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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (10 page)

BOOK: El jardín de los tilos
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También sentía una gran admiración por las hermanas de la caridad, aunque comprendía que su benéfica misión era de miras mucho más amplias. No obstante, con ellas consiguió uno de sus primeros logros: que se instalaran en la cárcel de mujeres, nombrada Casa Galera, para ocuparse del régimen interior de las reclusas, el que más afectaba a sus almas.

La Casa Galera estaba situada en el camino que conectaba el Casco Viejo de Bilbao con la Peña, y su fachada exterior, al igual que sucedía con el Hospital Civil, revestía cierta dignidad, con un pórtico sostenido por dos columnas y dos portones de entrada de maderas nobles, más unas enredaderas muy frondosas que disimulaban lo que había en su interior: miseria, amontonamiento e injusticia. Rafaela pensaba que de las mujeres caídas en desgracia, las más desgraciadas eran las que se encontraban en prisión, la mayoría de las veces sin mucha culpa por su parte. No era extraño que estuvieran encerradas por ladronas, aunque los robos los hubieran cometido impulsadas por sus padres, de ahí que Rafaela hubiera dejado por escrito en el acta de constitución de la Junta que en ocasiones «sería mejor que no los tuvieran». Algunas lo estaban por haber mantenido peleas sangrientas con otras mujeres, movidas por sus rufianes, que les decían cómo habían de marcar su territorio, de suerte que no era extraño que las prostitutas llevaran en el bolso una navaja. Para colmo, en el siglo
XIX
las leyes en defensa de la propiedad eran muy extremadas y por un robo de escasa importancia se podía acabar en la cárcel.

Rafaela ardía de indignación con estas situaciones, de las que hacía partícipe a su marido José, que, como de costumbre, respondió a las inquietudes de su mujer y, valiéndose de su privilegiada posición, medió cerca de las autoridades para que suavizasen el régimen carcelario, aunque las severas leyes penitenciarias no estaba en su mano cambiarlas.

La cárcel, antes de que entraran las hermanas de la caridad, dependía exclusivamente de celadoras que solían mostrarse muy severas con las reclusas, llegando en ocasiones al castigo corporal. Rafaela, al principio, se enfrentó a ellas, pero pronto cambió de modo de actuar, y procuraba ganárselas con buenas palabras y con… dádivas. Tenía por costumbre, en cada visita, llevar comida y ropa para las reclusas —las señoras que la acompañaban hacían otro tanto— y, de paso, tenía «atenciones» con las celadoras, que, en realidad, eran modestas funcionarias del Ministerio de Justicia muy mal pagadas, y que recibían con gusto esas atenciones. Una gracia que ayudó mucho a Rafaela en su labor fue disponer de una memoria notable para retener rostros, nombres y situaciones de las personas con las que trataba, y en la Casa Galera llegó a conocer, por su nombre, a todas las celadoras, y al marido de una de ellas, casada y con hijos, logró colocarle, pues estaba sin empleo, en los Altos Hornos de Bilbao. Estas atenciones le servían para moverse con gran soltura por la cárcel, donde era respetada tanto por las reclusas como por las funcionarias.

El día que le tocaba visita a la cárcel se esmeraba especialmente, tanto en la oración de la mañana como en la misa, en encomendar a las reclusas, en apretarse con rigor el cilicio, hasta hacerse sangrar, y en desayunar poco y mal, con ayuda del acíbar, porque sabía cuánto le iba a tocar sufrir con lo que la aguardaba, con miserias por doquier que no tenían fácil solución. En alguna ocasión era tanta la angustia que le ocasionaban estas visitas que llegó a vomitar el desayuno. Pero así que cruzaba el portón del presidio —eso era lo que más la impresionaba, el estruendo metálico de las puertas que se cerraban a su paso—, lucía la mejor de sus sonrisas y procuraba servirse de su simpatía personal para llevar un poco de paz a aquel recinto en el que faltaba lo más principal para el ser humano: la libertad.

Las celadoras, cuando llegaba Rafaela, la advertían de la situación de alguna de las reclusas, sobre todo en lo que se refería a su situación emocional. «Fulanita —le decían— tiene un hijo muy enfermo, que le han dicho que se puede morir, y está desesperada, conviene que le dé usted consuelos, doña Rafaela». Aunque también le daban buenas noticias, por ejemplo, que determinada reclusa se mostraba dispuesta a confesarse y comulgar por Pascua Florida. Esto no era tan insólito por ser tiempos en los que la mayoría de las reclusas procedía de aldeas en las que habían sido bautizadas, habían hecho la Primera Comunión e, incluso, habían recibido la Confirmación, con una cierta vida de piedad hasta que el demonio se cruzó en su camino. Eso decían ellas, fue el demonio, doña Rafaela, fue el demonio, yo antes no era así. A estas no era difícil recuperarlas y doña Rafaela organizó un grupo de jóvenes catequistas que las preparasen para el cumplimiento pascual. Esos días eran de especial gozo para Rafaela, que daba por bien empleados todos los malos ratos que pasaba en Casa Galera, y hasta llegó a pensar en dejar todas sus otras actividades para centrarse exclusivamente en la cárcel, pero don Leonardo no se lo consintió; le recordó sus planes de organizar una institución que atendiera a todas las jóvenes en peligro, y no solo a las que se encontraban en la cárcel, y le dijo que el padre Muruzábal, con quien consultó el problema, era del mismo parecer. Es decir, que los sacerdotes que cuidaban de su alma confiaban más en las dotes organizadoras de Rafaela que ella misma.

Su marido pensaba igual, pero por otros motivos. Rafaela, conforme a la promesa que le hiciera en San Sebastián al día siguiente de la boda, seguía desayunando con él todos los días, y José se daba cuenta del esfuerzo que tenía que hacer para trasegar el café los días de visita carcelaria, y le decía: «¡Rafaelita, Rafaelita!, así no podemos seguir. ¿Qué problemas te esperan hoy? ¿En qué te puedo ayudar?». Y la ayudaba en lo que podía, generalmente haciendo gestiones con autoridades para mejorar algunas condiciones de las reclusas, o para encontrarles colocación a las que recuperaban la libertad. En los Altos Hornos la casi totalidad de los puestos de trabajo eran para varones, pero los pocos que había para mujeres, generalmente de limpieza de las instalaciones, no era extraño que los ocupasen antiguas reclusas de Casa Galera. Rafaela, cada vez que su marido le hacía un favor de estos, le besaba las manos y siempre le decía lo mismo: «¡Qué sería de mí sin ti, Pepe!». A lo que Pepe le replicaba, bromista, que gracias a ella se iba a arruinar por el mucho dinero que le sacaba para tantas necesidades, y que puede que eso le abriera las puertas del cielo. Hablaba así porque era obligado, en todos los desayunos, que Rafaela le hiciera relación de las necesidades económicas de cada día, a las que José solía atender sin rechistar.

Cuando llevaba más de tres años visitando la cárcel, Rafaela gozaba de notable prestigio en todo el recinto, y las reclusas la trataban con especial deferencia, ya que se había corrido la voz de que esa señora se cuidaba de colocar a todas las reclusas que salían libres, lo cual no era del todo cierto, pero pese a ello se había convertido en una leyenda; a veces Rafaela sentía un ramalazo de satisfacción, y luego se acusaba en la confesión del pecado de vanidad, y se lamentaba con don Leonardo de lo mucho que le costaba avanzar en el camino de la virtud, puesto que la vida la había colocado en una posición en la que no recibía nada más que halagos de cuantos la rodeaban, ¿y para cuándo las humillaciones, don Leonardo? Y hasta se lamentaba de que no la hubiera dejado seguir con las que voluntariamente había pactado con Pepa. Hasta que por fin le vino una humillación, que fue muy sonada y dolorosa.

Como en todos los penales, había una celda de castigo para las reclusas más rebeldes, que era la primera que visitaba Rafaela, y cuando se la encontraba vacía se alegraba y comentaba: «Esta semana se han portado bien todas las chicas». O también empleaba la expresión «mis chicas», como si sobre todas ellas ejerciera una suerte de maternidad. Sobre este punto hacía declaraciones asombrosas, y a las celadoras, cuando tenían especiales problemas con alguna presa, les decía: «¿Pero tú quieres a esa mujer?». A lo que las celadoras le replicaban, un poco asombradas, que procuraban tratarlas bien, pero de eso a… quererlas. Entonces Rafaela les razonaba que en cada una de ellas tenían que ver a Jesucristo y por lo tanto amarlas. Cuando se conoció esta manera de pensar de doña Rafaela, las celadoras le contestaban que sí, que procuraban quererlas, pero que no siempre resultaba fácil.

Uno de los días se encontró en la celda de castigo a una reclusa, a la que no conocía por ser nueva, desgreñada, sucia, y a la que tenían sujeta al banco con unas correas, como si fuera una camisa de fuerza.

—No podemos con ella, doña Rafaela, no nos ha quedado más remedio que atarla —se apresuró a justificarse la celadora encargada de la celda—. Entre tres de nosotras no podíamos con ella.

Había ingresado hacía dos días acusada de escándalo público, de destrozos en el bar en el que trabajaba, y de agresión violenta a varias personas. En la ficha de entrada figuraba como casada, madre de una niña pequeña, y lo que no figuraba es que era alcohólica, ni tampoco que el bar en el que trabajaba tenía muy mala fama por dedicarse al juego clandestino y a la prostitución encubierta. Se llamaba Teresa Urratagoitia.

—Así no puede estar —comentó Rafaela—. Como si fuera un animal.

—Estamos de acuerdo, señora —le dijo la celadora—. Creemos que está loca, y ya hemos pedido al ayuntamiento que la ingresen en el manicomio para que la tengan sedada. Aquí no podemos hacer más.

La mujer era corpulenta, con los cabellos muy largos, que le tapaban en parte el rostro, en el que lucían unos ojos alocados, vidriosos, y de su boca salían unos sonidos guturales con palabras entrecortadas de difícil significación. No iba mal vestida, incluso la ropa parecía de precio, aunque de un gusto muy dudoso, pero estaba toda sucia, desarreglada, y por el olor que emanaba de su persona se tenía la impresión de que se había hecho sus necesidades encima.

A Rafaela se le partió el corazón al ver la bajeza a la que podía llegar la naturaleza humana. Le preguntó a la celadora si conocían las causas que la habían llevado a ese estado y la mujer le contestó que lo ignoraban, e insistía en que hicieron mal en consentir que ingresara en la cárcel en lugar de enviarla al manicomio.

Rafaela suspendió la visita, salió a la calle, montó en su carruaje y le pidió a Gregorio, su cochero, que la condujera al bar en el que trabajaba la mujer, que se encontraba en las Siete Calles del Casco Viejo.

—Pero, señora, ¿usted sabe qué lugar es ese? —la advirtió el hombre.

—Me lo imagino, Gregorio —fue su lacónica respuesta.

Gregorio no hizo más objeciones. No era la primera vez que su señora se asomaba a lugares impropios de su condición.

El bar por fuera tenía un aire elegante, aunque muy abigarrado, y su interior se adornaba con fotografías de regatas de traineras y otras de mujeres ligeras de ropa. Cuando entraba en un lugar de estos, Rafaela se hacía acompañar por Gregorio, pues su presencia, con su chistera, sus botas altas y su látigo, imponían respeto. Además, se apreciaba que se trataba de un cochero de casa grande, algo que a Rafaela le parecía oportuno que luciera en este tipo de gestiones.

Era poco antes del mediodía, había escasos parroquianos sentados a las mesas, que miraron con natural curiosidad la entrada de esa pareja, y la señora se dirigió a la barra del bar, alargada, en la que una mujer joven iba colocando diversos aperitivos. Esta fue la más sorprendida cuando aquella dama preguntó por el encargado, y después de algunas vacilaciones, «¿con qué clase de encargado quería hablar?», y de que Rafaela le aclarara que con el que estuviera al frente del establecimiento. La mujer se dirigió al interior, tardó bastante en volver a salir y, por fin, salió un hombre, miró a Rafaela y al cochero y sin decir palabra volvió a desaparecer y acabó apareciendo otro hombre de cierta edad, con su delantal de cocinero, sobre el que se había puesto una chaqueta de las denominadas «americanas», lo que hacía un conjunto extraño. Mostraba un aire medroso, ya que se temió que pudiera tratarse de una inspección municipal, aunque lo de la señora no le encajaba en un equipo inspector.

Por eso se tranquilizó cuando la señora le preguntó por su empleada Teresa Urratagoitia y si sabía que estaba en la cárcel.

—Sí, señora, yo mismo me vi obligado a denunciarla, y que conste, señora, que he tenido bastante paciencia. Últimamente se pasaba el día borracha, y mire usted los destrozos que nos ha hecho.

Y le mostró restos de un espejo roto y otros desperfectos en el local, no demasiado importantes. Rafaela, con muy buenos modos, le preguntó si conocía las causas que la habían llevado a esa violencia, y le aclaró:

—Queremos ayudarla, y para eso necesitamos información sobre su vida.

Por el modo de expresarse y de vestir, y por la compañía de aquel lacayo con aspecto tan solemne, el hombre se dio cuenta de que se las había con una persona importante y se mostró muy respetuoso con Rafaela, dando muestras de condolencia por lo que le sucedía a Teresa Urratagoitia, pero insistiendo en que la culpa la había tenido la bebida, y que le parecía muy bien que aquella caritativa señora estuviera dispuesta a ayudarla, pero advirtiéndola de que ya no la quería volver a ver por allí.

—Eso téngalo usted por seguro, señor, que si de mí depende por aquí no ha de volver —le tranquilizó Rafaela, que mientras el hombre le daba sus confusas explicaciones no quitaba ojo a la joven que seguía en la barra haciendo su cometido, con la cabeza baja, como si no le interesara lo que sucedía a su alrededor, pero cuando levantaba los ojos cruzaba una mirada con Rafaela que esta acertó a interpretar.

Rafaela se despidió del hombre dándole las gracias por una información que de poco le había servido. Cuando se encontraron fuera, Rafaela le dio orden a Gregorio de arrancar, pero a los pocos metros le mandó parar y le pidió que volviera al bar y que cuando viera a la mujer joven sola, que le hiciera señas para que saliera a la calle a hablar con ella. Gregorio estaba acostumbrado a lo que él llamaba «enredos» de su señora y se sentía muy orgulloso de colaborar en ellos, pues ya se le había contagiado el afán de doña Rafaela por atender a las jóvenes desamparadas, y cuando regresaba a La Cava le contaba muy ufano a Luisa, su mujer, «hoy
hemos
atendido a tal joven o tal otra», siempre hablando en plural.

Salió la joven en compañía de Gregorio, muy apurada, y mirando hacia el bar como si temiera ser descubierta, y Rafaela la tranquilizó.

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