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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (17 page)

BOOK: El jardín de los tilos
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Rosario Gil era una joven que creía que servía para muy poco. Era muy tímida, con un ligero tartamudeo que le impedía expresarse con soltura, y tenía una posición económica muy modesta, ya que era hija única de una madre viuda que vivía de una pensión que le había dejado su marido, militar que había fallecido de la malaria en la isla de Cuba sin mérito de guerra alguno, por lo que le quedó la pensión más reducida. Desde que enviudó, se vistió de luto riguroso y su única preocupación era discurrir lo que sería de aquella hija que ni tan siquiera daba muestras de tener especial habilidad para dedicarse a los trabajos de bordado, propios de su sexo. Como tocaba un poco el piano pensó que quizá podría dedicarse a señorita de compañía, porque lo de casarse lo veía difícil ya que no tenía dote que ofrecer, ni tampoco era suficientemente agraciada. Como era bastante piadosa también la animó a profesar en alguna orden religiosa, a lo que su hija se negó. Rosario, pese a ser tímida y tartamuda, se sentía feliz y no le preocupaba demasiado su futuro, ni participaba de las inquietudes de su madre, a la que le decía que era consciente de que servía para muy poco, pero que por lo menos servía para amar a Dios, que era lo más principal. «Sí, hija —le insistía la madre—, pero a Dios rogando y con el mazo dando».

En la parroquia de San Nicolás, a la que pertenecía, comenzó a participar en la catequesis de las escuelas dominicales que tenía organizadas don Leonardo, una de las cuales se impartía en la casa de Hernani, y luego en la de Santa María, que fue donde conoció a otras dos jóvenes, Trinidad Azcaray y Francisca Argaluza, con las que de tal modo se identificó que siempre le pedían a don Leonardo que donde fuera una fueran las otras, ya que las tres juntas se arreglaban mejor.

Antes de conocer a doña Rafaela ya sabían mucho de ella, pues era conocida como la fundadora de la Casa de Maternidad y, ahora, de esta nueva Casa de Perseverancia en la que recogía a las jóvenes que previamente había arrancado de las garras del demonio, entrando para ello en los antros más infernales. Se la imaginaban como una especie de san Miguel Arcángel, blandiendo una espada flamígera para combatir al Maligno, y cuando la conocieron, tan dulce y sencilla, las tres, a una, se quedaron prendadas de ella.

El primer día que charlaron con doña Rafaela, Rosario, a causa de los nervios, tartamudeó más de lo corriente, y admitió humildemente:

—A veces me sucede esto cuando doy el catecismo y lo paso mal.

—¿Cómo que lo pasas mal? —le dijo doña Rafaela—. Yo creo que ese modo de hablar resulta muy simpático, muy natural. ¿Has notado que las jóvenes te hagan burla por eso?

—No, señora, no se atreven.

—No se atreven, no, es que no resulta mal. Además tú, cuando das el catecismo, ¿te pones en presencia de Dios?

—Sí, señora.

—Eso es muy importante, porque no eres tú la que tiene que poner la gracia, sino nuestro padre Dios. ¿Y te encomiendas a los ángeles de la guarda?

—Eso no, señora.

—Pues debes hacerlo. Pídele a tu ángel de la guarda que se ponga en comunicación con los ángeles de la guarda de las jóvenes que te están escuchando para que obtengan el mayor fruto posible.

A partir de ese día solicitaron de don Leonardo que el catecismo lo dieran siempre en la escuela dominical de la Casa de Perseverancia de la calle de Santa María, y el sacerdote se lo concedió, porque a él mismo comenzaba a preocuparle lo que sucedía en ese centro, ya que le llegaban quejas de los vecinos del inmueble, que se preguntaban si doña Rafaela Ybarra había puesto una casa de locas, y algunos la tildaban como la «loquera de Santa María», por los escándalos que organizaban las recogidas, ya que como dejó por escrito una señora de la Junta:

El celo de Rafaela es tan desmedido que para ella todas tienen entrada en el Colegio. Y recibe a las que salen de casas de corrección —Adoratrices y Servicio Doméstico—, pero no solo a las que salen bien, que es la misión de nuestra Obra, sino también a las que salen torcidas, incluso expulsadas por mal comportamiento. Es, por tanto, difícil atinar con jóvenes tan díscolas y mal acondicionadas, mayormente cuando Rafaela desea que no se las trate con el mismo rigor que en los colegios de corrección, sino con la conveniente dulzura.

Las tres jóvenes citadas eran las encargadas de encauzar esos desórdenes, al principio solo los domingos, pero pronto comenzaron a colaborar otros días de la semana, ayudando a doña Rafaela, que todavía no había logrado cubrir el puesto de directora y no le quedaba más remedio que hacer ella las veces.

Hasta que un día del mes de noviembre de 1894, postrada ante el sagrario de La Cava, discurrió que no podía seguir así, ya que se encontraba ligada por lazos de familia que estaba desatendiendo y sobre este extremo ya le había llamado la atención don Leonardo. Y le dijo al Señor: necesito jóvenes libres de ataduras familiares que puedan dedicarse con alma y vida a la obra. Y la respuesta fue: delante de ti las tienes.

Estas tan solo podían ser Rosario Gil, Trinidad Azcaray y Francisca Argaluza, a las que citó para el domingo siguiente por la mañana. Les expuso con todo detalle lo que esperaba de la obra naciente, y no les ocultó las dificultades con las que habrían de tropezar para llevarla a cabo, pero que no dudaba de que todas se superarían, pues estaba convencida de que estaba haciendo el querer de Dios, y de ese mismo parecer eran don Leonardo y el padre Muruzábal, y concluyó:

—Creo que sois vosotras las llamadas por Dios para ponerse al frente de esta Casa.

Las tres jóvenes se miraron unas a otras sonrientes, y Rosario contestó por todas, sin una vacilación y sin un tartamudeo.

—Cuente usted con nosotras.

Y a continuación le confesaron que llevaban un año rezando para que doña Rafaela se fijara en ellas, pero que como les parecía desmesura semejante pretensión siendo ella tanto y ellas tan poco, que no se habían atrevido a hablar.

Rafaela las abrazó con mucho amor y les dijo que, puestos a ser, todas eran nada si no contaban con la ayuda de Dios. Y si contaban con esa ayuda todo lo demás sobraba.

Estas tres jóvenes, que acabarían siendo religiosas de la Congregación de los Santos Ángeles Custodios, fueron las primeras de la institución y las que más cerca estuvieron siempre de su fundadora.

Cuando Rafaela fue a comunicar la buena noticia al padre Muruzábal de que ya tenía quién se pusiera al frente del colegio de Santa María, el sacerdote le dijo que le parecía muy bien, pero que la superiora tenía que seguir siendo ella. A lo que Rafaela le replicó:

—Yo no puedo, reverendo padre. Mi idea, y lo que entiendo que Dios me pide, es que funde uno o varios colegios, pero para que se hagan cargo de ellos unas religiosas, y estas jóvenes pueden acabar siéndolo.

—Lo serán o no lo serán, eso depende de lo que Dios tenga dispuesto para ellas, pero lo sean o no, tú serás su superiora. O sea, que ya puedes ir escribiendo las reglas.

—¿Cuándo se ha visto, reverendo padre, que persona lega, sin profesión religiosa de clase alguna, escriba las reglas de la que está llamada a ser una congregación? —se resistía Rafaela.

—¿Cuándo? Cuando nuestro santo padre san Ignacio las escribió sin ser todavía religioso ni estar ordenado sacerdote. ¿O es que no te acordabas?

Rafaela acabó asintiendo, pero fue la primera vez que no obedeció de primeras a quien tenía por su director espiritual para los asuntos principales, sino que se fue a Loyola, pues sabía que por aquellos días estaban reunidos los padres más graves de la provincia de Castilla en un congreso, y como tuviera amistad con alguno de ellos le planteó la cuestión que tanto le preocupaba. ¿Cómo iba a ser ella, laica, superiora de una congregación? Y con no poco asombro, el sacerdote con el que lo consultó le contestó que el padre Muruzábal ya les había informado de ese negocio, y que lo habían considerado en el congreso, y que teniendo en cuenta las reglas de elección de san Ignacio de Loyola, no veían ningún inconveniente en que lo fuera.

Cuando regresó a Bilbao se fue de nuevo a ver al padre Muruzábal, le confesó lo que había hecho y le dijo:

—Sea, reverendo padre, si esa es la voluntad de Dios, lo aceptaré. Y si después el Altísimo nos da a conocer otra cosa, a tiempo estaremos de corregirlo.

—Ten por cierto, Rafaela, que no habrá corrección ninguna, y que como superiora te morirás —le dijo el padre Muruzábal, que en tanta estima tenía a Rafaela, y tan admirado de la labor que realizaba, que estaba seguro de que nadie podía sustituirla en ese trabajo mientras viviera.

Desde ese día comenzó Rafaela a moverse como superiora sin haber recibido ninguna investidura, y recibiendo el tratamiento de «Madre», sin que opusiera reparos, que sería tanto como ponérselos a la voluntad de Dios manifestada a través de los padres de la Compañía a los que tanto reverenciaba.

12

RAFAELA Y LAS «PERIODISTAS»

Lo que comenzara siendo Casa de Perseverancia llevaba camino de convertirse, también, en «de Preservación», para preservar a las jóvenes que todavía no habían caído pero estaban en circunstancias de poder caer. En esta ocasión, más que de jóvenes se trataba de niñas.

A primeras horas de la mañana, y a la media tarde, la villa de Bilbao se llenaba de bandadas de niñas que con un paquete de periódicos debajo del brazo recorrían las calles de la ciudad voceando la prensa. Se trataba de niñas mal vestidas, en ocasiones desharrapadas, y las había muy desenvueltas que ofrecían la prensa a grandes voces, resaltando los principales titulares, que solían ser los más escabrosos, por regla general crímenes pasionales, y otras más tímidas que se limitaban a mostrar el periódico. Formaban como parte del paisaje urbano hasta que uno de los días que Rafaela caminaba a pie —generalmente por sus muchas ocupaciones lo hacía en el carruaje conducido por Gregorio— se fijó en que un joven bien vestido, pero mal parecido, le compraba un periódico a una joven mal vestida, pero bien parecida, le gastaba bromas y terminaba por regalarle una pulserita, al tiempo que con torpe disimulo le prodigaba torpes caricias. Desde ese momento se despertó la sensibilidad de Rafaela, y las niñas periodistas dejaron de ser un elemento más del paisaje urbano para convertirse en un problema. Observó que señores maduros gastaban bromas a las niñas, y que más de uno les llegaba a tocar los apenas incipientes pechos. Luego les daban una monedita de más y las niñas consentían.

Lo primero que hizo Rafaela en el desayuno de costumbre, fue denunciar esa situación a su marido. ¿Cómo era posible que unas niñas, que debían estar en el colegio, anduvieran por la calle vendiendo periódicos?

—Es una costumbre, Rafaelita. Supongo que en los periódicos lo harán porque les sale más barato. —Y como empresario, le aclaró—: El negocio de la prensa es muy corto, la gente lee pocos periódicos y tienen que hacer equilibrios para no tener que cerrar.

Rafaela le replicó que le parecía una costumbre vergonzosa, ya que las niñas estaban expuestas a abusos de gentes con pocos escrúpulos. José en esta ocasión poco la pudo ayudar. En aquella época no había una legislación que protegiera el trabajo de los menores y, por tanto, aquella actividad era lícita.

En vista de lo cual, Rafaela comenzó una labor de las que más le complicó la vida para intentar recoger al mayor número de estas niñas y reconducirlas, por lo menos, a la catequesis de los domingos del colegio de la calle Santa María. Con ella colaboraron, además de las tres jóvenes directoras, algunas señoras de la Junta de Obras de Celo, y no les quedó más remedio que ofrecerles una peseta al mes si asistían con puntualidad a la catequesis.

Fue tal la aceptación del colegio de Santa María que al cabo de un año de inaugurarse contaba con ochenta alumnas entre externas e internas, y los domingos llegaban a más de cien, y entre estas últimas se contaban las que Rafaela llamaba las «periodistas». Por causa de su trabajo entraban y salían a horas intempestivas, confundiendo el buen orden de las clases, y por eso contaban con la oposición de las otras señoras de la Junta, que decían que no valía la pena dedicar tanta atención a unas jóvenes que venían tan maleadas de andar todo el día por la calle que poco provecho se podía sacar de ellas.

Pero Rafaela se mantuvo firme y dijo que, si preciso fuera, se haría un reglamento especial para las «periodistas», pues si no había medio de sujetarlas a horas fijas por su clase de ocupación, el remedio solo podía ser tratarlas con más amor, ya que siendo muchas de ellas huérfanas, o abandonadas en la peor de las edades, de los catorce a los dieciocho años, de ningún modo podían ser dejadas a su suerte, sino que había que instruirlas para que estuvieran en disposición de ganarse la vida honradamente con un oficio, bien de costura, bien de emplearse con dignidad en el servicio doméstico.

Como muestra de su predilección por estas desventuradas, cuando llegó la Pascua Florida procuró que las más de ellas recibieran la comunión, para lo que consiguió que don Leonardo y dos padres de la Compañía se pasaran un domingo entero confesándolas y adoctrinándolas porque para algunas de ellas era su primera comunión, y luego, de su bolsillo, que era el de don José, les regaló un vestido azul, con su gorro y unos zapatos rojos, y como lo del vestido quería que fuera una sorpresa no lo confeccionaron las alumnas del colegio, sino que se hizo todo en La Cava, con una costurera que tenían fija, ayudada por Pepa y las otras sirvientas. Como dejó escrito: «Mucho me sufría el corazón ver a aquellas pobres hijas mías acudir a la iglesia con el vestido sucio y roto».

Nunca las «periodistas» se habían visto vestidas con tanta dignidad y no se cansaban de darle las gracias a la Madre e intentaban besarle las manos, a lo que Rafaela se oponía.

Pero como de todos modos algunas de las señoras siguieran contrarias a estas niñas, Rafaela se dio la gracia de prescindir de ellas en una sesión de la Junta de Obras de Celo, celebrada el 25 de enero de 1895, en la que por primera vez se refirió al colegio de Santa María como Casa de Perseverancia y Preservación, en la que se reconocía que ese colegio había nacido al calor de esa junta de señoras, pero que dada la nueva orientación que tenía y puesto que contaba con tres señoritas directoras entregadas con alma y vida a esa misión, ya no era preciso que las señoras intervinieran en su dirección. Y aclaró que ella sería la primera en dejar que fueran las directoras quienes gobernaran.

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