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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (16 page)

BOOK: El jardín de los tilos
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La labor dispersa que venía haciendo, pese a ser realizada por una criatura tan vil como era ella, podía ser muy grata a los ojos de Dios, pero una vez acabada la persona se concluía la obra. Había de pensar en una Obra, con mayúscula, que no muriese con la persona.

Y por fin le vino a las mientes un pensamiento que luego dejaría por escrito a raíz de unos ejercicios espirituales que hizo.

Me figuraba un gran campo o jardín grande y hermoso, en el cual plantaba y regaba con el auxilio divino; pero, por ser tan grande, apenas podía recoger fruto alguno, pues no podía cuidarlo con el esmero que él requería, y la mayor parte de las plantas se perdían por falta de riego y de cuidado: en cambio, un pequeño huerto, como más reducido, se puede regar y labrar uno y otro día, plantar árboles que crecen y se desarrollan; y parece indudable que, aunque en menos terreno, los frutos han de ser mayores.

Este pensamiento la llevaba a la conclusión de que lo que el Señor le pedía era la creación de una obra que en sus comienzos fuera como un huerto chico, que lo pudiera atender con los pocos medios con los que contaba, y que con el tiempo, con la ayuda divina, se hiciera más grande.

Habían de sucederse muchas vicisitudes para que llegara a cuajar la Congregación de los Santos Ángeles Custodios, pero Rafaela siempre consideró que el Señor le había susurrado lo que esperaba de ella el 16 de enero de 1893, día de su cumpleaños. Se sentía tan embargada por lo que no dudaba ser moción del Espíritu Santo que a los postres del banquete dijo a todos los reunidos, después de dar las gracias a Dios por los alimentos recibidos, que le esperaban nuevas aventuras que confiaba llevar a buen fin con la ayuda de los presentes. Y cuando algunos le preguntaron a qué clase de aventuras se refería, aunque ya suponían, conociéndola, que tendrían mucho que ver con el prójimo, Rafaela se excusó de seguir dando explicaciones, e incluso se lamentó de lo poco que había dicho sin haberlo sometido previamente a la consideración de su director espiritual.

Le faltó tiempo al día siguiente para presentarse en la iglesia de San Nicolás para confesarse con don Leonardo Zabala por su imprudencia de hablar antes de tiempo, y a contarle la moción que había tenido de crear un colegio, o residencia, donde fueran recogidas las jóvenes que después de salir de los colegios de las Adoratrices, o del Refugio, o del Servicio Doméstico, donde habían sido atendidas en primera instancia, e incluso recuperadas de los vicios de su vida pasada, se encontraban en riesgo de volver a caer si se las dejaba a su aire. Don Leonardo mantuvo grandes silencios mientras Rafaela hablaba, para terminar diciéndole que aquella idea le parecía muy de Dios, pero que para mayor seguridad le gustaría que la comentase con el padre Muruzábal, al que consideraba con más ciencia para opinar sobre tan delicada cuestión. No se trataba, como hasta ahora lo venía haciendo su dirigida, de ayudar a salir a jóvenes del vicio para colocarlas en centros atendidos por otras religiosas, que además las atendían con gran amor, sino de crear un centro que dependiera exclusivamente de ella, en todos los aspectos materiales y espirituales, y había que plantearse cómo podría hacerlo teniendo otras obligaciones, sobre todo de familia, que eran más preferentes en su vida. Rafaela le dijo que no sabía cómo lo haría, pero que esperaba que Dios se lo dijera.

—Bien —concluyó don Leonardo—, de momento vete a hablar con el padre Muruzábal, por si conoce ya la respuesta, o por lo menos que con la ayuda de sus oraciones, más las nuestras, entre todos la encontremos.

Don Leonardo nunca dudó de que su dirigida sacaría su empeño adelante, como tampoco lo dudó el padre Muruzábal, incluso este se mostró más explícito, ya que le dijo:

—Que Dios está por medio en este asunto no lo dudo, y lo que tú pretendes es crear una congregación para atender una necesidad que no está cubierta por ninguna otra.

A lo que Rafaela le replicó que nada más lejos de su ánimo que crear una nueva congregación, y que su intención era solo fundar un colegio en el que fueran atendidas esas jóvenes, y a cuyo frente se pusiera alguna orden religiosa. Por lo que el padre Muruzábal comenzó a desgranarle una por una todas las órdenes religiosas que se ocupaban de esas jóvenes, desde las Adoratrices hasta las del Servicio Doméstico, pasando, incluso, por las hermanas de la caridad, y ninguna tenía ese carisma. Y le profetizó, aunque él no llegó a verlo puesto que murió antes:

—Tendrás que acabar creando una nueva congregación, y Dios te dará fuerzas para sacarla adelante.

La casa de Hernani estaba bien situada, en el número 16 de la citada calle, esquina a la del General Castillo, una de las vías principales de Bilbao en aquellos años, y su inauguración tuvo lugar el 1 de marzo de 1893, festividad del santo Ángel de la Guarda, por deseo expreso de Rafaela, que deseaba asociar aquella menudencia con los espíritus celestes, por los que sentía especial devoción. Y en el acta de constitución se mencionó como «Casa de Perseverancia establecida muy en pequeño por las Señoras».

Tan en pequeño que solo cupieron en ella trece jóvenes, y algunas señoras de la Junta se mostraban remisas a esta creación y decían si valía la pena tanto esfuerzo para tan poco fruto, a lo que Rafaela, en la primera reunión que tuvieron después de la constitución, dijo que ella, detrás de aquellas trece, veía cientos, miles de mujeres, que con el tiempo se acogerían a ese colegio, que ahora era huerto chico, pero con el tiempo se convertiría en pradera holgada. Decía estas cosas con mucho sentimiento y convencimiento, y las que disentían se disculpaban y se mostraban dispuestas a hacer lo que Rafaela dispusiera.

La casa, aunque modesta, no estaba mal amueblada gracias a los regalos que recibiera Rafaela el día de su cumpleaños, y se componía de dos estancias grandes que servían de dormitorio de las recogidas, más otras dos más pequeñas para el servicio, un comedor, un salón y, lo que era más importante, un oratorio en el que ofició la misa inaugural el padre Muruzábal, bien conocido de toda la sociedad bilbaína por su condición de capellán de la Universidad de Deusto, y que se ofreció para que quedara clara la confianza que depositaba en la obra de doña Rafaela Ybarra.

En el reglamento, Rafaela quería que este modesto centro se mencionase de la forma dicha, pero el padre Muruzábal le dijo que merecía un nombre más adecuado a lo que se esperaba de él en un futuro no muy lejano, y Rafaela accedió como siempre que le hablaba alguno de los padres de la Compañía, cuyo espíritu deseaba vivir, y el título que se acabó poniendo en el reglamento fue el de «Casa de Perseverancia, bajo la advocación de la Santísima Virgen, San José y el Santo Ángel de la Guarda».

A su frente se puso, según se especificaba en el reglamento, a una señora de respeto, ayudada por una criada, aunque la mayoría de las labores domésticas corrían a cargo de las recogidas. El problema fue que las jóvenes no le guardaban ningún respeto, puesto que esas trece primeras recogidas no eran de las más dóciles, sino que Rafaela escogió a las que en mayor peligro estaban de caer, y, quizá, por tanto las más díscolas.

A los pocos días de inaugurarse la Casa, a primera hora de la mañana, la señora respetable le mandó un propio a doña Rafaela para decirle que una de las jóvenes había desaparecido y que tenía pensado que las otras jóvenes se fueran en su busca. Se presentó Rafaela al poco y dijo que nadie había de salir en su busca, y que en estos negocios había que contar con ayudas más importantes que las que pudieran prestar los hombres o, en este caso, las mujeres, y que si no venía de grado no lo había de hacer por la fuerza, y dispuso que se entraran en el oratorio y se pusieran todas a rezar, principalmente «Acordaos», oraciones a san José que todo lo podía, y encomendando singularmente al ángel de la guarda de la extraviada. Cuando terminaron esas oraciones, Rafaela se despidió diciendo que de momento nada más podían hacer, y cuando salió, ella misma dejó por escrito lo que sucedió:

Al salir yo a las once dadas, al abrir la puerta me encuentro con la oveja descarriada que, gracias a Dios, volvía al redil. Tomándola aparte, y después de exhortarla con tono maternal, al preguntarle dónde había estado, dice: «He ido a una casa mala, y al llegar a la puerta, he retrocedido». Le he preguntado a qué hora había sido esto, y me ha dicho: «Hará una hora; no, media hora o tres cuartos». Parece que el Señor se ha apiadado de ella por la intercesión de nuestros poderosos protectores. Esta tarde rezaremos un Te Deum de acción de gracias, a las cuatro.

Rafaela era remisa a contar lo que consideraba como favores de la divina providencia por ser contraria a milagrerías, pero en esta ocasión no solo lo contó, sino que lo puso por escrito para advertencia de las otras señoras, que así que alguna de las jóvenes se desviaba un poco, ya la daban por perdida, y ella, muy por el contrario, nunca se rendía y decía que por sacar a una joven del vicio estaba dispuesta a llegar hasta las mismas puertas del infierno. Y de hecho lo hizo, porque asomarse a los prostíbulos de las Siete Calles, y sitios peores, era muy parecido a asomarse a las puertas del infierno.

Sin duda tenía una gracia especial para manejar a estas jóvenes que, obviamente, no tenía la señora respetable que estaba al frente del establecimiento, que pretendía mantener la disciplina mediante el ejercicio de su autoridad dando lugar a no pocos problemas. Uno de los días, que había sido viernes de cuaresma, que tuvieron un almuerzo más ligero que de costumbre, de primero una sopa sin sustancia de carne seguida de unas sardinas, y por una falta que cometieron algunas, castigó a todas sin merienda, según relató una de las recogidas:

Éramos todas jóvenes y muy hambrientas, pues veníamos de ambientes en que padecíamos necesidad, y después de comida tan liviana no soportábamos la idea de quedarnos sin merendar, precisamente en uno de los días en los que doña Rafaela tenía dispuesto que fuera más abundante, no solo de pan y chocolate, sino también de rosquillas y vaso de leche, para compensar la deficiencia de la comida, y los ánimos exacerbados estallaron como un volcán, porque a la privación de la merienda se unía la injusticia de que no todas habíamos tomado parte en la falta por la que se nos castigaba. A tanto llegó la cosa que las más bravas se atrevieron a insultar a la directora, la cual ordenaba silencio con lágrimas en los ojos, diciéndonos que mirásemos que pared por medio teníamos el sagrario, y que estábamos ofendiendo al Señor. No sabemos en qué hubiera parado esa rebelión si no hubiera aparecido doña Rafaela, que sin decir una palabra, solo con la actitud de sus manos, que nos pedían mesura, y aquella gravedad tan dulce de su semblante, puso orden en aquella Babel, en todas menos en una que le dijo: «Madre, madre —que es como la llamábamos—, yo me quiero ir». «Sí, hija mía, le contestó la madre sin alterarse, yo te acompaño». Y tomándola de un brazo la sacó a la calle. Luego se entró, se arrodilló en el oratorio, tomó el rosario en una mano, y así se estuvo un buen rato, sin que ninguna nos atreviéramos a distraerla, ni tan siquiera la directora, que no sabía lo que tenía que hacer. Lo que más nos dolió fue que cuando terminó de rezar y se marchó, lo hizo en silencio, como había venido, sin despedirse de nosotras como lo hacía en otras ocasiones, siempre gastándonos bromas, a cada una según fuera la broma que más le convenía. Nos quedamos todas muy tristes, y extrañadas de la que se había ido, que no era de las peores, pero quizá el arrebato le entró porque estaba claro que no había tomado parte en la falta por la que fuimos castigadas, y también porque era de las más hambrientas, y si alguna de nosotras se dejaba algo en la comida —aunque no estaba permitido—, ella se lo comía. Al cabo de una hora volvió a la Casa y la directora me encargó a mí que fuese a comunicárselo a doña Rafaela, honor muy grande, pues tan solo acercarnos a La Cava, y respirar los mismos aires que la Madre, nos parecía un regalo. En tanto la teníamos. En La Cava entrábamos por la puerta del servicio y nos recibía una criada de toda la confianza de doña Rafaela, llamada Pepa, que en viniendo enviadas de la Casa de Perseverancia pasaba aviso rápido a su señora de nuestra presencia, y entre tanto —eso no lo he dicho, pero también por eso queríamos ir a La Cava— nos regalaba con algún dulce, porque esta criada también era muy buena. Cuando apareció la Madre y le di la noticia, cerró los ojos y se limitó a decir: «¡Bendito sea Dios!». Nada más dijo, ni dispuso ningún castigo para la que había querido marcharse.

La casa de la calle Hernani le dio muchos quebraderos de cabeza, entre otras razones, porque a las trece primeras pronto se unieron otras, hasta llegar casi a duplicar el número, de suerte que tuvieron que poner colchones en el suelo con el consiguiente desbarajuste. Como don José viera en exceso agobiada a su esposa con esta situación, tomó cartas en el asunto y visitó el hogar en más de una ocasión, y también, por su natural bondadoso, se daba gracia en tratar con las recogidas, algunas de las cuales decían que doña Rafaela sería una santa, pero su marido no le iba a la zaga. Don José fue terminante.

—Rafaelita, ni puedes seguir en ese cuchitril, ni puedes seguir con esa directora.

Fue don José quien se ocupó de buscar un nuevo establecimiento, que lo encontró en un edificio de nueva planta en el número 1 de la calle de Santa María, de las más céntricas de Bilbao, en pleno Casco Viejo, en el que ocuparon dos plantas muy espaciosas, y los mismos albañiles que trabajaban para los Altos Hornos se ocuparon de hacer las obras de adaptación siguiendo las indicaciones de Rafaela. El día 8 de diciembre de 1894 se procedió a la inauguración solemne del nuevo edificio con concurrencia de personalidades, y una nueva plática del padre Muruzábal, a quien en un aparte Rafaela le confesó que una de las mejores cosas que había hecho en su vida era hacer voto de obediencia, no solo a los padres, sino también a su marido, ya que por obedecerle se había conseguido ese nuevo centro tan superior al anterior.

En cuanto al problema de la directora, o señora de respeto, que mucho preocupaba a Rafaela cómo deshacerse de ella, se solucionó solo, porque así que la mujer supo que la Casa de Perseverancia se trasladaba a un nuevo local desistió de continuar, pero dándole la satisfacción a Rafaela de comunicarle que en aquel año que había pasado en su compañía de tal modo había avanzado en el camino de la virtud, con el ejemplo que le daba cada día, que había tomado la decisión de profesar en las trinitarias, como hermana lega porque para más no servía. Profesó efectivamente en esa orden y a ella recurrió en más de una ocasión Rafaela para que la ayudase con alguna de las recogidas, y el provecho que no sacó de ella como directora lo sacó como trinitaria, muy rezadora. Cuando su marido veía a su mujer con estos manejos le repetía lo que tanto le gustaba decirle: que no había cuidado de que diera una puntada sin hilo, pues de todo sacaba provecho.

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