—Tendrás que saltar a tierra —advirtió Westin—. Aquí no se puede atracar. Yo mantendré la dirección del barco, pues sí puedo encajarme con la proa. ¿Podrás saltar a tierra desde ahí?
—Si me caigo, tendrás que sacarme.
—Si subes hacia el oeste, encontrarás restos de cimientos antiguos —explicó Westin—. Antaño, estos islotes estaban habitados. Cualquiera sabe cómo se las arreglaban para sobrevivir. A finales del siglo XVIII, vivieron aquí unos antepasados míos, una pareja joven. Un día de octubre, en esta misma época del año, una imprevisible tormenta procedente del noreste se levantó de pronto. Tan terrible fue que se vieron obligados a abandonar por unas horas la isla para poner la lana a buen recaudo, pero el bote volcó y fallecieron los dos. Los pequeños, entre ellos un niño que era adoptado, estaban en la casa. El chico se llamaba Lars Olson. Uno de sus nietos cambió el apellido por el de Westin, y yo soy descendiente suyo por línea directa.
Mientras hablaba, Westin había estado sirviendo café en las tazas.
—Se me ocurrió que te gustaría saltar a tierra y dar una vuelta —prosiguió el cartero—. Ahí empieza Suecia. O termina, según se mire.
Saborearon el café mientras la embarcación se balanceaba al vaivén de las olas. Después, con extremo cuidado, Westin orientó la proa hacia una entrada rocosa donde había suficiente profundidad. Wallander logró saltar a tierra sin resbalar, pero hizo retroceder el bote con el impulso. Westin salió de la cabina de mandos.
—¡Tómate el tiempo que quieras! —gritó—. ¡Te espero!
Ante su vista se extendían mullidas alfombras de brezo, interrumpidas por hondonadas de enredados alisos. Por lo demás, las rocas se erguían desnudas. En una de las grietas descubrió el cráneo de un ave. Encaminó sus pasos en dirección oeste, trepando a resbalones por la piedra húmeda, cubierta de musgo, que cedía bajo el peso de su cuerpo. Al otro lado de una zona de espesos arbustos divisó una pequeña cala, un puerto natural, junto al cual halló, en efecto, los restos del asentamiento del que Westin le había hablado. Ya no veía la embarcación, pues quedaba oculta tras las rocas por las que había escalado. La calma, quebrada tan sólo por el rumor de las olas, era absoluta. La sensación de soledad, inmensa. Así como la de hallarse en un núcleo, en un lugar donde el alcance de la vista crecía sin cesar.
«Aquí empieza Suecia», se dijo Wallander. «Tal y como él ha dicho. Aquí empieza y termina. En el archipiélago que, lento e invisible, aún emerge del mar. La piedra abisal sueca».
Notó que estaba conmovido, sin saber a ciencia cierta por qué. Intentó imaginar cómo habría sido la vida allí, en lo más extremo del archipiélago, en agrietadas viviendas de madera, en la pobreza y la privación constantes.
Allí empezaba Suecia. Y allí terminaba. Y allí se encontraba en el núcleo de algo que su mente no era capaz de abarcar. Si la historia fuese un paisaje, allí podría él caminar hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo.
Al norte de la hondonada en la que se hallaba el asentamiento, se alzaba una peña que, adivinó, debía de ser el punto más alto del archipiélago. Examinó el terreno en busca de un sendero que lo condujese hasta allí. Resbaló en varias ocasiones, y llegó a caer arrastrándose hasta rasgarse los pantalones. Pese a todo, ganó la cumbre. La embarcación, que ahora sí veía balancearse, parecía diminuta desde la distancia. Wallander miró a su alrededor. Mar abierto, escollos, riscos al este y al norte. En el sur y el oeste se condensaban las islas en el archipiélago. Aves solitarias ascendían y descendían a merced del viento. En cambio, ni un solo buque, ningún velero solitario se deslizaba hacia los puertos invernales. Las rutas marítimas aparecían abandonadas, las señales del tráfico marino ocultas en el fondo del mar, como estatuas momentáneamente olvidadas de un museo marino cerrado hasta la próxima temporada.
Wallander imaginó que se hallaba en lo más alto de una alta torre, desde la cual podía definir sus posiciones. El archipiélago y el panorama del océano no admitían evasivas.
Pronto cumpliría cincuenta años. Hacía unos años, su vida había estado marcada por la duda de si debía dejar la policía y buscar otra profesión, tal vez como guardia de seguridad en alguna empresa. Incluso había estado recortando anuncios que, con una determinación poco firme, había terminado por desechar. Ahora sabía que aquello nunca sucedería. Él era policía, y seguiría siéndolo. Tampoco podría abandonar Ystad. Ocuparía su despacho durante otros diez años, como mínimo. Transcurrido este periodo, atravesaría las puertas de la comisaría por última vez, como agente jubilado. El tiempo le mostraría lo que habría de ocurrir después.
Pero ¿cómo lograría resistir esos años? Oteaba el horizonte con la esperanza de hallar una respuesta. Pero el mar no le devolvía más que el mudo vaivén de las olas.
Pensaba que la situación se volvería cada vez más dura, que el número de personas marginadas, de jóvenes cuya única herencia sería la sensación de estar de más en el mundo, no cesaría de crecer. Las rejas y los manojos de llaves serían las señas de identidad de los años venideros.
Y pensaba, asimismo, que la profesión de policía no consistía sino en oponer resistencia; en, pese a todo, combatir aquellas fuerzas negativas con su tenacidad.
Pero era consciente de que aquella respuesta no bastaba. Tal vez ni siquiera fuera cierta. Los políticos suecos eran, en su mayoría, intachables; los sindicatos no estaban controlados ni por la mafia ni por bandas criminales. Los empresarios suecos no iban armados ni los trabajadores solían manifestarse garrote en mano. Pero la brecha que dividía la sociedad era cada vez mayor. Tal vez ocurriese como con las elevaciones de aquel terreno, que se producían de forma tan lenta que apenas se notaban. Pese a todo, allí estaba el abismo manifiesto. Una nueva clasificación de los habitantes del país: los que eran necesarios y aquellos de los que podía prescindirse. Y ser policía en aquella realidad significaba tener en cuenta que las alternativas entre las que se podía elegir serían cada vez más complejas. Continuarían manteniendo limpia la superficie, en tanto que la suciedad permanecería en el fondo, como sedimento del aparato social.
Todo se tornaría más arduo y no le quedaba más que contemplar con angustia los años que tenía ante sí.
Posó la mirada en el bote de Westin.
Resolvió que no podía quedarse allí mucho más tiempo. Westin lo había animado a que se lo tomase con calma, pero ya había transcurrido un buen rato.
Aun así, había algo que lo retenía. Quizá la sensación de hallarse en la torre invisible del archipiélago. El panorama, la amplitud del paisaje, la experiencia de hallarse en el centro de sí mismo.
De buena gana se habría quedado un poco más, pero no quería poner a prueba la paciencia de Westin. Poco a poco y con cautela, comenzó a descender por los riscos.
En el camino de vuelta, se detuvo aún unos minutos junto al antiguo asentamiento. Las piedras yacían aquí y allá y le pareció que quisiesen regresar al lugar del que una vez fueron recogidas.
Ya en la playa, se hizo con una lasca de aquellas piedras y se la guardó en el bolsillo, como recuerdo. Continuó después hacia el lugar en el que había desembarcado.
Westin lo vio venir y comenzó a navegar hacia las rocas.
Cuando estaba a punto de subir a bordo, notó que empezaba a nevar.
Al principio no eran más que copos aislados, pero no tardaron en caer muchos más.
El temporal venía del noreste y se dirigía a gran velocidad hacia las islas más exteriores del archipiélago. La temperatura había descendido y estaban a varios grados bajo cero.
Se acercaba el invierno, ya se marchaba el otoño.
Wallander subió a bordo. La embarcación giró para alejarse. Él permaneció un rato contemplando los grupos de islas que, poco a poco, se desdibujaban tras la espesa capa de nieve.
Al día siguiente, el domingo 27 de octubre, emprendió el regreso a Ystad.
Allí no nevaba.
En Escania era aún otoño.
En el mundo de la novela hay cierta libertad. Lo que se describe pudo haber ocurrido tal y como se narra. Pero tal vez ocurrió, a pesar de todo, de una manera algo distinta.
Estas palabras, que figuran en el colofón a La quinta mujer, merecen repetirse, pues siguen siendo válidas.
Entre dichas libertades se cuentan, pues, todas aquellas que me tomo cuando escribo. En este caso, por ejemplo, la visión que aquí ofrezco de la organización interna del servicio de clasificación y distribución de Correos, así como la extensión y el alcance de las diversas rutas de reparto. Debo subrayar, en este sentido, que mi relación particular con los funcionarios comarcales de Correos es la mejor que quepa imaginar. Ni que decir tiene que ninguno de los personajes de esta novela está inspirado en modelos reales.
Por otro lado, no se limitan a esto las libertades que me he permitido. Así, he desplazado de su auténtica localización geográfica algunas carreteras, que además he prolongado o acortado según las necesidades del relato; he rediseñado un parque natural de modo que quienes se guiasen por las indicaciones aquí contenidas se extraviarían sin remedio; asimismo, quizás aparezca alguna que otra hormigonera que meta más ruido de lo normal. Finalmente y sin la previa autorización de nadie, he creado una asociación local a la que senté a cenar en una celebración. Todo ello, entre otras muchas invenciones.
Pero la historia se sostiene precisamente por eso.
Es decir, que la mayor de las libertades que me he tomado ha sido, precisamente, la de haberla escrito.
Henning ManKell
Stenheidan, abril de 1997
HENNING MANKELL (Estocolmo, 1948), divide su tiempo entre Suecia y Mozambique, donde dirige el teatro nacional Avenida de Maputo. Autor de numerosas obras de ficción y uno de los dramaturgos más populares de su país, es conocido en todo el mundo por su serie de novelas policíacas protagonizadas por el inspector Kurt Wallander, traducidas a treinta y siete idiomas, aclamadas por el público, merecedoras de numerosos galardones (como el II Premio Pepe Carvalho) y adaptadas al cine y la televisión (entre otros, por el actor Kenneth Branagh).
[1]
Carl Michael Bellman (1740-1795), poeta sueco muy popular, autor, entre otras, de la obra poética, que él mismo había musitado e interpretaba a la guitarra,
Fredmans epistlar
(Epístolas de Fredman), parodia del estilo epistolar bíblico en la que Fredman, pastor de la orden del dios Baco, se dirige a sus «hermanos».
(N. de la T.)
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[2]
En Suecia no se celebra propiamente el día de San Juan, sino el solsticio de verano. Además, no siempre cae el mismo día, pues trasladan el día festivo al sábado más cercano al 21 de junio.
(N. del E.)
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[3]
Véase
La leona blanca
, Tusquets Editores, colección Andanzas 507, Barcelona, 2003.
(N. del E.)
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[4]
En Suecia, el tuteo entre personas desconocidas es habitual. Así pues, en la traducción mantenemos este rasgo, pese a que puede resultar llamativo para el lector de habla hispana.
(N. del E.)
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[5]
Véase
La quinta mujer
, Tusquets Editores, colección Andanzas 408, Barcelona, 2000.
(N. del E.)
<<
[6]
Véase
El hombre sonriente
, Tusquets Editores, colección Andanzas 523, Barcelona, 2003.
(N. del E.)
<<
[7]
Cantautor sueco (1937-1985) muy conocido por sus interpretaciones de las
Epístolas de Fredman. (N. del E.)
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[8]
Véase
La falsa pista
, Tusquets Editores, Colección Andanzas 456, Barcelona, 2001.
(N. del E.)
<<
[9]
Véase La leona blanca, Tusquets Editores, Andanzas 507, Barcelona, 2003, y Los perros de Riga, Tusquets Editores, Andanzas 493, Barcelona, 2002.
(N. del E.)
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[10]
Forma abreviada y popular de Systembolaget, únicos establecimientos comercia les suecos con licencia para la venta de bebidas alcohólicas.
(N. del E.)
<<
[11]
Estado del bienestar logrado gracias a las medidas de cobertura y protección social adoptadas por la socialdemocracia sueca en los años treinta.
(N. del E.)
<<
[12]
Det Kongelige Teater, Teatro Real de Copenhague.
(N. del E.)
<<
[13]
Véase La falsa pista, Tusquets Editores, colección Andanzas 456, Barcelona, 2001.
(N. del E.)
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