Piedras ensangrentadas (2 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Piedras ensangrentadas
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La mujer vio la sangre que salía de debajo del cuerpo, tiñendo la sábana de rojo. El marido, alarmado por el grito y la súbita desaparición de su esposa, se abrió paso entre sus amigos con brusquedad y se arrodilló junto a ella. Iba a rodearle los hombros con el brazo, en ademán protector, cuando vio al hombre tendido en la sábana. Entonces aplicó una mano a la garganta del herido, la tuvo allí durante un largo momento, la retiró y se puso en pie enderezando trabajosamente unas rodillas que la edad había hecho recalcitrantes. Luego se inclinó y ayudó a su mujer a levantarse.

Los dos miraron a su alrededor y no vieron a nadie más que a las personas de su grupo, que intercambiaban miradas de asombro, y al hombre tendido a sus pies. A cada lado de la ancha calle se extendían las hileras de sábanas, la mayoría cubiertas todavía de bolsos simétricamente dispuestos. El auditorio de los músicos se dispersó y los jóvenes dejaron de tocar.

Transcurrieron varios minutos antes de que pasara por allí el primer italiano que, al ver al hombre, la sábana y la sangre, sacó el
telefonino
del bolsillo del abrigo y marcó el 113.

Capítulo 2

La policía llegó con una rapidez que asombró a los circunstantes italianos tanto como escandalizó a los americanos. A los venecianos, media hora no les parecía mucho tiempo para que una unidad de técnicos y agentes llegara a
campo
Santo Stefano en una lancha, pero para entonces la mayoría de los americanos, poco a poco, habían ido separándose del grupo, diciendo a sus compañeros que ya se verían en el hotel. Nadie se molestó en vigilar el escenario del crimen y, cuando llegó la policía, la mayoría de los bolsos habían desaparecido, incluso los de la sábana sobre la que yacía el cadáver. Algunos de los que robaron los bolsos del muerto dejaron impresas en la sábana rojas huellas de pisadas. Un rastro de sangre se desvanecía en dirección a Rialto.

Alvise, el primer agente en llegar al escenario, se aproximó al pequeño grupo de personas que aún rodeaban al muerto y les ordenó retroceder. Se acercó al cadáver y se quedó mirándolo, como si, ahora que podía ver a la víctima, no supiera qué hacer. Al fin, un técnico del laboratorio le pidió que se apartara mientras ponía alrededor de la sábana unos pequeños postes de madera. De una de las cajas que traían sacó un rollo de cinta a rayas rojas y blancas que introdujo por las ranuras de la parte superior de los postes, estableciendo una clara línea divisoria entre el cadáver y el resto del mundo.

Alvise se acercó a un hombre que estaba junto a la escalera de la iglesia e inquirió:

—¿Quién es usted?

—Riccardo Lombardi —respondió el hombre. Era alto, de unos cincuenta años, bien trajeado: la clase de persona que da órdenes desde detrás de un escritorio, o así le pareció a Alvise.

—¿Qué hace aquí?

Sorprendido por el tono del policía, el hombre respondió:

—Pasaba por aquí y, al ver a esa gente, me paré.

—¿Vio al que lo hizo?

—¿Hizo qué?

Entonces Alvise cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de lo ocurrido; sólo sabía que en la
questura
se había recibido una llamada para avisar de que en
campo
Santo Stefano había un hombre negro muerto.

—¿Me enseña un documento de identidad? —exigió Alvise.

El hombre sacó la billetera y extrajo su
carta d'identità,
que entregó a Alvise. Éste la miró un momento y se la devolvió.

—¿Ha visto algo? —preguntó en el mismo tono de voz.

—Como ya le he dicho, agente, yo pasaba por aquí y, al ver a esa gente parada, me detuve. Nada más.

—Está bien. Puede marcharse —dijo Alvise en un tono que sugería que el hombre no tenía alternativa. El agente dio media vuelta y volvió junto al equipo de los técnicos, donde los fotógrafos ya estaban recogiendo su material.

—¿Han encontrado algo? —preguntó a uno de los técnicos.

Santini, que estaba de rodillas, pasando sus enguantadas manos por las losas del pavimento en busca de casquillos, levantó la cabeza y dijo:

—Un cadáver. —Y siguió buscando.

Sin inmutarse por la respuesta, Alvise sacó un bloc del bolsillo interior de su parka de uniforme, lo abrió con una sacudida, buscó un bolígrafo y anotó: «Campo Santo Stefano.» Contempló lo escrito, miró el reloj, agregó: «20:58», puso el capuchón al bolígrafo y guardó bloc y bolígrafo en el bolsillo.

Entonces a su derecha sonó una voz familiar que decía:

—¿Qué sucede, Alvise?

Alvise alzó una mano lánguida en un esbozo de saludo y dijo:

—No estoy seguro, comisario. Nos han avisado de que aquí había un muerto y hemos venido.

Su superior, el comisario Guido Brunetti, dijo:

—Eso ya lo veo, Alvise. ¿Qué causó la muerte de ese hombre?

—No lo sé, señor. Estamos esperando a que llegue el médico.

—¿Quién viene?

—¿Quién viene adonde, señor? —preguntó Alvise, desconcertado.

—¿Qué médico viene? ¿Lo sabe?

—No, señor. Como tenía prisa por traer al equipo, dejé dicho en la
questura
que llamaran ellos al médico.

La pregunta de Brunetti quedó contestada por la llegada del
dottor
Ettore Rizzardi,
medico légale
de la ciudad de Venecia.


Ciao,
Guido —dijo Rizzardi cambiándose el maletín a la mano izquierda para extender la derecha—. ¿Qué hay?

—Un muerto —dijo Brunetti—. Me han llamado a casa, diciendo que habían matado a alguien aquí, nada más. Yo mismo acabo de llegar.

—Pues vamos a ver —dijo Rizzardi dirigiéndose hacia la zona acordonada—. ¿Ha hablado con alguien?

—No. Con nadie. —Hablar con Alvise no contaba.

Rizzardi se agachó para pasar por debajo de la cinta, apoyando una mano en el suelo y luego sostuvo en alto la cinta, para facilitar el paso a Brunetti. El médico preguntó a uno de los técnicos:

—¿Han tomado fotografías?

—Sí,
dottore
—respondió el hombre—. Desde todos los ángulos.

—Está bien —dijo Rizzardi, dejando el maletín en el suelo. Ladeando el cuerpo, sacó dos pares de guantes de plástico fino y dio un par a Brunetti. Mientras se los ponían, el médico preguntó—: ¿Querrá echarme una mano?

Se arrodillaron uno a cada lado del muerto. Lo único que estaba a la vista era el lado derecho de la cara y las manos. Sorprendió a Brunetti la negrura de la piel de aquel hombre pero enseguida se extrañó de su propia sorpresa. ¿De qué color esperaba él que fuera un africano? A diferencia de los negros de Norteamérica que había visto Brunetti, con tonos de piel que iban del canela al cobre, éste parecía de ébano pulido.

Entre los dos dieron la vuelta al cuerpo para ponerlo boca arriba. El frío había congelado la sangre, pegando la chaqueta a la sábana y al suelo y, al moverlo, como ellos tenían las rodillas apoyadas en la sábana, la tela se desprendió con un áspero crujido. Al oírlo, Rizzardi soltó el hombro del muerto y Brunetti, sin decir nada, bajó la mano con la que lo asía por el costado.

En el pecho del hombre se erguían picos de rígida tela ensangrentada, semejantes a los adornos que la fantasía de un repostero pudiera crear para un pastel de cumpleaños.

—Lo siento —dijo Rizzardi, no se sabía si a Brunetti o al muerto. Aún de rodillas, palpó con un enguantado dedo cada orificio de la parka—. Cinco. Al parecer, lo querían bien muerto.

Brunetti vio que el hombre tenía los ojos abiertos, y también la boca, inmovilizada en la expresión del pánico que debió de sentir cuando sonó el primer disparo. Era joven y bien parecido. Los dientes tenían una blancura que resplandecía en contraste con la piel. Brunetti hundió una mano en el bolsillo de la derecha de la parka del hombre y luego en el de la izquierda. Encontró unas monedas y un pañuelo usado. El bolsillo interior contenía dos llaves y varios billetes pequeños. Había un ticket de un bar con una dirección de San Marco; probablemente, uno de los bares del
campo.
Nada más.

—¿Quién había de querer matar a un
vu cumprà
? —preguntó Rizzardi poniéndose en pie—. Como si esos pobres diablos no tuvieran ya bastante que sufrir. —Miró al hombre que yacía en el suelo»—. Visto así, no sé dónde lo habrán alcanzado exactamente, pero tres de los orificios están muy juntos y cerca del corazón. Hubiera bastado uno para matarlo. —Metiéndose los guantes en el bolsillo, preguntó—: ¿Diría que es cosa de profesionales?

—Lo parece —respondió Brunetti, consciente de que ello hacía aquella muerte más misteriosa todavía. Nunca había tenido que ocuparse de los
vu cumprà
porque muy pocos de ellos habían estado implicados en delitos graves y sus casos habían sido asignados a otros comisarios. Al igual que gran parte de la policía y que la mayoría de los residentes en la ciudad, Brunetti siempre había supuesto que los senegaleses estaban bajo el control del crimen organizado, razón que explicaría la corrección de su trato con el público: si sus maneras no llamaban la atención, pocos serían los que se tomaran la molestia de preguntar cómo conseguían hacerse invisibles a los ojos de las autoridades, que los dejaban tranquilos. Con los años, Brunetti había llegado a no reparar en ellos y a olvidar cuándo habían sustituido a los primitivos
vu cumprà
argelinos y marroquíes que trataban de atraer la atención de los posibles compradores con esta expresión, mezcla de francés e italiano chapurreados.

De vez en cuando, la policía hacía una redada y les pedía los papeles, pero los
vu cumprà
nunca habían atraído la atención de las autoridades lo suficiente como para ser objeto de una de las «alertas contra el crimen» del
vicequestore
Patta, es decir, nunca se había afrontado seriamente la patente ilegalidad de su presencia y actividad. Se les dejaba practicar su comercio sin ser molestados por las fuerzas del orden, con lo que se soslayaba la pesadilla burocrática que supondría el intento de expulsar a cientos de inmigrantes sin papeles y devolverlos a Senegal, país del que, según se creía, procedían la mayoría de ellos.

¿Por qué, entonces, este crimen, un crimen que hacía pensar en un asesinato por encargo?

—¿Cuántos años tendría? —preguntó Brunetti, por decir algo.

—No lo sé —respondió Rizzardi moviendo la cabeza dubitativamente—. Quizá unos treinta, o menos: me es difícil calcular la edad de una persona de raza negra antes de ver su interior.

—¿Cuando podrá hacerlo?

—Mañana por la tarde a primera hora. ¿De acuerdo?

Brunetti asintió.

Rizzardi se agachó a recoger el maletín. Al levantarlo dijo:

—No sé por qué siempre traigo esto. Como si tuviera que usarlo para salvar a alguien. —Pensativo, se encogió de hombros y dijo—: La costumbre, seguramente. —Extendió la mano, estrechó la de Brunetti y dio media vuelta.

Brunetti dijo al técnico que había hecho las fotos:

—Cuando lo lleven al hospital, por favor, saque varias tomas de la cara desde distintos ángulos y mándemelas tan pronto como las tenga reveladas.

—¿Cuántas copias, comisario?

—Una docena de cada.

—Está bien. Las tendrá mañana por la mañana.

Brunetti dio las gracias al hombre e hizo una seña a Alvise, que se mantenía a la expectativa a cierta distancia.

—¿Alguien ha visto lo ocurrido? —le preguntó.

—No, señor.

—¿A quién ha preguntado?

—A un hombre —respondió Alvise, señalando hacia la iglesia.

—¿Cómo se llama?

Alvise abrió mucho los ojos sin disimular la sorpresa. Finalmente, después de una pausa tan larga que a cualquier otro le hubiera resultado violenta, dijo:

—No lo recuerdo, señor. —Ante el silencio de Brunetti, arguyó—: Me ha dicho que no había visto nada, comisario, por lo que no tenía que tomarle el nombre, ¿verdad?

Brunetti se volvió hacia los dos camilleros vestidos de blanco que llegaban en aquel momento.

—Pueden llevarlo al
Ospedale,
Mauro —dijo, y agregó—: El agente Alvise les acompañará.

Alvise abrió la boca para protestar, pero Brunetti se le adelantó:

—Así podrá averiguar si en el hospital ha ingresado alguien con heridas de bala. —Era poco probable, en vista de la precisión con la que, al parecer, se habían hecho los cinco disparos que habían matado al africano, pero por lo menos eso le permitiría librarse de Alvise. —Desde luego, comisario —dijo el agente, repitiendo su conato de saludo. Observó cómo los dos sanitarios levantaban el cadáver y lo ponían en la camilla, y los precedió hasta su lancha, pisando con energía, como si sólo gracias a su intervención pudieran tener la seguridad de llegar a ella.

Brunetti se volvió y llamó a un técnico que estaba fuera de la zona acordonada, sacando una fotografía de las huellas que apuntaban a Rialto.

—¿Sólo ha venido Alvise?

—Creo que sí, señor —respondió el hombre—. Riverre había acudido a una llamada por una riña doméstica.

—¿Alguien ha intentado averiguar si hubo testigos? —preguntó Brunetti.

El técnico lo miró largamente.

—¿Alvise? —dijo tan sólo, antes de volver a sus fotos.

Junto a la pared del jardín había un grupo de adolescentes. Brunetti se acercó.

—¿Alguno de vosotros ha visto lo ocurrido?

—No, señor —respondió uno—. Acabamos de llegar.

Brunetti volvió a la zona acordonada, donde había tres o cuatro personas.

—¿Alguien de ustedes estaba aquí cuando ocurrió? —preguntó.

Unos volvieron la cara hacia otro lado y otros miraron al suelo.

—¿Han visto algo? —insistió él, preguntando, no suplicando.

Un hombre que estaba en la parte de atrás del grupo se apartó y se alejó por el
campo.
Brunetti no hizo nada por detenerlo. También los otros se iban, hasta que sólo quedó una persona, una anciana que se apoyaba en dos bastones. Él la había visto otras veces y la reconoció a pesar de que ahora no estaban con ella los dos perros viejos y sarnosos que solían acompañarla. Apoyando la cadera derecha en uno de los bastones, la mujer lo llamó con una seña. Al acercarse, él vio la cara arrugada, los ojos oscuros, los pelos blancos de la barbilla.

—¿Sí,
signora?
—preguntó—. ¿Ha visto algo? —Sin pensar, le habló en veneciano en lugar de italiano.

—Cuando ocurrió eso había aquí unos americanos.

—¿Cómo sabe que eran americanos,
signora?

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