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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos

BOOK: El jardín de los tilos
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«A este jardín, que más bien era un bosque, se accedía desde el piso principal del palacete a través de un puente de hierro forjado artísticamente. Por su gusto, Rafaela lo hubiera hecho más rústico, de madera de castaño, pero su marido dijo que había de ser hierro…»

Finales del siglo
XIX
. Bilbao es una de las ciudades más prósperas de España. La riqueza, el desarrollo industrial y el crecimiento de la población hacen de ella un sitio muy atractivo para invertir, pero también la prostitución, el juego y las peleas son el pan nuestro de cada día. En este ambiente, una mujer excepcional comenzará a brillar con luz propia, Rafaela Ybarra. Sistemática defensora de las pobres muchachas que llegan a Bilbao buscando un futuro mejor, Rafaela no dudará en ayudarlas para que no caigan en la marginación. Junto a su esposo, José de Vilallonga, presidente de los Altos Hornos y unos de los hombres más prósperos de la ciudad, invertirá muchos de los beneficios de la empresa en obras benéficas y en la creación de instituciones como la Congregación de los Santos Ángeles Custodios, pero para ello deberá enfrentarse al sistema…

Gracias a esta inspiradora novela, conoceremos una época inigualable y a una mujer maravillosa que fue beatificada por Juan Pablo II como reconocimiento a su infatigable labor.

José Luis Olaizola

El jardín de los tilos

ePUB v1.0

Crubiera
08.04.13

José Luis Olaizola, 2013.

Diseño portada: Marc Owen / Arcangel Images

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

1

RAFAELA ENCUENTRA SU DESTINO

En 1876 Rafaela Ybarra se encontraba en la plenitud de la vida, de una vida muy satisfactoria, ya que estaba casada con un hombre muy relevante en el mundo de los negocios, y era madre de seis hijos, de los cuales cuatro vivían con ella y dos estaban en el cielo, puesto que habían fallecido, uno al año de nacer, José Adolfo, y la niña tan deseada, Refugio, a los dos años. Antes de comenzar a dirigirse espiritualmente con don Leonardo Zabala acostumbraba a decir que tenía cuatro hijos, hasta que el sacerdote la reprendió:

—¿Y qué ocurre con José Adolfo y Refugio? ¿Acaso no son hijos tuyos?

Y le razonó que habiendo sido bautizados y fallecido sin haber tenido ocasión de que las reliquias del pecado original hicieran presa en ellos, sin duda alguna se encontraban en el cielo.

—O sea, que ya sabes. Tienes dos recaderos en el cielo que pueden interceder ante el Señor cuando lo precises.

Rafaela le dio las gracias por tan buena noticia y desde ese día siempre decía ser madre de seis hijos, y si alguna persona manifestaba extrañeza puesto que solo le conocían cuatro, aclaraba que tenía otros dos más, que eran los más vivos de todos, dado que estaban disfrutando ya de la vida eterna.

De todos modos, deseaba seguir teniendo hijos pues eran tiempos, singularmente en Vizcaya, en donde la prosperidad no solo se reflejaba en lo económico, sino también en la abundancia de la descendencia, y los matrimonios se aplicaban a ello nada más casarse, ya que cada hijo se consideraba una bendición del cielo, que además solía venir con un pan debajo del brazo. Rafaela era de este parecer, y como estaba muy enamorada de su marido, con gusto se entregaba a las efusiones precisas para tener hijos y, además, por tener un alto concepto de la relación sexual como fuente de la vida fue por lo que le vino la fama de santidad, por el empeño que puso en que no se desvirtuara esa grandeza usándola torpemente como instrumento de placer, lo que comportaba en muchas ocasiones la prostitución de la mujer.

El 16 de enero de 1876 había cumplido los treinta y tres años cuando, pocos días después, en una mañana gélida, tuvo un encuentro que habría de ser providencial en su vida con una aldeana recién llegada a Bilbao desde un caserío del valle de Arratia, que venía huyendo de lo que le esperaba en ese caserío, y con la esperanza de poder ganarse la vida en esa villa que todavía no merecía el título de ciudad, pues contaba tan solo con unos treinta mil habitantes, aunque crecía de día en día, en parte gracias a la actividad industrial de la familia de Rafaela.

La aldeana se llamaba Catalina, contaba quince años, pero representaba más por lo muy desarrollada que estaba, con muy buenas proporciones en todas sus partes, y el rostro agraciado, muy sonrosado, como si anduviera sobrada de salud, aunque con un punto de tristeza en los ojos que desde el primer momento llamaron la atención de Rafaela: eran muy hermosos, negros, profundos, pero tristes. Vestía con cierta decencia, excepto los pies, que los llevaba calzados con unas alpargatas de esparto, muy viejas, que mostraban algunos dedos al descubierto. La cabeza se la tocaba con un pañuelo blanco, muy limpio, el vestido era negro con lunares blancos, y por todo abrigo llevaba una toca de lana gruesa, sin desbastar, que justo le cubría los hombros, por lo que cuando la vio Rafaela le dio la impresión de que tiritaba.

Catalina era huérfana de padre y madre, que murieron de una peste que asoló el país en el año 1866, y ella se quedó al cuidado de unos tíos que desde muy pequeña la obligaban a trabajar en el caserío, lo que le parecía natural por ser habitual que todos los niños lo hicieran, hasta que su tío, que era de carácter muy hosco, y que casi no le hablaba, al cumplir los catorce años, que fue cuando se le desarrollaron los pechos, comenzó a interesarse por ella y a darle muestras de cariño en forma de caricias, que al principio ella incluso agradeció, hasta que se dio cuenta de cuáles eran sus intenciones. No sabía cómo zafarse de él, y en uno de los forcejeos les sorprendió la tía, que siempre se había mostrado cariñosa con ella, y primero comenzó a gritar a su marido y a continuación la abofeteó a ella, como si tuviera alguna culpa en lo que estaba sucediendo. Y en vascuence, que era el único idioma que se hablaba en el caserío, la llamó
emagaldu
, que en castellano es como lagarta o mala mujer, y no paró hasta deshacerse de ella diciéndole que ya tenía edad para ganarse la vida por su cuenta.

Por fin una noche Catalina se encontró con que la tía le había preparado un hatillo con su ropa, más un paquete de comida, y un bolsito con unas pocas monedas, y la despidió con lágrimas en los ojos, diciéndole que lo hacía por su bien, y hasta pidiéndole perdón por haberla pegado.

El caserío estaba en la parte de Galdácano, a unas tres leguas de la villa de Bilbao, y no le hubiera llevado mucho tiempo alcanzarla si hubiera acertado con el camino, pero como salió con el alba, entre dos luces, se perdió primero por un monte, en el que no había a quién preguntar, y luego vino a dar a un valle en el que sí había gente, pero como era muy tímida le daba vergüenza preguntar, o temía que se extrañaran de verla sola y extraviada, y se apercibieran de que venía expulsada de su casa por mala conducta, ya que su tía, antes de pedirle perdón por haberla pegado, le repetía una y otra vez que alguna culpa tendría ella en lo que había sucedido, y llegó a pensar si no tendría razón y que de ningún modo debía haber consentido en unas caricias que no supo interpretar bien.

Ese día se le fue en dar vueltas sin mucho sentido, y cuando llegó la noche se echó a llorar, pues no sabía dónde podía resguardarse del frío que se adueñó de los campos cuando se puso el sol, hasta que acertó a dar con un pajar en el que se refugió y comió del pan con queso que le había puesto la tía, más unas manzanas. Por fortuna, en el pajar había unos cueros viejos con los que se cubrió para defenderse del frío y, sin dejar de llorar, se quedó dormida, tan profundamente que ni tan siquiera se despertó con el canto del gallo, y solo abrió los ojos con los primeros rayos de sol. Estaba aterida, hambrienta, y sobre todo sedienta, por eso, cuando vio una vaca ramoneando unos arbustos, con las ubres bien repletas, se fue a ella y, sacando un cantarillo que llevaba en el hatillo, le ordeñó como un cuartillo de leche, tibia, que bebió ansiosamente.

En ese momento apareció el casero, que traía una vara de avellano en la mano, con la que la golpeó, no muy fuerte, más bien a modo de advertencia, y le dijo de malos modos:

—¡Qué haces tú aquí! ¿Robando la leche?

Catalina se quedó aterrada, pero tuvo reflejos para responder.

—No, señor, la puedo pagar.

Y le mostró el bolsito con las monedas de cobre.

El hombre lo examinó y, de primeras, tomó dos monedas, pero luego se lo pensó mejor, se las devolvió y la conminó a abandonar el caserío. Catalina recogió su hatillo y se apresuró a hacerlo, pero antes se atrevió a preguntarle qué camino tenía que tomar para ir a Bilbao.

—Conque vas a Bilbao. ¡A qué irás tú a Bilbao! A nada bueno. Llevas mal camino.

—Sí, señor, es que me he perdido —le aclaró la niña.

—Ya, ya, bien perdida vas tú —la animó el hombre.

A pesar de todo le indicó el camino mejor para llegar a la villa.

Catalina emprendió la marcha, muy desanimada, con la impresión que le dejara aquel casero de que en Bilbao nada bueno le esperaba. Se alegró un poco según se acercaba a la ciudad porque no se encontró sola. Coincidió con aldeanos que llevaban productos de la huerta, o cántaros de leche, para vender, y se unió a ellos con la seguridad de que por lo menos no volvería a extraviarse.

Pero cuando por fin entró en la villa se encontró perdida del todo, en medio de lo que le pareció una multitud, que se movía sin orden ni concierto, sin mirarse tan siquiera los unos a los otros, ni cuando menos saludarse, como si todos tuvieran mucha prisa. Vino a dar a la calle de la Ribera, la que bordeaba el río, y se quedó admirada de la hermosura del puente de la Merced, en el que se entretuvo un buen rato viendo el discurrir de las aguas, pero cuando se cansó de ese entretenimiento se sintió muy descorazonada. Su tía le había dicho que en Bilbao había mucho trabajo, pero ella no sabía qué clase de trabajo podía encontrar allí, puesto que solo entendía de segar la hierba, ordeñar vacas y cuidar el rebaño de corderos, y en aquel lugar no había ni hierba, ni vacas, ni corderos.

El día, que había amanecido soleado, se fue cubriendo de unas nubes uniformes, color panza de burra, que en aquella época del año podían ser preludio de nieve, y se sintió aterrada temiendo que llegara la noche puesto que aquel lugar inhóspito compuesto de casas muy hermosas, pero todas herméticamente cerradas, no ofrecía ninguna posibilidad de prestarle cobijo, aunque fuera un pajar como en el que pasara la noche.

Miraba a las personas con una mirada suplicante y casi ninguna respondía a su mirada, y si alguna lo hacía se dirigía a ella en castellano, que lo entendía muy mal, pues en el caserío solo se servían del vascuence. ¿Qué trabajo podía hacer si ni tan siquiera entendía el idioma de la gente del lugar?

Hasta que por fin su ángel de la guarda, compadecida de ella, la puso enfrente de Rafaela Ybarra. Esta explicación se la dio Rafaela en más de una ocasión, cuando ya Catalina entendía el castellano. La señora, que era especialmente devota de los ángeles custodios, le explicaba que todos teníamos un ángel de esos, que a veces se entendían entre ellos, como debió de ocurrir en aquella ocasión, ya que ella, Rafaela, se fijó en Catalina como movida por una moción interior, porque ya estaba montada en su coche, un landó tirado por dos caballos, y se disponía a marcharse a su casa, para el almuerzo, cuando le dijo a Gregorio, el cochero, que esperase un poco.

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