sé. Pero me gustaría averiguar si son del mismo sitio, si se conocen, si están emparentados entre sí.

—Y es de suponer que también querrá saber quién era el hombre asesinado —concluyó ella.

—Por supuesto. Pero no creo que vaya a ser fácil descubrir eso. Nadie ha llamado para dar información. Las únicas personas que nos han dicho algo son unos turistas americanos que estaban allí en aquel momento, pero no vieron más que a un hombre muy alto, con aspecto «mediterráneo», según ellos, con lo que quieren decir que era moreno. Había otro hombre, pero de él sólo han podido decir que era más bajo que su compañero. Aparte de esto, por lo que sabemos, el crimen también hubiera podido ocurrir en otra ciudad. O en otro planeta.

Ella estuvo pensativa un momento y dijo:

—Prácticamente, ahí es donde ellos viven, ¿no cree?

—¿Cómo? —preguntó él, confuso.

—No tienen contacto con nosotros, me refiero a contacto real. Aparecen como las setas, extienden las sábanas, hacen su negocio y desaparecen. Es como si salieran de cápsulas espaciales y luego se desvanecieran.

—Pero eso no es otro planeta —dijo él.

—Sí lo es, comisario. No les hablamos, ni los vemos realmente. —Al observar la expresión de escepticismo de Brunetti, insistió—: No es que critique nuestra manera de tratarlos ni que pretenda defenderlos como hacen mis amigos, que dicen que todos son víctimas de esto o de lo otro. Sencillamente, pienso que es extraño que vivan entre nosotros y, no obstante, cuando no están en la calle, vendiendo cosas, permanezcan invisibles. —Lo miró para comprobar si él se daba cuenta de lo muy en serio que hablaba y agregó—: Por eso digo que viven en otro planeta. Porque parece que, en éste, si les prestamos atención es sólo para arrestarlos.

Él lo pensó y reconoció que ella tenía razón. Recordó una noche del año anterior en la que él y Paola habían salido a cenar y estalló una tormenta. En un momento, las calles se llenaron de tamiles con haces de paraguas plegables que ofrecían a cinco euros. Paola los había comparado —a los tamiles— a esos alimentos deshidratados a los que no tienes más que poner en remojo para que adquieran su volumen normal. Algo parecido podía decirse de los
vu cumprà:
tenían la misma facultad para materializarse, como salidos de la nada, y luego desaparecer.

Brunetti decidió aceptar su punto de vista y dijo:

—Pues por ahí podemos empezar: trate de averiguar adonde van cuando desaparecen.

—¿Quiere decir quién les alquila habitaciones y dónde?

—Sí. Dice Gravini que algunos viven en Castello, cerca de la casa de su madre. Pídale la dirección de la madre o eche un vistazo a la guía telefónica: no es un apellido muy corriente. —Recordó la alusión de Gravini a la levedad de su relación con Muhammad, a la que no se podía llamar amistad, ya que tenía su origen en el arresto del uno por el otro—. Sólo quiero la dirección. No voy a hacer nada hasta que Gravini haya podido hablar con su conocido. A ver si encuentra usted algo acerca de otros apartamentos que tengan arrendados.

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