Como culminación adecuada de este capítulo quiero presentar a una de las personas más excepcionales que he conocido. Lo vi por primera vez pocos minutos después de que hubiera nacido. Vino a este mundo sin ningún rastro físico de orejas, y el médico admitió, cuando le pedí su opinión sobre el caso; que el niño sería sordo y mudo toda la vida.
Me opuse a la opinión del médico. Estaba en mi derecho. Yo era el padre del niño. Tomé una decisión y me formé una opinión, pero expresé esa opinión en silencio, en el fondo de mi corazón.
En mi interior supe que mi hijo oiría y hablaría. ¿Cómo? Estaba seguro de que tenía que haber una manera, y sabía que la encontraría. Pensé en las palabras del inmortal Emerson:
El curso de las cosas acontece para enseñarnos la fe. Sólo necesitamos estar atentos. Hay indicadores, claves, para cada uno de nosotros, y si escuchamos con humildad, oiremos la palabra justa
.
¿La palabra justa? ¡Deseo! Mucho más que ninguna otra cosa, yo deseaba que mi hijo no fuera sordomudo. De ese deseo no renegué jamás, ni por un segundo.
¿Qué podía hacer? Encontraría alguna forma de trasplantar a ese niño mi propio deseo ardiente de dar con maneras y medios de hacer llegar el sonido a su cerebro sin la ayuda de los oídos.
Tan pronto como el niño fuese lo bastante mayor para cooperar, le llenaría la cabeza de tal manera de ese deseo ardiente, que la naturaleza lo traduciría en realidad con sus propios métodos.
Todos estos pensamientos pasaron por mi mente, pero no hablé de ello con nadie. Cada día renovaba la promesa que me había hecho a mí mismo de que mi hijo no sería sordomudo.
Cuando creció y empezó a percibir las cosas que lo rodeaban, notamos que mostraba débiles indicios de que oía. Cuando alcanzó la edad en que los niños suelen empezar a emitir palabras, no hizo intento alguno de hablar, pero de sus actos podíamos deducir que percibía ciertos sonidos. ¡Eso era todo lo que yo quería saber! Estaba convencido de que, si podía oír, aunque fuese débilmente, sería capaz de desarrollar una mayor capacidad auditiva. Entonces sucedió algo que me llenó de esperanza. Surgió de algo totalmente inesperado.
Compramos un fonógrafo. Cuando el niño oyó la música por primera vez, entró en éxtasis, y muy pronto se apropió del aparato. En una ocasión estuvo poniendo un disco una y otra vez, durante casi dos horas, de pie delante del fonógrafo, mordiendo un borde de la caja.
La importancia de esa costumbre que adquirió no se nos hizo patente sino hasta años después, ya que nunca habíamos oído hablar del principio de la
conducción ósea
del sonido. Poco después de que se apropiase del fonógrafo, descubrí que podía oírme con claridad cuando le hablaba con los labios junto a su hueso mastoideo, en la base del cráneo.
Una vez hube descubierto que podía oír perfectamente el sonido de mi voz, empecé de inmediato a transferirle mi deseo de que oyese y hablase. Pronto descubrí que el niño disfrutaba cuando yo le contaba cuentos antes de dormirse, de modo que me puse a trabajar para idear historias que estimularan su confianza en sí mismo, su imaginación, y un agudo deseo de oír y de ser normal.
Había un cuento en particular, en el que yo hacía hincapié dándole un renovado matiz dramático cada vez que se lo contaba. Lo había inventado para sembrar en su mente la idea de que su dificultad no era una pesada carga, sino una ventaja de gran valor. Pese al hecho de que todas las maneras de pensar que yo había examinado indicaban que cualquier adversidad contiene la semilla de una ventaja equivalente, debo confesar que no tenía ni la menor idea de cómo se podía convertir esa dificultad en una ventaja.
Al analizar la experiencia retrospectivamente, puedo ver que su fe en mí tuvo mucho que ver con los sorprendentes resultados. Él no cuestionaba nada que yo le dijera. Le vendí la idea de que tenía una ventaja original sobre su hermano mayor, y que esa ventaja se reflejaría de muchas maneras. Por ejemplo, los maestros en la escuela se darían cuenta de que no tenía orejas, y por ese motivo le dedicarían una atención especial y lo tratarían con una amabilidad y una benevolencia extraordinarias. Siempre lo hicieron. También le vendí la idea de que cuando fuese lo bastante mayor para vender periódicos (su hermano mayor era ya vendedor de periódicos), tendría una gran ventaja sobre su hermano, porque la gente le pagaría más por su mercancía, debido a que verían que era un niño brillante y emprendedor pese al hecho de carecer de orejas.
Cuando tenía unos siete años, mostró la primera prueba de que nuestro método de apoyo rendía sus frutos. Durante varios meses imploró el privilegio de vender periódicos, pero su madre no le daba el consentimiento.
Entonces se ocupó por su cuenta del asunto. Una tarde en que estaba en casa con los sirvientes, trepó por la ventana de la cocina, se deslizó hacia fuera. y sé estableció por su cuenta. Le pidió prestados seis centavos al zapatero remendón del barrio, los invirtió en periódicos, los vendió, reinvirtió el capital, y repitió la operación hasta el anochecer.
Después de hacer el balance de sus negocios, y de devolverle a su banquero los seis centavos que le había prestado, se encontró un beneficio de cuarenta y dos centavos.
Cuando volvimos a casa aquella noche, lo encontramos durmiendo en su cama, apretando el dinero en un puño.
Su madre le abrió la mano, cogió las monedas y se puso a llorar. Me sorprendió. Llorar por la primera victoria de su hijo me pareció fuera de lugar. Mi reacción fue la inversa. Reí de buena gana, porque supe que mi empresa de inculcar en la mente de mi hijo una actitud de fe en sí mismo había tenido éxito.
Su madre veía a un niño sordo que, en su primera aventura comercial, se había escapado a la calle y había arriesgado su vida para ganar dinero. Yo veía un hombrecito de negocios valiente, ambicioso y lleno de confianza en sí mismo, cuyo valor intrínseco se había incrementado en un cien por cien, al haber ido a negociar por su cuenta y haber ganado. La transacción me agradó, porque había dado pruebas de una riqueza de recursos que lo acompañaría toda su vida.
El pequeño sordo asistió a la escuela, al instituto y a la universidad, sin que fuese capaz de oír a sus maestros, excepto cuando le gritaban fuerte, a corta distancia. No lo llevaron a una escuela para sordos. No le permitimos que aprendiese el lenguaje de los sordomudos. Habíamos decidido que viviese una vida normal, y mantuvimos esa decisión, aunque nos costó muchas discusiones acaloradas con funcionarios escolares.
Cuando estaba en el instituto, probó un aparato eléctrico para mejorar la audición, pero no le dio resultado.
Durante su última semana en la universidad, sucedió algo que marcó el hito más importante de su vida. En lo que pareció una mera casualidad, entró en posesión de otro aparato eléctrico para oír mejor, que le enviaron para probar. Estuvo indeciso en probar el aparato, debido a su desilusión con otro similar. Finalmente lo cogió, se lo puso en la cabeza, le conectó las baterías, y ¡sorpresa!, como por arte de magia, su deseo de toda la vida de oír normalmente se convirtió en realidad. Por primera vez oía tan bien como cualquier persona con audición normal.
Alborozado con el mundo diferente que acababa de percibir a través de ese aparato auditivo, se precipitó al teléfono, llamó a su madre, y oyó su voz a la perfección. Al día siguiente oía con claridad las voces de sus profesores en clase, ¡por primera vez en su vida! Por primera vez en su vida también, mi hijo podía conversar con la gente, sin necesidad de que le hablaran con voz de trueno. Realmente, había entrado en posesión de un mundo distinto.
El deseo había comenzado a pagar dividendos, pero la victoria todavía no era completa.
El muchacho tenía que encontrar todavía una manera definida y práctica de convertir su desventaja en una ventaja equivalente.
Sin apenas darse cuenta de la importancia de lo que acababa de obtener, pero embriagado con la alegría del descubrimiento de ese mundo de sonidos, escribió una entusiasta carta al fabricante del audífono, relatándole su experiencia. Algo en ella hizo que la compañía lo invitase a Nueva York. Cuando llegó, lo llevaron a visitar la fábrica, y mientras hablaba con el ingeniero jefe, contándole de su mundo recién descubierto, una corazonada, una idea o una inspiración, llámesela como se quiera, destelló en su cerebro.
Era ese impulso del pensamiento que convertía su dificultad en una ventaja, destinada a pagar dividendos en dinero y en felicidad por millares durante todo el tiempo venidero.
El resumen y el núcleo de ese impulso de pensamiento era así: se le ocurrió que él podría ser de gran ayuda para los millones de sordos que viven sin el beneficio de audífonos si pudiera encontrar una manera de relatarles la historia de su descubrimiento del mundo.
Durante un mes entero llevó a cabo una intensa investigación, durante la cual analizó todo el sistema de ventas del fabricante de audífonos e ideó formas y medios de comunicarse con los duros de oído de todo el mundo, decidido a compartir con ellos su nuevo mundo recién descubierto. Una vez lo tuvo hecho, puso por escrito un plan bienal, basado en sus investigaciones. Cuando lo presentó a la compañía, al momento le dieron un puesto de trabajo para que llevara a cabo su ambición.
Poco había soñado, cuando empezó a trabajar, que estaba destinado a llevar esperanza y alivio a millares de sordos que, sin su ayuda, se hubieran visto condenados para siempre a la sordera.
No me cabe duda de que Blair hubiera sido sordomudo toda su vida si su madre y yo no nos las hubiésemos ingeniado para formar su mente tal como lo hicimos.
Cuando sembré en su interior el deseo de oír y de hablar, y de vivir como una persona normal, alguna extraña influencia hubo en ese impulso que hizo que la naturaleza tendiese una especie de puente para salvar el golfo del silencio que separaba su cerebro del mundo exterior.
En verdad, el deseo ardiente tiene maneras tortuosas de transmutarse en su equivalente físico. Blair deseaba una audición normal; ¡ahora la tiene! Nació con una minusvalía que fácilmente hubiera desviado a alguien, con un deseo menos definido, a la calle, con un puñado de lápices en una mano y una lata vacía en la otra.
La pequeña
mentira piadosa
que sembré en su mente cuando él era un niño, llevándolo a creer que su defecto se convertiría en una gran ventaja que podría capitalizar, se justificó sola. Ciertamente, no hay nada, correcto o equivocado, que la confianza, sumada a un deseo ardiente, no pueda hacer real. Estas cualidades están al alcance de todos.
Un breve párrafo en un despacho de noticias en relación con madame Schumann-Heink da la clave del estupendo éxito de esta mujer como cantante. Cito el párrafo porque la clave que contiene no es otra que el deseo.
Al comienzo de su carrera, madame SchumannHeink visitó al director de la ópera de Viena para que le hiciera una prueba de voz. Pero él no la probó. Después de echar un vistazo a la desgarbada y pobremente vestida muchacha, exclamó, nada cordial:
—Con esa cara, y sin ninguna personalidad, ¿cómo espera tener éxito en la ópera? Señorita, olvide esa idea. Cómprese una máquina de coser, y póngase a trabajar. Usted nunca podrá ser cantante.
¡Nunca es demasiado tiempo! El director de la ópera de Viena sabía mucho sobre la técnica del canto. Sabía muy poco del poder del deseo, cuando éste asume las proporciones de una obsesión. Si hubiera conocido mejor ese poder, no hubiese cometido el error de condenar el genio sin darle una oportunidad.
Hace varios años, uno de mis socios enfermó. Se puso cada vez peor a medida que el tiempo transcurría, y finalmente, lo llevaron al hospital para operarlo. El médico me advirtió que había muy pocas posibilidades de que yo volviera a verlo con vida. Pero ésa era la opinión del médico, y no la del paciente. Poco antes de que se lo llevaran al quirófano, me susurró con voz débil:
No se preocupe, jefe, en pocos días habré salido de aquí
. Una enfermera me miró apenada. Pero el paciente se recuperó satisfactoriamente.
Cuando todo hubo terminado, su médico me dijo:
No lo salvó otra cosa que su deseo de vivir. Nunca hubiera salido de este trance si no se hubiese negado a aceptar la posibilidad de la muerte
.
Creo en el poder del deseo respaldado por la fe, porque he visto cómo ese poder elevaba a hombres desde comienzos humildes a posiciones de poder y riqueza; lo he visto cómo saqueaba la tumba de sus víctimas; cómo servía de medio para que los hombres llevaran a cabo su rehabilitación después de haber fracasado en un centenar de formas distintas; lo he visto darle a mi propio hijo una vida normal, feliz y llena de éxito, a pesar de que la naturaleza lo enviase a este mundo sin orejas.
¿Cómo se puede dominar y usar el poder del deseo? Eso queda explicado en este capítulo y los subsiguientes de este libro.
Mediante algún extraño y poderoso principio de
química mental
que nunca ha divulgado, la naturaleza envuelve en el impulso del deseo ardiente
ese algo
que no reconoce la palabra
imposible
, ni acepta el fracaso como realidad.
3: La feNo hay limitaciones para la mente excepto las que aceptamos, la pobreza y la riqueza son vástagos del pensamiento.
El segundo paso hacia la riqueza
La fe es el elemento químico primordial de la mente. Cuando la fe se mezcla con el pensamiento, el subconsciente capta la vibración, la traduce en su equivalente espiritual, y la transmite a la Inteligencia Universal, como en el caso de la plegaria.
Las emociones de la fe, el amor y el sexo son las más poderosas entre las principales emociones positivas. Cuando se mezclan las tres, tienen el efecto de
colorear
el pensamiento de tal manera que éste alcanza al momento el subconsciente, y allí se transforma en su equivalente espiritual, la forma singular que induce una respuesta de la Inteligencia Infinita.
Tenemos un planteamiento que le ayudará a comprender mejor la importancia que el principio de autosugestión asume en la transmutación del deseo en su equivalente físico o monetario: la fe es un estado mental que se puede inducir, o crear, con la afirmación o con las repetidas instrucciones al subconsciente, a través del principio de autosugestión.