Piratas de Venus (12 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Piratas de Venus
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Seguí bajando, presintiendo que de un momento a otro podía producirse el final. El último encuentro con el targo había abatido considerablemente mis energías, ya castigadas por la dura prueba del día, pero no podía detenerme. Mas ¿cuánto tiempo podrían continuar resistiendo mis maltrechas fuerzas?

Había ya llegado al límite del colapso cuando mis pies pisaron terreno firme. Al principio no podía creerlo, pero miré a mi alrededor, arriba y abajo, y comprendí que, efectivamente, había alcanzado el suelo del bosque. Después de vivir un mes en Venus, había conseguido pisar tierra firme. La visibilidad era escasa, casi nula. Apenas vislumbraba los enormes troncos de los árboles gigantescos que crecían por todas partes. A mis pies se extendía una espesa alfombra de hojas blancas y muertas.

Corté las cuerdas que sujetaban el cuerpo de Kamlot a mi espalda, y deposité a mi desdichado compañero en el suelo. Después me tumbé a su lado y me dormí.

Cuando desperté ya era de día. Miré a mi alrededor, pero sólo vi la blanca hojarasca acumulada entre los troncos de aquellos árboles tan gigantescos que casi renuncio a fijar las dimensiones de algunos de ellos para no restar verosimilitud al relato de mis aventuras en Venus. Pero en verdad tenían que ser enormes aquellos troncos para soportar tan extraordinario peso, pues muchos alcanzaban alturas de seis mil pies sobre el suelo sumiéndose sus mágicas copas entre la niebla eterna de la capa inferior de nubes que envuelve el planeta.

Para obtener una idea del tamaño de algunos de estos monstruos de los bosques cabe decir que di la vuelta alrededor de uno y conté mil pasos, lo que le asignaba un diámetro de un millar de pies. Y había muchos como aquel. Cualquier árbol de diez pies de diámetro parecía un frágil tallo. ¡Y pensar que se afirmaba que no había vegetación en Venus!

Mis modestos conocimientos de física y botánica me hacían comprender que árboles de semejante altura no podían existir si no hubiera en Venus cierta fuerza de adaptación que hiciera posible lo que semejaba imposible. Intenté explicarme este fenómeno utilizando fórmulas corrientes en la Tierra, y llegué a la conclusión de que si la ósmosis vertical sufre la influencia de la gravedad, la menor fuerza de gravedad de Venus tendría que favorecer el crecimiento de árboles más altos, y el hecho de que las copas permanezcan eternamente entre las nubes, les debe permitir asimilarse un caudal grande de hidratos de carbono procedente del vapor de agua, partiendo del principio de que en la atmósfera de Venus existe el necesario bióxido carbónico para favorecer este proceso.

He de admitir, no obstante, que en aquellos momentos no estaba yo para interesarme grandemente en tan intrincadas especulaciones. Tenía que pensar en mí mismo y en el pobre Kamlot. ¿Qué iba a hacer con el cadáver de mi amigo? Había hecho todo lo posible para devolverlo a su ciudad, pero fracasé. No sabía si podría hallar la población. Sólo me quedaba una alternativa: enterrarlo allí mismo. Una vez hube adoptado esta decisión, comencé a apartar las hojas para descubrir el suelo y cavar una sepultura. Existía una capa de hojas de casi un pie y debajo de aquella capa apareció un suelo rico que me fue fácil remover con la punta de la lanza. Escarbando luego con las manos no me costó mucho excavar una sepultura aceptable de seis pies de largo por dos de ancho y tres de profundidad. Recogí hojas recién caídas y cubrí el fondo, y después preparé otras a fin de recubrir el cuerpo de Kamlot después de depositarlo para su descanso eterno.

Mientras hacía esto, traté de recordar las oraciones que se dedican a los muertos. Deseaba que el entierro de Kamlot estuviera revestido de toda la solemnidad posible. No sabía cómo juzgaría la Providencia mi conducta, pero pensé que acogería bondadosamente en su seno a aquella alma bajo el amparo de cristiana sepultura.

En el momento en que me agachaba para recoger el cadáver con mis brazos a fin de depositarlo en la tumba, me quedé atónito al descubrir que estaba caliente, lo cual hacía cambiar por completo la situación. El hombre, muerto después de dieciocho horas, está frío. ¿Acaso no habría muerto Kamlot? Apoyé el oído contra su pecho y percibí el leve latido de su corazón. En mi vida tuve una sensación tan intensa de alivio y alegría. Me sentí como rejuvenecido y lleno de nuevas esperanzas y aspiraciones. Hasta aquel instante no me había dado cuenta exacta de lo desesperado de mi soledad.

Pero ¿cómo vivía aun Kamlot? ¿Cómo poder reanimarlo? Juzgué pertinente dilucidar la primera incógnita para abordar la segunda. Examiné de nuevo las heridas. Tenía dos profundos desgarramientos debajo del pre-esternón. No habían sangrado mucho y estaban teñidos de un color verdoso. Este detalle fue el que me ayudó a explicarme la extraña situación de Kamlot. Aquel tinte verdoso sugería la idea de un veneno y entonces recordé que existían diversas clases de arañas que paralizan a sus víctimas inyectándoles un veneno que las coloca en un estado de inercia y así pueden devorarlas tranquilamente. ¡El targo había producido aquella parálisis en el cuerpo de Kamlot!

Mi primera medida fue estimular la circulación y la respiración, y con esta finalidad propiné un masaje al cuerpo y después le dediqué los auxilios que se prescriben a los presuntos ahogados para ver si reaccionan. No sé cuál de los métodos triunfó. Tal vez los dos contribuyeron un poco, pero prestamente mis esfuerzos se vieron premiados, ya que pude observar que los miembros comenzaban a animarse. Kamlot suspiró levemente y agitó los párpados. Al cabo de un nuevo período de esfuerzos por mi parte, que casi me dejaron exhausto, abrió los ojos y me miró. Al principio, su mirada era inexpresiva y llegué a pensar si no habría perdido el juicio por la influencia del tóxico, pero luego surgió en su mirada una nota interrogante y pareció reconocerme.

—¿Qué ha ocurrido? —acabó por susurrar— ¡Ah, sí! Ya me acuerdo... El targo cayó sobre mí.

Le ayudé a sentarse y miró a su alrededor.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En el suelo —repuse—. Pero ignoro en qué parte del país.

—¡Conseguiste salvarme del targo! —añadió—. ¿Lo mataste? Claro que sí, porque, si no, te hubiera sido imposible sacarme. Cuéntamelo todo.

Lo hice así brevemente.

—Traté de llevarte a la ciudad, pero me perdí. No tengo la menor idea de donde me encuentro.

—¿Qué es esto? —inquirió observando la excavación.

—Tu tumba —repuse—. Creí que estabas muerto.

—¿Y llevaste a cuestas un cadáver medio día y media noche? ¿Por qué?

—Ignoro las costumbres de tus compatriotas, pero tus familiares se mostraron muy bondadosos conmigo y lo menos que podía hacer era devolverles tu cuerpo muerto. Además, no iba a abandonar el cadáver de un amigo para que lo devoraran los pájaros y las alimañas.

—No lo olvidaré nunca —murmuró quedamente a la vez que trataba de levantarse mientras yo le ayudaba—. En cuanto haga un poco de ejercicio me encontraré bien. Los efectos del veneno del targo desaparecen en veinticuatro horas, incluso sin tratamiento. Lo que has hecho ayudó a disiparlos antes, y un poco de ejercicio eliminará los últimos vestigios.

Comenzó a mirar por todas partes como si hiciera esfuerzos para orientarse y entonces se dio cuenta de las armas que pensaba yo enterrar junto a su cuerpo y que estaban en el suelo, cerca de la tumba.

—¡Y hasta trajiste esto! —exclamó—. ¡Eres el jong de los amigos!

Cuando se hubo ajustado el sable a la cintura, recogió la lanza y echamos a andar juntos por el bosque en busca de algún rastro que pudiera revelarnos hacia donde se hallaba la población. Kamlot me explicó que los árboles de un sector que comunicaba con la ciudad estaban marcados con signos apenas perceptibles y secretos, igual que ciertos árboles que trazaban el camino exacto para llegar a la ciudad colgante.

—Pocas veces bajamos a la superficie de Amtor —me dijo—, pero en algunas ocasiones lo hacen grupos con fines mercantiles, para acercarse a la costa y salir al encuentro de naves procedentes de los escasos países con los que mantenemos relaciones comerciales secretas. La maldición thorista se ha ido extendiendo y existen pocas naciones que no vivan subyugadas a su egoísta dominación. También descendemos a la superficie alguna que otra vez para cazar bastos, cuya piel y cuya carne es muy codiciada.

—¿Qué animal es el basto? —pregunté.

—Es un animal omnívoro muy grueso, provisto de poderosas mandíbulas con cuatro grandes colmillos, además de la dentadura corriente en otras bestias. Tiene dos pesados cuernos y la parte más elevada del lomo alcanza la talla de un hombre alto. Yo he matado alguno que pesaba más de mil trescientos tobs.

El tob es la unidad de peso adoptada en Amtor, equivalente al tercio de una libra. Todo peso se calcula en tobs o decimales, ya que se usa el sistema decimal exclusivamente en las tablas de calcular. Esto me pareció mucho más práctico que las confusas divisiones de granos, gramos, onzas, libras, toneladas y otras designaciones comunes en los diversos países de nuestro planeta.

De acuerdo con la descripción de Kamlot, me figuré al basto como una especie de oso enorme, provisto de cuernos, o un búfalo con mandíbulas y colmillos de carnívoro y teniendo en cuenta su peso de mil cien libras, debía constituir una bestia formidable. Le pregunté con qué arma podían matarlo.

—Unos prefieren las flechas, otros las lanzas —me explicó—. Pero es conveniente tener siempre a mano un árbol de ramas bajas —añadió con un gesto de picardía.

—¿Son belicosos?

—Mucho. Cuando aparece en escena un basto, el hombre se convierte muchas veces en cazado en vez de cazador, pero ahora no vamos a capturar animales de esos. Lo que nos interesa es hallar algún rastro que revele dónde nos encontramos.

Deambulamos por el bosque en busca de los imperceptibles signos que trazaban los vepajanos, según me había explicado Kamlot, a la vez que me reveló los lugares en que solían aparecer. El indicado signo era un clavo largo y agudo, que llevaba una cabeza plana con una inscripción en relieve. Aquellos clavos estaban incrustados en árboles, a una altura uniforme. Resultaba difícil encontrarlos pero es natural que fuese así para evitar que los enemigos de Vepaja los arrancaran o los utilizaran en la búsqueda de la población.

El método de interpretación de aquellos signos es muy ingenioso. Su hallazgo es de utilidad nula para los que no sean habitantes de Vepaja, aunque cada uno de ellos constituye una revelación topográfica para los iniciados. Indican al que los encuentra el sitio en que se halla de la isla que comprende el reino de Mintep, regido por su Jong. Cada clavija es colocada por una comisión inspectora y su situación exacta queda anotada en un plano de la isla, con el número que consta en la cabeza de la clavija. Antes de permitir a un vepajano que baje solo al suelo firme y conduzca a otros allí, ha de demostrar que sabe localizar de memoria los clavos camineros de Vepaja. Kamlot había sufrido este examen y me dijo que si conseguíamos hallar un solo clavo, sabría inmediatamente la dirección y distancia de los otros y nuestra posición exacta en la isla y que así podría localizar la población. Pero me confesó que acaso vagáramos mucho tiempo sin descubrir ni una sola de las clavijas.

El bosque seguía ofreciendo el mismo monótono aspecto. Había árboles de distinta especie, unos con ramas que rastreaban el suelo, otros desprovistos de ramaje en muchos centenares de pies a lo alto del tronco. Había troncos lisos como si fueran de cristal y tan rectos como mástiles de una nave, sin ninguna rama que pudiera alcanzar la mirada. Kamlot me contó que el follaje de estos árboles crece en forma de penacho que se interna en la capa de nubes.

Le pregunté si había subido alguna vez a lo alto de alguno y me contestó que creía haber remontado la cúspide de los más elevados árboles, pero que casi había perecido de frío.

—Esos árboles se encargan de suministrarnos el agua que necesitamos —explicó—. Absorben el vapor de las nubes y lo trasladan a sus raíces. No se parecen a ningún otro árbol. Un canal interior aporta el agua de las nubes a las raíces de donde vuelve a subir en forma de savia, sirviendo así de ascendente alimento vegetal. Si se practica un corte en cualquier parte de esos árboles, se obtiene una copiosa cantidad de agua, fresca y clara, una afortunada previsión de...

—Me parece que se acerca algo, Kamlot —le interrumpí—. ¿Lo has oído?

Escuchó atentamente.

—Sí —repuso—. Mejor será que nos subamos a un árbol, al menos hasta que sepamos lo que es.

Comenzó a encaramarse por un árbol contiguo y yo seguí su ejemplo esperando allí. Oyóse de un modo claro el ruido de algo que se aproximaba. La blanda capa de hojas producía bajo su peso el murmullo leve peculiar de las hojas secas al crujir. Se iba acercando, y al parecer se movía con pereza. De pronto, se hizo visible su enorme testuz junto a un árbol, a poca distancia de nosotros.

—¡Un basto! —susurró Kamlot.

Yo ya lo había adivinado, de acuerdo con la descripción que me había hecho poco antes mi amigo.

El basto, de ojos para arriba, parecía un bisonte americano, provisto de los mismos cuernos cortos y fuertes. Tanto la parte alta de la cabeza como el frontal estaban cubiertos de espeso pelo rizado. Tenía los ojos pequeños y sanguinolentos, la piel azul parecida a la del elefante, cubierta de pelo cerdoso y corto, excepto en la cabeza y en el extremo de la cola, que era muy larga. Su talla era alta por el testuz y descendía en la parte trasera del cuerpo. Sus patas delanteras eran cortas y rechonchas y tenían unas grandes pezuñas tripartitas; y las patas traseras eran más largas, diferencia necesaria por el hecho de que las patas y las pezuñas delanteras sostenían las tres cuartas partes del peso del animal. Tenía el hocico similar al del oso, pero más ancho y provisto de combos colmillos.

—Aquí tenemos nuestro almuerzo —observó Kamlot con tono natural, mientras el basto se detenía y miraba a su alrededor al oír la voz de mi compañero—. Son un verdadero manjar, y hace mucho tiempo que no los probamos. No hay nada como una costilla de basto asada con leña.

La boca se me hizo agua.

—¡Adelante! —exclamé disponiéndome a bajar del árbol, con el sable en la mano.

—¡No te muevas! —gritó Kamlot—. No sabes lo que intentas hacer.

El basto nos había localizado y avanzaba profiriendo un rugido capaz de avergonzar al león más poderoso, aunque no supe si realmente era rugido o bramido. Comenzó a patear despacio y luego con tal fuerza que hizo temblar el suelo.

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