—Es por el hombre que fue asesinado —dijo Brunetti, decidiendo revelar a Cuzzoni por lo menos esto.
Cuzzoni inclinó la cabeza, apoyando los labios en sus dedos entrelazados. Al cabo de un tiempo, miró a Brunetti y dijo:
—Me lo figuraba. —Dejó transcurrir unos instantes más y prosiguió—: Sí, en el edificio hay
extracomunitari.
En los tres apartamentos. Pero no sé si el hombre asesinado era uno de ellos.
A Brunetti le constaba que los periódicos no habían publicado foto alguna del muerto, ni el nombre.
—¿Sabe quiénes son los que viven ahí?
—He visto sus papeles, sus pasaportes y el permiso de trabajo de uno de ellos. Pero no puedo saber si los pasaportes son auténticos, ni si lo es el permiso de trabajo.
—¿No obstante, les alquila los apartamentos?
—Dejo que vivan allí, sí.
—¿Aunque eso podría ser ilegal? —preguntó Brunetti, con curiosidad, no censura, en la voz.
—Yo no soy quién para juzgar —respondió Cuzzoni.
—¿Puedo preguntarle por qué lo hace? —inquirió Brunetti.
Cuzzoni dejó que la pregunta quedara en el aire un rato antes de responder con otra:
—¿Puedo preguntar por qué quiere saberlo?
—Por curiosidad —dijo Brunetti.
Cuzzoni sonrió y separó los dedos. Puso las manos en los brazos del sillón y dijo:
—Porque nosotros somos demasiado ricos y ellos son demasiado pobres. Y porque un amigo mío que trabaja con ellos me dijo que los que querían vivir en esos apartamentos eran hombres honrados que necesitaban ayuda. —Como Brunetti no respondiera, Cuzzoni preguntó—: ¿Le encuentra sentido a eso,
signor
Brunetti?
—Sí —dijo Brunetti sin vacilar, y preguntó—: ¿Puedo ir a ver esos apartamentos?
—¿Para averiguar si el muerto era uno de los que viven allí?
—Sí —dijo Brunetti, y añadió, porque le pareció que eso podía ayudar a convencer a Cuzzoni—: Esos hombres no sufrirán perjuicio alguno por causa mía.
Cuzzoni reflexionó y al fin preguntó:
—¿Cómo puedo estar seguro de que eso es verdad?
—Pregunte a don Alvise —respondió Brunetti.
—Ah —dijo Cuzzoni y se quedó mirando a Brunetti durante un momento que se hizo muy largo. Luego se puso en pie apoyándose en los brazos del sillón y dijo—: Le daré las llaves.
Al salir de casa de Cuzzoni, Brunetti estaba indeciso: no sabía si volver inmediatamente a Castello a echar un vistazo a los apartamentos de los que ahora tenía las llaves. Cada juego estaba compuesto por dos llaves; seguramente, la del portal y la del piso. Durante todo el camino hasta Rialto estuvo dudando entre ir y no ir. Cuando llegó a lo alto del puente, una violenta ráfaga de viento, enviada directamente desde Siberia contra él con toda alevosía —estaba seguro—, casi le hizo perder el equilibrio. Eso habría podido servir de excusa para desistir de la visita, de no habérsele ocurrido que aquella hora, en la que las tiendas estaban abiertas, era precisamente la mejor para encontrar en casa a los hombres y hablar con ellos.
Sacó el
telefonino
y marcó el número de la línea directa de la sala de agentes. Contestó Alvise, que pasó el aparato a Vianello.
—¿Puede reunirse conmigo dentro de veinte minutos al final de Via Garibaldi? —preguntó.
—¿Dónde está ahora?
—En Rialto. Voy a tomar el 82.
—Conforme. Allí estaré —dijo el inspector.
Vianello hizo algo mejor: subir al barco en la parada de San Zaccaria, embozado y guateado hasta el doble de su envergadura. Brunetti le informó someramente de su conversación con Cuzzoni y añadió que prefería tener a alguien consigo cuando hablara con los africanos.
—¿Les tiene miedo?
—Yo no diría eso. Pero es posible que ellos tengan miedo de mí.
—¿Y cree que los refuerzos los tranquilizarán? —preguntó Vianello.
—No necesariamente. Pero limitarán los posibles efectos de su miedo.
—¿Quiere decir impidiéndoles escapar? —preguntó Vianello, señalando con las manoplas su considerable volumen, para dar a entender que era poco probable que él pudiera dar caza a hombres mucho más jóvenes y delgados.
Ante su gesto, Brunetti sonrió y dijo:
—No, no es eso. —No sabía cómo decir a Vianello que pensaba que su presencia tendría en los africanos un efecto tranquilizador, como lo tenía a menudo en los testigos. Ni sabía cómo decirle que también él agradecía su compañía al ir a entrevistar a un número indeterminado de jóvenes, la mayoría de ellos inmigrantes ilegales, que se dedicaban a actividades ilegales y que ahora, de algún modo, estaban implicados en la investigación de un asesinato.
Desembarcaron en Giardini y entraron en Via Garibaldi. Por el camino, Brunetti volvió a hablar de su conversación con Cuzzoni, aunque acerca del hombre no dijo sino que parecía indiferente al hecho de que la policía estuviera interesada en sus inquilinos y que hasta parecía casi orgulloso de tenerlos viviendo en sus apartamentos.
—¿Un alma caritativa? —preguntó Vianello.
Al percibir el tono del inspector, Brunetti no pudo menos que sorprenderse ante la paradoja de que el término hubiera adquirido un matiz irónico. ¿Qué había tenido que suceder para que ahora se satirizara a quien practicaba la caridad?
—Me ha parecido, sencillamente, una buena persona —dijo.
Vianello, tan dado como Brunetti a formar juicios instantáneos acerca del carácter de las personas, no dijo nada.
Brunetti siguió el mismo trayecto que había hecho por la mañana, pero ahora se detuvo delante de un edificio situado a la izquierda de la estrecha calle.
—¿Llamamos para decir que subimos o entramos por las buenas? —preguntó Vianello.
—Es su casa —dijo Brunetti—. Me parece que lo correcto es pedir permiso para entrar. —Había tres timbres. Brunetti pulsó el de más abajo.
Al cabo de un momento, una voz de hombre preguntó:
—¿Sí?
—Venimos de parte del
signor
Cuzzoni —dijo Brunetti, pensando que no faltaba a la verdad. Al fin y al cabo, traía las llaves para demostrarlo.
Hubo una pausa larga, y la voz preguntó:
—¿Qué desea?
—Hablar.
—¿Con quién?
—Con todos ustedes.
Otra pausa. El que estaba al otro lado del intercomunicador no se molestó en tapar el micro con la mano, y Brunetti y Vianello oyeron una rápida serie de preguntas y respuestas hechas en una lengua desconocida. Se alzó una voz colérica pero enseguida pareció que alguien la silenciaba. Al cabo de unos instantes, la primera voz dijo:
—Pase.
Se abrió la puerta y entraron. Frente a ellos había un único tramo de escalera. En lo alto, tres hombres negros, puestos en fila, formando barrera. Brunetti iba delante. Cuando le faltaban dos peldaños para llegar arriba, se detuvo y miró a los hombres. El del centro era más alto y más viejo que los otros y tenía una nariz muy ancha que aún lo parecía más por estar rota. El de la izquierda era bajo y fornido y llevaba un chaquetón grueso, como si acabara de llegar de la calle o fuera a salir. El tercero era delgado en extremo, hasta el punto de que el estrecho pantalón vaquero que llevaba le hacía bolsas. Aunque tenía la piel más oscura que los otros, sus facciones eran más delicadas: nariz casi europea y labios finos, que apretaba hoscamente.
—Gracias por acceder a hablar conmigo. Me llamo Guido Brunetti y soy comisario de la policía.
El hombre de la derecha, el delgado, se separó de los otros dos dando media vuelta. Al girar, su brazo derecho osciló en el aire hacia la espalda y la mano le golpeó la nalga. El del centro dio un paso atrás, dejando espacio en el rellano. Brunetti se detuvo en lo alto de la escalera, esperó a que Vianello estuviera a su lado y tendió la mano.
—
Piacere
—dijo primero a un hombre y luego al otro.
Sorprendidos, ellos tendieron la mano a su vez, pero en silencio. Entonces Vianello se adelantó, dio su nombre y estrechó las manos a los dos hombres. Pareció que esto no les dejaba más alternativa que la de atenerse a las normas de la cortesía. El hombre alto se acercó a la puerta y los invitó a entrar con elegante ademán.
Brunetti cruzó el umbral, no sin antes solicitar permiso en voz baja. Lo mismo hizo Vianello. Lo primero que notó Brunetti fue el olor: penetrantes efluvios a carne y especias. La carne podía ser cordero, quizá, pero no identificaba las especias. También olía a hombres, hombres que viven juntos y que no lavan —o no pueden lavar— la ropa con la debida frecuencia.
El del brazo inerte se había situado en el fondo de la habitación. Dentro había otros cuatro hombres, expectantes. Dos de ellos sonrieron en dirección a Brunetti y los otros dos movieron la cabeza de arriba abajo; su saludo era cordial, exento de amenaza. Brunetti y Vianello hicieron una inclinación de cabeza y se quedaron esperando a ver quién sería el primero en hablar.
El hombre alto que los había seguido al interior del apartamento parecía el jefe o, por lo menos, las miradas de los otros iban continuamente de él a los hombres blancos.
Brunetti advirtió la austeridad de la habitación que parecía hacer las veces de cocina y comedor. Sobre una encimera con revestimiento de linóleo que discurría junto a la pared del fondo había una cocina de gas de dos fogones conectada por una manguera de goma a una rechoncha bombona. Brunetti recordó haber visto una cocina parecida en el apartamento en el que vivía cuando era niño y se preguntó dónde diablos podrían comprarse todavía aquellas bombonas.
Había ollas grandes en los fogones y platos en el fregadero, que tenía un solo grifo. Pero las encimeras estaban limpias, lo mismo que la mesa.
—¿Qué es lo que desean? —preguntó el hombre alto. Tenía un acento que Brunetti no conseguía identificar y hablaba con voz grave, pero sin forzar el tono.
—Deseo oír todo lo que puedan decirme acerca del hombre que fue asesinado anoche —dijo Brunetti.
Antes de que el hombre alto, al que Brunetti había dirigido la pregunta, pudiera responder, el que se había dado media vuelta en el rellano dijo:
—¿Y hemos de saber algo de él porque también somos negros? —A pesar de su delgadez, tenía una voz aún más grave que la del otro, un bajo sonoro, una voz que podía llenar una sala de conciertos o captar la atención de un auditorio.
«Qué pronto cede la gente al resentimiento», pensó Brunetti. ¿A quién querían que preguntara por la muerte de un africano, a los chinos? Tragándose la pregunta se volvió otra vez hacia el más viejo:
—He venido a hablar con ustedes porque pensé que quizá trabajaban con él o lo conocían.
Antes de responder, el hombre apartó una silla de plástico de la mesa de fórmica, otro objeto evocador de la niñez de Brunetti, y la giró hacia éste. Luego señaló otra silla y el hombre del chaquetón la sacó para Vianello.
Cuando los dos estuvieron sentados, el más viejo dijo unas palabras en una lengua que Brunetti no entendió y uno de los otros abrió un armario y bajó dos vasos. De un cajón extrajo un paño de cocina con el que enjugó los vasos, que dejó en la mesa. De otro armario sacó una botella de plástico de agua mineral, desenroscó el tapón y llenó los vasos.
Brunetti le dio las gracias, inclinó la cabeza en dirección al hombre al que ahora consideraba el jefe, y bebió la mitad del agua. Lo mismo hizo Vianello. Brunetti dejó el vaso, apoyó las manos en el borde de la mesa y miró al jefe sin decir nada.
Estuvieron por lo menos dos minutos sin hablar. Al fin, el jefe dijo:
—¿Ha dicho que es policía?
—Sí —respondió Brunetti.
—¿Y quiere saber de él?
—Sí.
—¿Qué desea saber?
—Deseo saber cómo se llamaba y de dónde había venido. Deseo saber dónde vivía y a qué se dedicaba antes de venir. Y deseo saber si alguno de ustedes tiene alguna idea de quién podía quererle mal o del motivo por el que había de ocurrirle esto.
El jefe meditó la serie de preguntas y finalmente dijo:
—Parece que quiere saberlo todo.
—No —dijo Brunetti con voz neutra—. Eso no es todo. No me interesa cómo llegó a este país ni qué papeles tenía, a no ser que usted crea que eso pueda tener algo que ver con su muerte. Y, oficialmente, no tengo interés en ninguno de ustedes, ni en cómo llegaron aquí ni en cómo se ganan la vida, siempre que ello no tenga relación con la muerte de ese hombre.
—¿Oficialmente, ningún interés? —preguntó el hombre.
—Como policía, esas cosas no me interesan.
—¿Y como hombre?
—Como hombre, no sé nada de ninguno de ustedes. No sé de dónde han venido ni por qué decidieron venir a este país, ni cuánto tiempo piensan quedarse. Pero sé que de ustedes no se dice que hayan venido a robar, a atracar ni a causar problemas, sino que están aquí para trabajar, si pueden encontrar trabajo.
—Es mucha información —dijo el hombre—, para alguien que no está interesado.
—Sí que lo es —admitió Brunetti—. Pero ya hace años que ustedes o sus compañeros están aquí, y se, o creo saber, algunas cosas. —Rápidamente, Brunetti agregó—: No sé nada de su cultura, pero, en la nuestra, la información pasa de boca en boca y cada cual quita o añade algo, y la información cambia. Por lo tanto, no se puede saber si lo que te dicen, o lo que crees saber, es verdad. —Los miró, tratando de adivinar si habían entendido aquel largo discurso—. Así pues, en realidad ignoro si lo que creo saber de ustedes o de sus amigos es o no es verdad —concluyó, y bebió toda el agua que quedaba en el vaso. Al ver que el hombre que se lo había servido iba a volver a llenárselo, le dio las gracias y dijo que ya tenía suficiente.
El jefe miró a los otros hombres y les hizo una pregunta. Mientras esperaba la respuesta, Brunetti se dedicó a observar la habitación. Lo primero que se notaba era el frío, el mucho frío, y se alegró de no haberse quitado el abrigo. Vio también que la habitación, aunque desordenada, estaba limpia. El suelo, de linóleo gris, parecía recién barrido. Y tenía la impresión de que si habían pasado el paño por el vaso era en señal de consideración y no por necesidad. Los hombres estuvieron un rato en silencio. Al fin, el del pantalón vaquero holgado dijo algo. Como nadie respondía, siguió hablando en un tono cada vez más airado. Llegó un momento en que levantó la mano izquierda y señaló a Brunetti y Vianello mientras decía algo que sonó a «policía», pero la palabra quedó inmersa en una frase muy larga que acabó bruscamente en una nota agria. Mientras, el brazo derecho le colgaba inmóvil.