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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (4 page)

BOOK: El jardín de los tilos
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Los primeros que viajaron a Vizcaya fueron Mariano Vilallonga Paler y su hijo mayor, del mismo nombre, Mariano, el que se quedaría soltero, en unos viajes en diligencia que duraban de seis a ocho días, según fueran las condiciones atmosféricas o los peligros de guerras en los caminos, y allí compraban el hierro a José Antonio Ybarra, hasta cargar un bergantín de cabotaje que tardaba más de un mes en circunnavegar toda la Península para desembarcar el mineral en Palamós o Sant Feliu de Guíxols. Este trato puramente comercial duró varios años, desde 1830 hasta 1845, momento en el que comenzó a hacer los viajes José en lugar de su padre y de su hermano mayor. Hasta entonces José Antonio Ybarra se refería a ellos, con no demasiada estima, como «los catalanes», con los que no siempre era fácil entenderse ya que entre ellos hablaban un idioma que no comprendían, como si padre e hijo tuvieran que comunicarse secretos, aunque tenían a su favor que nunca pedían crédito para comprar la mercancía, sino que la pagaban con monedas de plata o con cartas de pago contra los principales banqueros de la Península. Siempre al contado y con gran puntualidad.

Las cosas cambian cuando aparece José, que deja de ser «el catalán» para convertirse en Pepe, y el patriarca Ybarra no consiente que se hospede en una de las pocas posadas que había en Bilbao, sino que le invita a que lo haga en su casa, y acostumbraba a decir de él, en broma, que era como un encantador de serpientes por la gracia que se daba en conseguir cuanto quería sin perder nunca la sonrisa.

No solo se ganó el favor del patriarca, sino también el de sus hijos, que desde el primer momento reconocieron su mayor conocimiento del negocio siderúrgico, sobre todo de cara a la creación de una fundición, lo que les permitiría ser algo más que vendedores del mineral de hierro. Prueba de esta sintonía fue que a los tres años de comenzar José sus viajes a Bilbao se asociaron los Vilallonga con los Ybarra, y crearon una sociedad que en su día, después de diversas transformaciones, se convertirá en Altos Hornos de Vizcaya, de la que sería su presidente, desde su constitución en 1882 hasta su muerte, José de Vilallonga y Gipuló. De él comentará uno de sus biógrafos que si se dio gracia para conquistar a toda la provincia de Vizcaya, de la que no era oriundo, no es de extrañar que se diera maña para conquistar a una de sus ciudadanas más preclaras, Rafaela Ybarra y Arámbarri.

La leyenda, quizá para resaltar la diferencia de edad que mediaba entre ellos, cuenta que José la sentaba sobre sus rodillas cuando era una niña, y lo avalan diciendo que cuando falleció el patriarca pasó a vivir a la casa de su hijo Gabriel, el padre de Rafaela, y que lo trataban como uno más de la familia, pero la realidad es que en aquellos años las estancias de José en Bilbao eran muy breves, y dedicadas a los negocios que se traían entre manos, y que escaso sería el trato que tendría con los niños de la familia pues era costumbre que vivieran apartados atendidos por añas de las de moño y delantales blancos muy adornados de encajes y otros perifollos, ya que estas añas eran la seña de distinción de las familias en aquel siglo. Además, buena parte de aquellos años se los pasó Rafaela en el colegio de Bayona, o sea, que pocas ocasiones tendrían de coincidir los que acabarían uniendo sus vidas de por vida.

Rafaela regresó de Bayona, aquejada de unas fiebres tifoideas que la tuvieron postrada durante más de un año, hasta que en la primavera de 1859 la enfermedad hizo crisis y una mañana se despertó con unas tremendas ganas de vivir y de disfrutar de la vida. La enfermedad, durante casi dos años, la había mantenido macilenta, con un color desvaído en el rostro, sin apenas ganas de comer y vomitando con frecuencia, todo lo cual la hacía tenerse en muy poca estima.

Pero como consecuencia de aquella enfermedad, ayudada por el transcurso natural del tiempo, a los dieciséis años se produjo un desarrollo en toda su persona; la figura espigada, recia de hombros, estrecha de cintura, el cabello llegándole casi hasta la cintura, peinado en una hermosa trenza y el rostro riente, como agradecida al don recuperado de la vida, que hubo momentos en que la dio por perdida. Comenzó a recibir alabanzas por la transformación que se había producido en su persona, a las que no era indiferente. Es más, estaba muy atenta a todo lo que se dijera de ella y cuidaba mucho su vestir, y fue cuando suplicó a su madre que le prestara las pequeñas alhajas apropiadas para una joven. Para una joven que se quería casar, porque Rafaela no dudó ni por un momento que su destino era el matrimonio, y ni se le pasó por mientes la idea de hacerse religiosa.

Durante esos años asistió a las funciones que se representaban en el Teatro de la Villa, que se alzaba en el mismo lugar en el que pocos años después se erigiría el Arriaga, a un palco que tenían contratado los Ybarra, siempre acompañada de su prima Lola, hija de Juan María, de su misma edad. Rafaela comentará en alguna de sus notas autobiográficas que muchas veces no se enteraba muy bien de la acción que se desarrollaba en el escenario y lo atribuye a su ingenuidad, aunque no es de descartar que fuera porque estaba más atenta a lo que sucedía en las otras plateas, sobre todo si estaban ocupadas por varones, algunos de los cuales, con más o menos disimulo, la enfocaban con prismáticos de teatro, y ella fingía indiferencia, pero por lo bajo bromeaba con Lola sobre estas atenciones.

Su madre, María del Rosario de Arámbarri, las acompañaba siempre a estas funciones procurando seleccionar las que fueran más adecuadas para ellas, pero también cuidando de seleccionar los posibles pretendientes de su hija, ya que tampoco dudaba de que su destino era el matrimonio.

Estos posibles pretendientes se manifestaban de una manera más explícita en los bailes, que los había de dos clases: los informales, que tenían lugar en las residencias de la alta burguesía, sin demasiado protocolo, y los más formales, que se celebraban en una sociedad recreativa reservada para las principales familias de la villa.

Confiesa Rafaela en una de esas notas que estaba deseando que llegaran estos bailes para ser más vista y obsequiada, y uno de los que más la obsequiaba era un joven de la provincia de Guipúzcoa, de la parte de Zumárraga, con algún título de nobleza entre sus ascendientes, notable bailarín y excepcional jinete que tomaba parte en concursos hípicos que tenían lugar en Francia, llegando a ganar un premio en París.

El cortejo, al principio discreto, se convirtió en descarado cuando Rafaela cumplió los diecisiete años, y estaba tan bien proporcionada y desarrollada que parecía mayor, y era una de las jóvenes más atractivas de Bilbao. No solo la cortejaba, sino que presumía del esfuerzo que hacía en ello, ya que, bien a caballo, bien en un tílburi, se recorría la distancia que separaba Zumárraga de Bilbao, más de diez leguas, solo por el placer de sacar a bailar a Rafaela.

La madre tenía algunas dudas sobre la conveniencia de ese pretendiente, muy bien presentado y galán, pero perteneciente a una familia de terratenientes, propietarios de caseríos tanto en Guipúzcoa como en Navarra, de ingresos inciertos, siempre supeditados a la bonanza de las cosechas, que en años de sequía lo solucionaban vendiendo uno de los caseríos. Además se decía que el joven viajaba a Francia no solo para participar en concursos hípicos, sino también para jugar en el casino de Biarritz, que en aquellos años comenzó a funcionar y a él acudían los ricos de Bilbao, pero nunca lo hicieron los Ybarra, muy contrarios a ese vicio.

El joven era encantador y adoraba al santo por la peana, teniendo muchas deferencias con la madre, incluso invitándola a bailar, y aunque doña María del Rosario se reía cortés nunca accedía. La madre bien claro le dejó asentado a su hija:

—No creo que ese joven nos convenga, pero nos da prestigio.

Les daba prestigio que caballero tan cumplido, con posibilidades de heredar un título de nobleza, y que de vez en cuando salía en una revista destinada a los ecos de sociedad, cortejase a una doncella que se asomaba a la vida, ya que pocos meses antes todavía jugaba con muñecas.

También le advertía, sin ambages, que cuidara de que no se propasara, y le explicaba con todo detalle de qué recursos se servía un caballero mundano para propasarse con una joven ingenua; por ejemplo, en el baile del rigodón, reteniéndole en la contradanza la mano más tiempo del preciso, o acariciándole el brazo desnudo, como al desgaire, o besándole la mano sin motivo y, sobre todo, en el baile del vals, el más peligroso, por permanecer unidas las manos y enlazadas las cinturas, debía cuidar de mantener las distancias de suerte que nunca hubiera contacto entre los cuerpos.

En una de sus notas postreras Rafaela confesó que a estos bailes iba descotada y de manga corta, pero cree que gracias a un fervor natural que nunca le faltó no había cometido falta grave, pero admite el gusto que le daba saberse lisonjeada. Y también admite que estaba deseando tomar estado, es decir, casarse, «pero que no aceptó una colocación que se le presentó». Esta otra colocación era de un caballero maduro, muy bien asentado en la industria de Vizcaya, que le ofrecía una posición muy desahogada, muy bien visto por la madre, pero que respetó la libertad de su hija de decidir.

Y lo que decidió hasta que apareció el tercero en discordia —José Vilallonga— fue dar gracias a Dios por sentirse tan regalada, y, aunque con discreción, coqueteaba con sus dos pretendientes más formales.

3

JOSÉ DE VILALLONGA ENTRA EN LA VIDA DE RAFAELA

Cuando José de Vilallonga cumplió los treinta y ocho años era un hombre en la madurez de la vida, muy cosmopolita, que había cursado estudios de ingeniería en la Universidad de Montpellier, la más importante del sur de Francia, cuyos orígenes se remontaban a la Edad Media, por lo cual hablaba un exquisito francés, del que se sentía muy orgulloso. Y por razón de sus estudios, y luego de su trabajo, había viajado a París, Bélgica e Inglaterra, a la sazón la nación más avanzada en los métodos de producción de hierro en los primeros altos hornos.

Estos conocimientos y esta madurez fueron los que deslumbraron al patriarca de los Ybarra, y luego a sus hijos, y lo que deslumbraría a Rafaela fueron otros conocimientos que no parecían lógicos en un hombre tan sesudo. Resultó que era un gran bailarín de rigodón, ya que durante sus estudios en un colegio de humanidades de Figueras había seguido el curso optativo de baile, con la clara intención de brillar en sociedad, y por la misma razón había recibido clases de esgrima y de gimnasia, una denominada
gimnasia sueca
, que practicó hasta edad muy avanzada, lo que le ayudó a mantener el aire juvenil. Y lo más singular fue que sus estudios de ingeniería no resultaron incompatibles con su afición a las humanidades, siendo en su adolescencia un poeta no desdeñable, ganador de casi todos los concursos poéticos que tenían lugar en el colegio.

Con este bagaje se enamoró perdidamente de Rafaela y se aprestó a su conquista, con la misma decisión que ponía en sus otros negocios, aunque siempre confesó que ese había sido el negocio más importante de su vida, y que cada día daba gracias a Dios porque, de todos, fue el que mejor le salió. ¿Mejor que el de los Altos Hornos? ¡Mucho mejor!

Se enamoró en uno de sus viajes, cuando Rafaela estaba en el esplendor de su encanto, cumplidos los dieciocho años, y a José se le abrieron los ojos y no comprendía cómo nunca se había dado cuenta de los atractivos de aquella criatura que, como conocida de tiempo atrás, se tomaba algunas libertades con él, como llamarle Pepe a secas, sin el tratamiento que se merecía una persona de su edad, y dándole besos en las mejillas en las fiestas de Navidad.

Otros años la visita de Vilallonga duraba unos pocos días, pero el año que comenzó a pretenderla con el menor pretexto —por ejemplo, visitar una fábrica que estaban montando en Santander— se presentaba cada poco en Bilbao, y, lo que es más de admirar, participaba en todos los actos sociales, funciones de teatro, bailes… Y en uno de estos fue en el que se destapó como bailarín de rigodón, protagonizándolo, ya que este baile, de origen francés, se había popularizado en España y cada región lo bailaba incorporando sus peculiaridades. Y Vilallonga dominó la sesión enseñándoles el modo en que se bailaba en Cataluña, de una manera tan simpática y divertida que toda la concurrencia terminó bailando el rigodón catalán. Los padres de Rafaela estaban presentes en el baile, y don Gabriel comentó que todo en lo que se empeñaba aquel hombre lo conseguía.

Doña María del Rosario tardó en darse cuenta de las intenciones del socio de su marido, ya que al principio interpretó su interés por Rafaela como algo muy propio de alguien que consideraban de la familia, y con la confianza que tenía con él le hizo algunos comentarios sobre sus pretendientes, a lo que el caballero le dijo que debían tener cuidado y no precipitarse.

—Además —le comentó la madre—, Rafaela todavía es muy joven para casarse.

—En eso no estoy de acuerdo —saltó Vilallonga—. ¿No se ha casado ya su prima Lola Ybarra, su inseparable amiga, con diecisiete años? Y Rafaela es un año mayor. Si encuentra quién se la merezca, no veo por qué no se ha de casar.

Le daba vergüenza hablar así, como si estuviera urdiendo el perfil de un hombre que se la mereciese, que sería él, pero se daba cuenta de que eran tiempos en los que no bastaba conquistar a la joven, sino que era necesario contar también con la anuencia de los padres.

Doña María del Rosario comenzó a barruntar lo que sucedía un día en que Rafaela le confió que encontraba un poco extraño a Pepe.

—Hay días que no puede estar más amable conmigo, y hasta me recita poesías muy bonitas, que dice que las hace él, pero el otro día me reprendió: le tenía sujeto por una mano, bromeando, y me dijo que ya no era una niña para hacer esas cosas.

La madre, en la primera ocasión que se le presentó, le preguntó al socio de su marido sobre sus intenciones respecto a su hija, y el hombre, poniéndose colorado, le confesó.

—Puede que sea un disparate, pero estoy enamorado de Rafaela.

—¿Y por qué es un disparate?

—Por la diferencia de edad.

—Ella cree que solo tienes treinta años.

—La he engañado, aunque no del todo. Un día le dije que ya había cumplido los treinta años, pero no le aclaré que los había superado en ocho más.

La mujer insistió en que no le daba demasiada importancia a la diferencia de edad, que lo más importante era que su hija le correspondiera.

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