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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (9 page)

BOOK: El jardín de los tilos
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En lo más álgido de la enfermedad, cuando las noticias sobre la curación del niño eran más desfavorables, el padre se lamentó.

—¡Y por qué nos tiene que pasar esto a nosotros!

A lo que Rafaela le replicó:

—¿Y por qué no nos tiene que pasar? ¿Qué méritos tenemos para que no nos pase?

Ese día le confesó a su marido que había hecho promesa de conformarse en todos los momentos de su vida con la voluntad de Dios, y no solo con los favorables, a los que ellos, últimamente, estaban tan acostumbrados.

De todos sus hijos, el que más problemas le planteó en aquella década fue el que más feliz la haría unos años después, su hijo Gabriel, quien, con treinta años cumplidos y con el título de ingeniero industrial, profesó en la institución religiosa que más reverenciaba Rafaela, la Compañía de Jesús.

Pero cuando estaba para cumplir los diecinueve años era un joven apuesto, presumido y muy pagado de la relevante posición que ocupaba la familia Vilallonga Ybarra en la sociedad bilbaína. Con ocasión de un acto social en el que tendría lugar un baile, mandó que le planchasen una camisa muy singular, con un cuello que se alzaba en unos picos que debían ser cuidadosamente almidonados para que luciese bien la corbata de caídas largas, estilo chalina.

Catalina, la primera muchacha que recogiera Rafaela en la calle, era la encargada de la plancha en La Cava y la que se ocupó de planchar la camisa del señorito Gabriel, pero no acertó en el almidonado, o no se dio la gracia que pretendía el joven, el cual, cuando se la encontró desplegada sobre la cama de su habitación, montó en cólera, bajó a la zona de servicio y la arrojó al suelo con muestras de desprecio por el trabajo mal hecho. Pepa, que estaba presente, pretendió hacerle razonar alegando que a su parecer la camisa no estaba mal planchada y que Catalina, que seguía la escena muda, no había hecho mal su trabajo, y que en todo caso a tiempo estaban de rectificar, pero el joven no atendió a razones, se alzaron voces, lo que dio lugar a que Rafaela se presentara en el planchador, se hiciera cargo de la situación y, con gran energía, conminara a su hijo a recoger la camisa del suelo y a que pidiera disculpas a las sirvientas, lo cual hizo el joven a regañadientes.

Este incidente dio que pensar a Rafaela, y hasta llegó a considerar si no había sabido educar bien a sus hijos, o que, entregada a obras de caridad, había descuidado lo más principal, la atención a la familia, o que quizá no había dado el suficiente ejemplo de cómo había que tratar al servicio, y sobre esto último se acusó de haber sido demasiado exigente consintiendo que las criadas hicieran los trabajos más penosos, sin tomar ella parte en ellos, algo que no era de imaginar en la Virgen María, su modelo después de Jesucristo, quien en su bondad dio muestras de cómo había que tratar a los que le servían lavándoles los pies a los discípulos con sus propias manos.

Tomó una determinación cuyas consecuencias se las contó Josefa Uribarri, Pepa, al padre Camilo María Abad, de la Compañía de Jesús, quien, al poco de fallecer Rafaela, escribió dos extensos tomos,
Vida de doña Rafaela Ybarra de Vilallonga
, en los que pormenorizó todos los detalles de su vida.

Cuenta Pepa que una noche, ya avanzada, se encontraba en su cuarto cuando sonó la campanilla y advirtió por el cuadro de llamadas que la requerían desde el tercer piso, que era en el que se encontraba la capilla, u oratorio, en el que su señora acostumbraba a pasar largos ratos desde que tuviera permiso para tener al Señor, lo que sucedió en el año 1879, por lo que llevaba unos años disfrutando de ese privilegio, a veces compartido con don Leonardo Zabala, su director espiritual, quien no era extraño que se pasara por La Cava, sobre todo los martes o los viernes, que era cuando la señora acostumbraba a confesarse. Después de la confesión, Pepa le preparaba un chocolate con picatostes al sacerdote, que él se resistía a tomar, pero la señora le obligaba a hacerlo, pues conocía cuán sacrificado era su director espiritual, que, afanado por atender a las almas, había días que no comía nada de provecho.

Subió Pepa al tercer piso y no encontró a nadie que hubiera requerido sus servicios, y cuando ya estaba para bajarse pensando que habría sido una equivocación, se le ocurrió abrir con discreción la puerta del oratorio, y cuál no sería su sorpresa cuando vio que en su interior se encontraban don Leonardo y su señora de esta guisa: doña Rafaela de rodillas, en el presbiterio, en la parte de la epístola, con las manos puestas en actitud suplicante, y don Leonardo de pie muy pegado al altar. Temió Pepa haberse entrometido en algo muy íntimo entre su señora y su director espiritual, y estaba para marcharse cuando don Leonardo le dijo que pasara, y así lo hizo la sirvienta, sin atreverse a avanzar más allá de la puerta, pero el sacerdote la animó a acercarse al altar, hasta ponerse junto a su señora, aunque fuera de la tarima, y en ese momento doña Rafaela comenzó a pedirle perdón, muy sentidamente, por todos los disgustos que la hubiera podido ocasionar a causa de su mal genio, haciendo referencia a cuando la ofendió en tal ocasión, o en tal otra, o cuando la trató sin la debida caridad, extremos que la criada no recordaba haber padecido, y sin poder remediarlo se echó a llorar pidiéndole a la señora que, por favor, no siguiera, que en nada tenía que perdonarla, pero don Leonardo consentía en lo que hacía su señora y la animaba a ella, a la criada, a que estuviera atenta a lo que le decía. Y lo más subido fue cuando su señora se puso en pie para bajarse de la tarima y fue hacia ella y, puesta de rodillas, comenzó a besarle los pies. Esto de besarle los pies lo hizo también en otras ocasiones, entrando en el cuarto de su criada antes de acostarse, y lo más notable fue que don Leonardo, que también dirigía la vida espiritual de la sirvienta, le decía que se ajustase a lo que la señora hiciera en este terreno de reparación y humillación. Mucho le costó a Pepa sentirse como superiora de su señora, a la que veneraba, y cuando pasado un tiempo fue dispensada de ello sintió no poco alivio.

En esta dispensa tuvo mucho que ver el padre Francisco de Sales Muruzábal, de la Compañía de Jesús, que era rector del colegio de Deusto, vecino de La Cava, con una trayectoria que avalaba su rigurosa formación y buen criterio, ya que había ocupado altos cargos en la Compañía llegando a ser provincial de una región que comprendía Portugal, Toledo y Castilla.

Cuando Rafaela le planteaba a su director espiritual cotas de santidad que le excedían, don Leonardo, con su natural modestia, le decía: «Será conveniente que lo consultemos con el padre Muruzábal». Nunca dejó don Leonardo de ser el principal director espiritual para todo lo ordinario de Rafaela, pero a partir de 1890 la opinión del padre Muruzábal influyó mucho en las decisiones que habría de tomar la futura beata.

En el asunto de la sumisión a Pepa, por su gusto Rafaela hubiera querido estarle en todo sometida, tanto en lo de hacer trabajos menores, que eran los que hacían las sirvientas en las casas grandes, como en lo de usar las camisas viejas de la criada, y aun en consentir que la maltratase, para estar en todo unida a los dolores de la pasión de Cristo, y tomando como modelo a santa Isabel de Hungría, que pese a ser reina se reservaba para sí las tareas caritativas más repugnantes.

El padre Muruzábal dio por bien hechas las mortificaciones a las que se había sometido Rafaela, pero recomendó que no era necesario que siguiera sometida a aquellas humillaciones y penitencias exteriores, en las que, si padecía la señora, más penaba aún la sirvienta.

7

RAFAELA VISITA «LA GALERA»

En aquellos años Rafaela barruntaba que algo especial quería el Señor de ella, pero no acertaba a saber bien lo que era, y por ver de tener más luces se servía del cilicio, que también se lo ponía cuando tenía tentaciones de la carne. Estas le venían cuando tenía que escuchar miserias, bien en la salita de la cochera o en el pabellón del Hospital Civil, muchas relacionadas con apetencias sexuales desaforadas, lo cual le producía no poca repugnancia al tiempo que una curiosidad morbosa por lo que había sucedido, no siendo de extrañar que esas tentaciones de la imaginación se le presentaran en los momentos más sublimes de su vida, como cuando se acercaba a recibir la comunión, pero don Leonardo la tranquilizaba razonándole que el demonio se esmeraba con los que más cerca estaban del altar porque los lejanos ya eran suyos sin gran esfuerzo por su parte. Y le hacía ver que cuanto más intensas fueran las tentaciones de la imaginación, más precisaba de la fuerza de la eucaristía, y que el voto de castidad que tenía hecho había de servirle para luchar contra toda clase de fantasmas que afectaran a esa virtud, con la tranquilidad de que solo eran eso, fantasmas, que la Virgen María cuidaba de que se desvanecieran cuando se encomendaba a ella.

Más la reprendía su director espiritual por otra falta en la que también jugaba un papel importante la imaginación, y era la de compararse con santos, cuyas vidas era muy aficionada a leer, pero según las leía tendía a enjuiciar si era mejor o peor que ellos, y aunque siempre acababa por considerarse inferior, no la dejaba del todo satisfecha que se hubiera atrevido tan siquiera a compararse a ellos. Esto le ocurrió sobre todo en una época en la que leyó varios libros sobre santa Isabel de Hungría, con la que se sentía identificada, ya que también había estado casada, y bien casada, con un marido del que estaba muy enamorada y por el que era correspondida. Cuando se quedó viuda, muy joven, tuvo que luchar por defender los derechos de sus hijos amenazados por parientes codiciosos, y hasta que no aseguró su porvenir no se retiró para dedicarse a hacer caridades con los pobres, los enfermos y los leprosos. Es decir, que había sido por encima de todo una buena esposa y una madre entregada a sus hijos, y le dio tiempo para convertirse en una santa. Bien es cierto, discurría Rafaela, que para ello contó con un confesor, el maestro Conrado de Marburgo, famoso por su rigidez, que le imponía grandes penitencias en cuanto se apartaba del camino de perfección, mientras que ella tenía un director espiritual, don Leonardo, que la consentía en exceso, y siempre le parecía bien todo lo que hacía, y hasta le costaba gran esfuerzo el que accediera a que el chocolate en jícara, que siempre había sido su debilidad por ser muy golosa desde niña, lo mezclara con un poco de acíbar para hacerlo más amargo al paladar, mientras que santa Isabel de Hungría no probaba bocado que no fuera acompañado de esa planta liliácea.

Don Leonardo le razonaba que bien estaba que en días señalados de la cuaresma, por ejemplo los viernes, se sirviera del acíbar como mortificación, pero que no menos grato era a los ojos de Dios tomarse una rica jícara de chocolate dándole las gracias por poder disfrutar con semejante delicia. (Don Leonardo también era muy aficionado al chocolate.) ¿O es que, acaso, creía que el Señor solo estaba contento cuando lo pasábamos mal? Y, por fin, acabó prohibiéndole que siguiera leyendo libros sobre la santa de Hungría para evitar que la siguiera tomando como modelo, cuando su único modelo tenía que ser Nuestro Señor Jesucristo.

Seguía dedicándose a toda clase de caridades, pero sin olvidar que la más principal era su hijo Pepín, afectado por una enfermedad que la obligaba a viajar siempre en busca de remedios, y sometiendo al niño a crueles operaciones que la hacían sufrir mucho. Estos viajes, que la distraían, le hacían ver la conveniencia de que hubiera una organización que se dedicara al prójimo más necesitado, con continuidad, y no con actos aislados muy meritorios, pero que al faltar esa continuidad perdían eficacia. Sobre todo le preocupaban las jóvenes a las que se conseguía librar del riesgo de la prostitución, pero si luego se las abandonaba a su suerte podían caer de nuevo en el mal. A veces pensaba que los barruntos de Dios iban por ese camino, y don Leonardo la estimulaba para que siguiera discurriendo para encontrar la solución.

Para remediar en parte esa situación, en 1893 Rafaela animó a diversas señoras caritativas a la erección de una fundación, que se tituló Junta de Obras de Celo, con un programa en extremo ambicioso ya que en la primera acta, redactada por Rafaela, se planteaba el trabajar por el bien de las almas, especialmente «de las personas de su sexo».

El programa comprendía todas las inquietudes de Rafaela, y con bastante precisión detallaba cómo habían de hacerse las visitas a hospitales, deteniéndose especialmente en las jóvenes en mayor peligro de recaer y especificando que «son muchas, desgraciadamente, las que se encuentran en ese estado»; en cuanto a las visitas a la cárcel, debían cuidar de que las reclusas tuvieran una vida arreglada a la salida del presidio; en las visitas a la maternidad, mirar que a su salida las jóvenes no volvieran a recaer. Y en general, la Junta debía dar amparo a toda joven que se hallara sin trabajo, procurando colocarlas «para evitar con esto los graves peligros a que la necesidad precipita tan frecuentemente a las jóvenes». Singularmente debían amparar a las jovencitas entre los trece y los quince años, edad muy crítica, por desgracia abandonadas de padres en precaria situación, «y a veces, es triste tener que decirlo, sería mejor que no los tuvieran».

Rafaela, siempre muy aficionada a escribir, se lució por extenso en esta primera acta de la Junta detallando la solución de buscar trabajo en talleres, casas de costura, servicio doméstico, y un largo etcétera, para remediar los peligros que se cernían sobre esas jóvenes, llegando a especificar la necesidad de «amparar a las pobrecitas que han tenido un desliz (desgraciadamente son estas en número considerable) procurando contraigan matrimonio o, de no poder conseguirlo, dirigirlas en lo posible para el porvenir».

El acta fue firmada por catorce damas de la alta sociedad bilbaína, presididas por doña María Jesús Ortiz, viuda de Bea, y en la que Rafaela figuraba en el modesto puesto de secretaria, pese a ser el alma de la Junta. También figuraba doña Casilda Iturriza.

Cumplió en parte su misión esta Junta, pero no a la total satisfacción de Rafaela, ya que las señoras, por regla general, eran madres de familia, con obligaciones domésticas que con frecuencia les impedían cumplir aquello a lo que se habían comprometido, y tardaban mucho en resolver los expedientes de las jóvenes necesitadas, o dejaban de asistir a las visitas programadas a cárceles u hospitales. Y en ocasiones era la misma Rafaela, con sus viajes y su extensa familia, la que fallaba a esos compromisos. Por eso en sus barruntos no dejaba de pensar en una institución atendida por mujeres solteras sin otro compromiso que el amor de Dios, sin que este lo tuvieran que compartir con familias propias, de manera que se pudieran entregar con alma y vida a esas desgraciadas. ¿Jóvenes religiosas?, se preguntaba, pero en aquellos tiempos no alcanzó a imaginarse que ella pudiera llegar a ser la fundadora de esas jóvenes, y se dedicaba a buscar ayudas entre las congregaciones ya existentes dedicadas a las mujeres en riesgo, como las Adoratrices y las del Servicio Doméstico.

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