—No, nunca.
—¿Algún otro rasgo llamativo?
—No era llamativo en ningún sentido. Simplemente, pasaba inadvertido…
Wallander percibió que Albinsson quería decirle algo más, de modo que aguardó.
—Podría decirse que ése era su rasgo más sobresaliente. El hecho de querer pasar inadvertido a toda costa. Y nunca le daba la espalda a una puerta.
—¿A qué te refieres?
—Pues que quería ver bien quién entraba y quién salía.
Wallander adivinaba a qué aludía Albinsson. Consultó su reloj, que marcaba las cuatro menos diecinueve minutos, y decidió hacer un parón y llamar al despacho de Ann-Britt Höglund.
—¿Sigues con Sundelius?
—Sí.
—Pues nos vemos en el pasillo.
El inspector se puso de pie.
—¿Puedo irme a casa a dormir? —quiso saber Albinsson—. Mi mujer debe de estar muy preocupada.
—Llámala, si quieres. Puedes hablar con ella todo el rato que quieras, a costa del Estado. Pero aún no puedes marcharte.
Wallander salió y cerró la puerta. En el pasillo lo aguardaba Ann-Britt Höglund.
—¿Qué dice Sundelius?
—Niega rotundamente haber oído mencionar nunca el nombre de Ke Larstam. E insiste en que él y Svedberg no se entregaron nunca a ninguna actividad que no fuese contemplar las estrellas y realizar alguna que otra visita a un médico naturista. Está fuera de sí. Creo que no le gusta lo más mínimo que lo interrogue una mujer policía.
Wallander asintió pensativo.
—En fin, supongo que podemos dejarlo marchar —resolvió—. No creo que conozca a Larstam. En todo este embrollo hemos de vérnoslas con dos tipos de secretos. Así, mientras Larstam entra por la fuerza en los más íntimos secretos ajenos, Svedberg ocultaba un secreto al que Sundelius no tenía acceso.
—¿Y cuál podría ser ese secreto?
—¡A ver, piensa un poco!
—¿Estás diciendo que en toda esta maraña de asesinatos se esconde un drama triangular?
—Bueno, yo no diría que se esconde, sino que es el meollo de todo.
Ella asintió antes de anunciar:
—Bien, lo dejaré marchar. ¿Cuándo es el cambio de guardia de Hanson y los otros compañeros?
En ese preciso momento, Wallander se dio cuenta de que había tomado una decisión.
—No se moverán de allí. Vamos a entrar en el apartamento. No creo que Ke Larstam regrese esta noche. Está escondido. La cuestión es dónde. Y si queremos hallar la respuesta, no hay lugar mejor para ello que su apartamento.
Wallander volvió a la sala de reuniones, donde Albinsson aún hablaba por teléfono con su mujer. Wallander le indicó por gestos que debía poner fin a la conversación.
—¿Se te ha ocurrido algo más? —le preguntó cuando el otro hubo colgado el auricular—. ¿Dónde crees que puede estar escondido?
—No lo sé. Pero ésa también es una forma de describirlo.
—¿Cómo?
—Sí, siempre estaba buscando escondites.
Wallander asintió, en señal de que comprendía.
—Te llevaremos a casa —aseguró Wallander—. Pero si recuerdas algo más, llámame.
Wallander lo acompañó hasta la recepción y ordenó que un coche patrulla lo llevase a su casa. Después fue a buscar a Nyberg y lo informó de su intención de volver al apartamento.
—Bien —dijo Nyberg—. En esta ocasión será rápido. Ya tengo práctica con la cerradura.
Eran las cuatro y cuarto cuando entraban de nuevo en el apartamento de Ke Larstam y, ya ante la puerta de la habitación insonorizada, Wallander reunió a sus colaboradores.
—Nuestro principal objetivo es hallar la respuesta a dos preguntas fundamentales —señaló—. La primera es dónde está él ahora, dónde tiene su escondite, dónde podemos dar con él. La segunda, como ya podéis figuraros, es si está preparando un nuevo asesinato. Éstas son las respuestas que buscamos. Si además encontrásemos una fotografía suya, sería perfecto. —Dicho esto, se llevó a Nyberg a un lado—. Necesitamos huellas dactilares —le susurró—. Thurnberg está preocupado, así que es preciso que hallemos algo que relacione a Larstam con los escenarios de los diversos crímenes. Al menos, con el parque natural y el apartamento de Svedberg. Si en alguna ocasión un policía sueco ha tenido prioridad, es ahora. Tú serás el primero, por delante de ningún otro.
—Haré lo que pueda —se limitó a afirmar Nyberg.
—Haz más —presionó Wallander—. Si necesitas algo, llama incluso al director general de la Policía.
Wallander entró en el dormitorio insonorizado y se sentó en la cama. Hanson se asomó a la puerta, pero Wallander le hizo seña de que no quería ser molestado, así que su colega desapareció.
«¿Por qué se construye uno una habitación insonorizada?», se cuestionó. «Para impedir que penetren los ruidos del exterior. O para evitar que los demás oigan lo que sucede en el interior. Pero ¿por qué en una ciudad como Ystad, donde el tráfico es más bien escaso?». Miró a su alrededor mientras se percataba de que la cama era bastante dura. Se levantó, retiró las sábanas y comprobó que no había colchón. Quien allí dormía, lo hacía directamente sobre el somier. «Un masoquista», concluyó. «¿Por qué?». Se arrodilló para mirar debajo de la cama, pero no halló nada. Ni siquiera polvo. De modo que volvió a sentarse en la cama. Las paredes estaban desnudas y, a excepción de una lámpara, no había nada en la habitación. Se esforzó por sentir la presencia del individuo entre aquellas cuatro paredes. Ke Larstam, cuarenta y cuatro años, nacido en Eskilstuna, alumno de Chalmers, de formación, ingeniero.
«De repente, te echas a la calle y asesinas a ocho personas. Salvo el policía y el fotógrafo, todas iban disfrazadas. Pero el fotógrafo no entraba en tus cálculos. Simplemente, se encontraba allí. Y al policía lo mataste porque había atisbado tu secreto y sus temores se habían visto confirmados. En cambio, los demás iban disfrazados. Se sentían felices. ¿Por qué los mataste? ¿Era aquí, en este dormitorio insonorizado, donde urdías tus planes?».
Wallander no era capaz de sentir su presencia. Se levantó, pues, y se dirigió a la sala de estar. Echó un vistazo. Aquellas figuras de porcelana por todas partes… Perros y gallos, damiselas de fin de siglo, enanos y trolls. «Es como una casa de muñecas», dedujo. «Una casa de muñecas habitada por un lunático que, por si fuera poco, tiene muy mal gusto. Llenas tu existencia de souvenirs baratos. La cuestión es dónde estás ahora que te hemos hecho salir de tu guarida».
En ese preciso instante, Ann-Britt Höglund apareció en la puerta que daba a la cocina. Wallander comprendió enseguida que había encontrado algo.
—Será mejor que vengas a ver esto —lo invitó la colega.
Wallander la siguió hasta la cocina, donde ella había sacado y colocado sobre la mesa uno de los cajones, que estaba lleno de papeles. Ella ya había empezado a hojear algunos, en su mayoría facturas y folletos, y a sacarlos del cajón. El que había quedado a la vista era una hoja cuadriculada, procedente de algún bloc, en la que había algo escrito a lápiz. Wallander se dijo que, si se trataba de la letra de Larstam, su escritura era algo irregular, diríase que convulsiva. El inspector se puso las gafas y leyó el texto, que se componía de once palabras, ni una más. Como un poema macabro.
Número nueve. Miércoles 21. La dicha viene, la dicha se va
. Wallander no tuvo la menor dificultad en interpretar su significado, como tampoco le había costado a Ann-Britt Höglund.
—Ya ha matado a ocho personas. Y aquí se refiere a la víctima número nueve —observó Wallander.
—Pues el día 21 es hoy —señaló ella—. Y es miércoles.
—¡Joder! Tenemos que atraparlo antes de que lo consiga —exclamó Wallander.
—¿Y qué crees que significa el final, «la dicha viene, la dicha se va»?
—Significa que Ke Larstam no soporta a la gente feliz —dijo, Y le refirió lo que Albinsson le había revelado acerca del sustituto.
—¿Y cómo encuentra uno a una persona feliz? —inquirió ella.
—Las personas felices no se encuentran por casualidad. Hay que buscarlas.
De repente, volvió a sentir una punzada en el estómago.
—De todos modos, hay algo que me llama la atención —afirmó ella—. Aquí habla de la víctima número nueve, y, hasta el momento, y si exceptuamos a Svedberg, sólo ha atacado a pequeños grupos.
—Svedberg no cuenta, de modo que tienes razón. Está apartándose de su modo de actuación. Es un cambio importante.
Eran las cuatro y veinte, y Wallander se acercó a mirar por la ventana. El amanecer se hacía esperar. En algún lugar, allá fuera, en la oscuridad, se ocultaba Ke Larstam. Wallander se sintió presa del pánico. «No lo atraparemos», presagió. «Atacará de nuevo. Y acudiremos demasiado tarde.
»Ya ha elegido a una víctima, y no tenemos la menor idea de quién podría ser. Se puede decir que estamos dando palos de ciego, que no sabemos en qué dirección buscar. Que no sabemos nada de nada».
El inspector se volvió a mirar a Ann-Britt Höglund.
Después se enfundó un par de guantes de plástico y se dispuso a revisar el resto de los papeles del cajón.
El mar.
Así se había representado siempre en su imaginación la vía de escape última y absoluta. Caminar adentrándose sin reservas para, lentamente, hundirse en una profundidad infinita, un reino de oscuridad y silencio en el que nadie podría seguir su pista.
En el abismo del mar, se figuraba, lo aguardaba el último escondite. La vía definitiva para escabullirse.
Al volante de uno de sus coches, se puso en marcha rumbo al mar, hacia el oeste de Ystad. La playa de Mossbystrand aparecía desierta aquella noche de agosto, la calma tan sólo turbada por algún coche que circulaba por la carretera de Trelleborgsvägen. Había aparcado de modo que las luces de la carretera no lo iluminaran ni a él ni al coche; el lugar escogido le permitía además huir a toda prisa si alguien lo descubría e iniciaba una persecución.
Tenía las luces del coche apagadas. Sólo la oscuridad lo cercaba. A través de la ventanilla entreabierta adivinaba, más que oía, el rumor del mar. Hacía buena temperatura y no soplaba el viento. Metódica y detenidamente, reflexionó sobre lo ocurrido. Había algo en todo aquello que lo irritaba sobremanera. En realidad, había tenido suerte, pues solía cerrar la puerta de la habitación insonorizada, pero precisamente aquella noche la había dejado entornada antes de irse a la cama. Se dijo que su capacidad para escabullirse se había convertido en una parte orgánica de su conciencia. Por otro lado, no obstante, no podía dejar de considerarlo un simple golpe de suerte.
De haber tenido la puerta cerrada, no los habría oído mientras forcejeaban con la cerradura para entrar a medianoche. Se despertó sobresaltado, comprendió enseguida lo que sucedía y se marchó por la puerta trasera. ¿Había logrado cerrarla o no? Lo ignoraba. Sólo tuvo tiempo de llevarse la pistola y su ropa. Desde un primer momento comprendió que quienes intentaban entrar por la fuerza eran policías.
Después, se puso en marcha con la intención de salir de Ystad y, pese a estar profundamente alterado, se obligó a conducir despacio, pues no quería arriesgarse a sufrir un accidente.
Eran las cuatro de la madrugada, de modo que aún faltaba para el amanecer. Pensó en todo lo sucedido, preguntándose si habría cometido algún fallo. Pero no, no detectaba ninguno. Y, en realidad, no se vería obligado a mudar su plan.
En efecto, todo había marchado según lo previsto. Por la mañana, mientras ellos acudían al entierro de Svedberg, él había visitado el apartamento de la calle Maríagatan donde vivía el policía. No le costó demasiado abrir la puerta. Una vez dentro, registró todo el apartamento, comprobó que el inquilino vivía solo y perfiló su plan. Todo había resultado mucho más fácil de lo que él esperaba. Incluso había encontrado unas llaves de repuesto en un cajón de la cocina, con lo que no tendría que volver a utilizar una ganzúa la próxima vez que quisiese entrar. Llegó a tumbarse en la cama, pero ésta resultó ser demasiado blanda y de inmediato tuvo la sensación de estar hundiéndose.
Acto seguido, se había ido a casa; allí se dio una ducha, comió algo y se fue a tumbarse en la silenciosa habitación. Después, ya avanzado el día, había hecho algo que llevaba ya mucho pensando: sacó brillo a todas sus figuras de porcelana. En realidad, le llevó más tiempo del que él se había imaginado. Al acabar, se había duchado de nuevo, había cenado y se había acostado. Cuando ellos entraron, él llevaba ya durmiendo varias horas.
Salió del coche. Hacía una noche cálida y no soplaba la menor brisa. ¿Recordaba alguna noche de agosto como aquélla? Tal vez sí, cuando él era un niño. Pero no estaba seguro. Bajó hasta la playa. Unas pequeñas dunas se ondulaban sin interrupción hasta la orilla. Pensó en los policías que, en aquel preciso momento, se hallaban en su apartamento. Los veía abriendo los cajones, ensuciando el suelo y cambiando de lugar sus figuras de porcelana. Esa sola idea lo ponía fuera de sí. Sentía un deseo inmenso de regresar, subir la escalera como un torbellino y disparar contra todos los que allí se encontrasen. Pero se dominó; ninguna venganza merecía el sacrificio de su capacidad de escabullirse. Sabía que no encontrarían nada que los pusiese sobre su pista. Ni documentos ni fotografías. Nada. Tampoco sabían nada de la caja de seguridad que alquilaba bajo nombre falso y en la que guardaba todo aquello que pudiese revelar su rostro, las matrículas de sus coches, sus cuentas bancarias.
Lo más probable era que aún permaneciesen en el apartamento muchas horas. Pero, antes o después, el policía volvería a su apartamento, muy cansado tras tantas horas sin dormir.
Y él estaría allí, aguardándolo.
Regresó al coche. En aquel momento, lo más importante era que él mismo descansase un poco. Podía optar por dormir en alguno de sus coches. Sin embargo, corría el riesgo de que lo descubriesen, por bien que hubiese escogido el lugar donde estacionarlo. Por otro lado, no deseaba dormir hecho un ovillo en el asiento trasero de un coche, aquello era indigno de su persona. Él quería estirarse, reposar en una buena cama de la que retiraría el colchón, a fin de tumbarse sobre una superficie dura, que era lo que él necesitaba.
Por un instante sopesó la posibilidad de alojarse en un hotel. Pero entonces se vería obligado a registrarse en recepción, y prefería no hacerlo. Ni siquiera bajo cualquier otro nombre.
Al poco, cayó en la cuenta de que había pasado por alto la alternativa más obvia. En efecto, había un lugar en el que podría descansar. La posibilidad de que alguien se presentase allí era mínima, pero, dado que también allí había una puerta trasera, tendría tiempo de marcharse si, pese a todo, alguna persona intentase entrar.