Piratas de Venus (10 page)

Read Piratas de Venus Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Piratas de Venus
2.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquella explicación me interesó de veras, ya que he sufrido diversas experiencias con médicos y cirujanos de la Tierra.

—¿Y cuántos médicos resistieron los efectos de esta política? —le pregunté.

—Alrededor de un dos por ciento.

—Pues debe de existir una proporción de buenos doctores mucho mayor en Amtor que en la Tierra —comenté.

El tiempo transcurría con demasiada lentitud para mí. Leía mucho, pero un hombre joven no puede satisfacer todos sus anhelos vitales leyendo libros. Desde luego, no cabía olvidar el jardín contiguo a mi terraza. Me habían aconsejado eludir aquella parte de mi residencia, pero yo no seguía el consejo, al menos si Danus estaba ausente. Cuando se marchaba, solía yo atisbar hacia aquel lugar, que siempre parecía desierto. No obstante, un día conseguí descubrir vagamente su presencia. Me estaba espiando por entre unos arbustos floridos.

Me hallaba yo junto a la valla que separaba mi terraza del jardín. No era muy alta, cosa de unos cinco pies. Esta vez la joven no echó a correr y siguió mirándome fijamente, pensando que no podía descubrirla porque estaba oculta entre el follaje. Desde luego, no podía verla con toda precisión y sólo Dios sabe cuánto ansiaba admirarla plenamente.

¡Qué atracción tan inexplicable y sutil ejercen algunas mujeres sobre los hombres! Para algunos únicamente existen una mujer en el mundo capaz de producir tal atracción, y si realmente hay otras no se ponen de manifiesto; para otros hombres, son varias las mujeres atrayentes, y aun existen algunos para los que no hay mujer alguna capaz de tal sugestión. En mi caso, el objeto de mi ilusión era aquella mujer de una raza distinta, de un planeta diferente. Acaso existieran otras, pero hasta entonces yo no había observado su influencia. Nunca me había sentido movido por tan vehemente atracción. Lo que hice entonces lo realicé impelido por la fuerza de un impulso incontenible, como obedeciendo a una ley de la Naturaleza. Salté la valla.

Antes de que la joven pudiera huir, me hallaba a su lado. Me miró con una expresión de horror y de consternación, como si me tuviera miedo.

—No temas —la tranquilicé—. No voy a hacerte daño alguno. Tan sólo deseo hablar contigo.

Se irguió, altiva.

—No tengo miedo —me contestó—, pero...

Se detuvo, y pareció titubear.

—Pero si te ven aquí, te matarán. Vuelve a tus habitaciones en seguida y no intentes nunca más una temeridad como ésta.

Casi me estremeció la idea de que aquel miedo reflejado manifiestamente en su mirada pudiese tener por motivo mi propia seguridad.

—¿Cuándo podré volver a verte? —le pregunté. Ella respondió en tono decidido:

—No volverás a verme jamás.

—Ahora que te he conocido, ya no podré dejar de verte. Te he de ver a menudo o pereceré en mi intento.

—O no sabes lo que dices o estás loco —observó, a la vez que volvía la cabeza para marcharse. Yo la retuve por el brazo.

—¡Espera! —le supliqué.

Revolvióse como una fierecilla y me abofeteó. Después sacó el puñal de la funda que llevaba colgada del cinturón.

—¿Cómo te has atrevido a tocarme? ¡Podría matarte! —gritó.

—¿Y por qué no lo haces? —le pregunté.

—¡Te odio! —afirmó, como si realmente lo sintiese.

—Y yo te amo —repuse, seguro de que estaba confesando la verdad.

Ante tal declaración, sus ojos cubriéronse de horror. Se volvió con tal presteza que no pude impedir su huida. Me quedé un instante dudando si seguirla o no, pero, por último, un mínimo de cordura me salvó de tan temerario propósito. Momentos después me hallaba de nuevo en mi terraza. No sabía si alguien me habría visto, pero nada me importaba.

Cuando, poco después, volvió Danus, me dijo que Mintep me había mandado llamar. Pensé en seguida si aquella convocatoria tendría alguna relación con mi aventura del jardín pero no pregunté nada. De ser así, ya me informaría a su tiempo. La actitud de Danus fue la misma de siempre, pero no por eso quedé tranquilo. Empezaba a temer que los amtorianos fuesen unos maestros en el arte de disimular.

Me acompañaron dos de los jóvenes oficiales que residían en las estancias contiguas y me condujeron a una habitación en la que el Jong había de interrogarme. No podría determinar si aquellos oficiales me escoltaban para evitar mi huida. Hablaron conmigo cordialmente durante el breve trayecto que recorrimos por el pasillo y mientras subíamos por la escalera, pero también los guardianes charlan a veces con los condenados. Me acompañaron a la estancia donde se hallaba el Jong. Esta vez no se encontraba solo. Estaba rodeado de algunos individuos y entre ellos reconocí a Duran, Olthar y Kamlot. En cierto modo, la reunión me recordaba la convocatoria de un jurado y llegué a temer que realmente se dispusieran a dictar una sentencia.

Saludé al Jong con una inclinación de cabeza y él me correspondió amablemente dedicándome una sonrisa. Me miró un momento. Cuando me vio por primera vez, iba yo ataviado con mis prendas de vestir normales; pero ahora me vestía, o más bien me desvestía, al modo típico de Vepaja.

—Tu piel no es tan clara como creía —comentó.

—Mi estancia en la terraza en contacto con la luz la ha oscurecido —repliqué.

No podía decir que era obra de los rayos del sol, ya que en su lenguaje no existía palabra que tradujera la voz sol, puesto que les era desconocida su existencia. No obstante, la verdad era que los rayos ultravioleta, al cruzar la capa de nubes que envuelve el planeta, había teñido mi piel con tanta eficacia como si realmente hubiera estado expuesta directamente a los rayos del sol.

—Supongo que te habrás sentido feliz entre nosotros —me dijo.

—He sido tratado cariñosamente y con toda consideración —repuse—, y me he sentido todo lo feliz que puede sentirse razonablemente un prisionero.

Apareció en sus labios la sombra de una sonrisa.

—Eres bastante ingenuo —observó.

—La ingenuidad es una característica del país de donde procedo.

—La verdad es que no me gusta la palabra prisionero.

—Ni a mí tampoco, Jong, pero me agrada decir la verdad. Me he sentido prisionero, y he estado esperando esta oportunidad para preguntarte la razón de mi confinamiento y cuando voy a conseguir la libertad.

Sus cejas se arquearon ligeramente y después sonrió con franqueza.

—Me parece que voy a complacerte —me dijo—. Eres honesto y valeroso, si no me equivoco, y creo conocer a los hombres.

Asentí con la cabeza. Realmente no esperaba que recibiera mi demanda con tan generosa actitud, pero no me sentía completamente tranquilo. La experiencia me había enseñado que, a veces, los hombres se muestran afectuosos para ocultar otros designios.

—Quisiera decirte algunas cosas —continuó—. Aun nos sentimos acosados por nuestros enemigos, los cuales, de vez en cuando, organizan incursiones contra nosotros y en diversas ocasiones han conseguido infiltrar espías entre nosotros. Existen tres cosas que nosotros poseemos y que ellos quieren, pues no se resignan a que su raza se extinga. Necesitan nuestros conocimientos científicos y el cerebro y la experiencia para aplicarlos. Por esto tratan por todos los medios de apoderarse de nuestros hombres, para someterlos a esclavitud y obligarles a revelarles nuestros conocimientos que ellos no poseen. También buscan a nuestras mujeres con la esperanza de conseguir hijos de mayor mentalidad que la de los que ellos tienen ahora.

“La historia que nos contaste de haber cruzado millones de millas en el espacio, procedente de otro mundo, es, desde luego, extraordinaria y resulta lógico que provocara nuestros recelos. Creíamos ver en ti a uno de tantos espías thoristas, hábilmente disfrazado. Por esta razón estuviste bajo una cuidadosa e inteligente observación, misión de la que fue encargado Danus. Sus informes ponen de manifiesto que no existe duda alguna de que ignorabas por completo el lenguaje de Amtor cuando viniste, y como es éste el único idioma conocido que se habla entre todas las razas de nuestro mundo, hemos llegado a la conclusión de que tu relato, en parte, debe de ser cierto. El hecho de las razas que conocemos constituye en evidencia más de nuestro punto de vista. Por consiguiente, estamos dispuestos a admitir que no eres thorista, pero queda un problema pendiente.

—¿Quién eres y de dónde vienes?

—Ya te dije la verdad... No tengo que añadir nada y me limitaré a recomendarte que medites sobre el hecho de que masas de nubes, al rodear por completo Amtor, oscurecen vuestra visión, obligándoos a ignorar lo que existe más lejos.

—No sigamos disputando sobre ese extremo —contestó moviendo la cabeza con escepticismo—. Es inútil que pretendas echar por tierra todo el caudal científico atesorado por nosotros durante miles de años. Estamos dispuestos a aceptarte como hombre de distinta raza, tal vez, según supusimos al principio por el traje que llevabas, como procedente del frío y temible país de Karbol. Eres libre de andar por donde quieras. Si te quedas debes sujetarte a las leyes y costumbres de Vepaja, y tendrás que ganarte la vida. ¿Qué sabes hacer?

—Dudo que pueda competir con los habitantes de Vepaja en el ejercicio de sus actividades profesionales —admití—. Pero podré aprender algo si se me concede tiempo.

—Acaso podamos designarte una persona que te adiestre —dijo el Jong—. Mientras tanto, te quedarás en mi casa ayudando a Danus.

—Podríamos llevarlo a nuestra casa y adiestrarlo —intervino Duran—, caso de que quiera ayudarnos a cazar y a recoger tarel.

El tarel es una fibra fuerte y sedosa con la que se confeccionan las prendas de vestir y las cuerdas. Me imaginé que el trabajo de recoger aquel material había de ser un trabajo aburrido, pero la idea de cazar me sugestionó. No pude por menos de reconocer los buenos deseos de Duran y además no quería ofenderle rechazando su oferta. Por otra parte, cualquier cosa resultaba apetecible con tal de poder ganarme la vida, si esta condición era imprescindible. Acepté, por consiguiente, y una vez acabada la entrevista, salí de la estancia, me despedí de Danus, que me invitó a visitarle a menudo y me marché con Duran, Olthar y Kamlot.

Como no se hizo mención alguna de ello, llegué a la conclusión de que nadie había presenciado mi encuentro con la joven del jardín, la cual seguía predominando en mi pensamiento y siendo la causa principal de que me viera obligado a salir de la casa de Jong.

De nuevo me vi establecido en la casa de Duran, pero en esta ocasión me destinaron una estancia mucho más grande y cómoda. Kamlot se encargó de mí. Era el más joven de los hermanos, de carácter quieto y reposado y con una musculatura de atleta. Cuando me hubo enseñado mi nueva habitación, me llevó a otra, una pequeña armería, provista de lanzas, sables, dagas y arcos. Junto a una ventana aparecía un largo banco con diversas herramientas y unos aparadores en lo que se veían los materiales necesarios para la manufactura de arcos, flechas y dardos. Muy cerca había una forja y un yunque, viéndose asimismo planchas y lingotes de metal.

—¿Sabes manejar el sable? —me preguntó al escoger uno para mí.

—Sí, pero sólo como deporte —repliqué—. En mi país tenemos armas muy perfeccionadas, por lo que los sables resultan inútiles para el combate.

Me hizo preguntas sobre aquellas armas y mostró mucho interés en la descripción de las armas de fuego de la Tierra.

—En Amtor tenemos armas parecidas —repuso—, aunque los de Vepaja no las poseemos, debido a que la materia prima necesaria se encuentra en el centro del país de los thoristas. Esas armas se cargan con un material que emite rayos de ondas extremadamente cortas, capaces de destruir los tejidos animales, pero sólo emiten esos rayos cuando están expuestas a la radiación de otro raro elemento. Hay varios metales que son impermeables a tales rayos. Esas planchas que ves en las paredes, las de metal, son un elemento protector contra los rayos indicados. Las mencionadas armas están provistas de un obturador de idéntico metal, encargado de separar los dos elementos. Cuando el obturador se abre y uno de los elementos queda expuesto a las emanaciones del otro, el destructor rayo-R queda libre y pasa a lo largo del cañón del arma, dirigiéndose hacia el objetivo deseado. Fuimos nosotros los que inventamos y perfeccionamos esa arma, y ahora la utilizan contra nosotros. No obstante, nos las arreglamos muy bien con lo que poseemos, siempre que nos mantengamos en el seno de nuestros árboles... Además de un sable y una daga, necesitarás un arco, unas flechas y una lanza.

Y mientras iba enumerando esas armas fue seleccionando uno de cada uno de los citados objetos, el último de los cuales era, en realidad, una pesada jabalina. En el extremo de esta arma había un anillo giratorio y atado a este había una cuerda delgada y larga provista de un gancho al final. Kamlot enredó de un modo especial esta cuerda que no era más pesada que un bramante vulgar y la metió en un pequeño orificio abierto en uno de los lados.

—¿Para qué sirve esa cuerda? —pregunté examinando el arma.

—Tenemos que cazar en lo alto de los árboles, y si no fuera por ella perderíamos muchas lanzas.

—Pero la cuerda no es lo bastante resistente.

—Está hecha de tarel, y podría soportar el peso de diez hombres. No pasará mucho tiempo sin que te des cuenta del extraordinario valor del tarel. Mañana saldremos juntos a recoger un poco. Últimamente escasea bastante.

A la hora de cenar volví a ver a Zuro y a Alzo, las cuales se mostraron muy afables conmigo. Por la noche me enseñaron el juego favorito de Vepaja, el tork, que se juega con unas piezas muy parecidas a las del mah-jong y recuerda mucho al póker.

Aquella noche dormí perfectamente en mi nuevo cuarto y cuando amaneció me levanté, ya que Kamlot me había advertido que debíamos partir temprano para nuestra expedición. No puedo decir que me sintiera muy entusiasmado ante la perspectiva de pasar el día recogiendo tarel. El clima de vepaja es cálido, casi bochornoso y me forjé la idea de que aquella excursión iba a ser monótono y desagradable, igual que si estuviera recogiendo algodón en el Valle Imperial.

Después de un frugal almuerzo, en cuya preparación ayudé a Kamlot, me dijo que recogiera mis armas.

—Siempre debes llevar encima el sable y la daga —me advirtió.

—¿Incluso en casa? —pregunté.

—Donde te encuentres. No sólo es una costumbre, sino una ley. No sabemos cuándo se nos puede llamar para defender nuestras personas, nuestras casas o nuestro Jong. Ahora no olvides la lanza, pues vamos a recoger tarel.

Other books

Dark Moonlighting by Scott Haworth
Heartbreak, Tennessee by Laska, Ruby
Atom by Steve Aylett
Gold Coast by Elmore Leonard
Showdown by Ted Dekker
The Bomb Girls by Daisy Styles
Traitor by Nicole Conway