Se esforzaba por imaginar cómo pensaba Larstam. Por supuesto que nadie disponía de un número ilimitado de vías de escape o de puertas traseras. Barruntaba que Larstam estaba desconcertado y que, por tanto, habría reaccionado como él mismo. No había podido quedarse en el coche, así que la cuestión era si estaba por allí o se adentraba en Fyledalen.
«En la oscuridad, ve tan poco como yo», se dijo. «Y el banco de nubes es el mismo para ambos».
Wallander decidió cruzar la carretera y acercarse al coche desde un lateral. En aquel momento, el manto de nubes era compacto, de modo que la luz de la luna no podría filtrarse por ningún resquicio. Echó a correr, pues, agazapado, para cruzar la calzada y ocultarse tras otros arbustos. Tenía el coche de Larstam a unos veinte metros. Aguzó el oído, pero la calma era absoluta. No había olvidado el tablón de madera, que llevaba consigo.
Entonces lo oyó: era el crujido de una rama que se quebraba. El ruido procedía de un punto impreciso situado frente a él, en diagonal. Wallander se acurrucó contra los arbustos. Volvió a oír el crujido, ya más débil. Alguien se alejaba del coche en dirección al interior del valle. Así pues, concluyó, al igual que él, Larstam se había mantenido a la expectativa. Pero empezaba a moverse. Si no hubiese cruzado la carretera, no se habría dado cuenta de ello.
«Bien, al menos te llevo esa ventaja: yo te he oído, pero tú no sabes que yo estoy aquí mismo», se dijo.
De nuevo se oyó el crujido seco de unas ramas, pero, en esta ocasión, le dio la impresión de que sonaba como si Larstam se hubiese golpeado contra unas ramas. El ruido de pasos le llegaba cada vez desde mayor distancia. Wallander se escurrió desde el abrigo de los arbustos y comenzó a caminar por el borde de la carretera. Avanzaba agazapado y procuraba mantenerse cerca de las altas ramas que flanqueaban el arcén. Cada cinco pasos, se detenía a escuchar. La pendiente de la carretera empezó a descender de forma imperceptible hacia Fyledalen. Recordó que, a su izquierda, fluía un arroyuelo, aunque ignoraba si se trataba del arroyo de Fyleån o del de Nybroån. Cuando creyó haber recorrido unos cincuenta metros, se detuvo y aplicó el oído. De algún lugar cercano le llegó el graznido de un ave nocturna. Aguardó durante más de cinco minutos, pero no oyó más crujidos de ramas secas. ¿Qué podía significar aquello? ¿Qué su perseguido también se había detenido, o que avanzaba tan rápido y tan en silencio que él ya no podía oírlo? De repente, sintió que el miedo volvía a adueñarse de él. De nuevo había pasado por alto algún detalle. ¿Cómo razonaba Larstam? ¿No habría quebrado las ramas a propósito para llevar a Wallander hasta donde él quería? El corazón le latía con fuerza. Y de nuevo presintió la figura del hombre, pistola en mano, a unos pocos metros de sí. Echó una ojeada al cielo, donde de nuevo la luna empezaba a rasgar las nubes, de modo que su luz no tardaría en bañar el lugar. El inspector sabía que no podía permanecer donde se encontraba. Si, como sospechaba, Larstam lo había atraído hasta aquel lugar, estaría a pocos pasos de él. De modo que cruzó de nuevo la carretera y ascendió a toda velocidad por una pequeña ladera, donde se apostó a esperar agazapado tras un árbol.
Entonces apareció la luna.
El paisaje quedó bañado de un color azul oscuro. Wallander intentaba distinguir el borde de la carretera a unos pasos del lugar en el que se había detenido, pero allí no había nada. Al mismo tiempo, notó que disminuía la densidad de los arbustos y que, más allá, comenzaba una pendiente que conducía a la cima de una colina, coronada por un único árbol.
Después, la luna quedó otra vez oculta tras las nubes.
A Wallander le vino a la mente el árbol del parque natural. Aquel que él encontró y del que estaba convencido que el asesino había utilizado como escondite. Pero, entonces, el asesino era aún un hombre sin rostro. Ahora sabía que se llamaba Ke Larstam. «Es como un felino», se dijo el inspector. «Siempre elige posiciones altas y solitarias desde donde poder controlarlo todo».
Tan pronto como vio el árbol solitario, supo que Larstam se hallaba oculto tras él. En efecto, no tenía ya motivo alguno para seguir huyendo. Al menos, no huiría hasta que hubiese acabado con Wallander, pues no era otro su plan, que ahora se presentaba como un imperativo, si quería completar su escapada de modo satisfactorio. Wallander comprendió que se le brindaba una oportunidad, pues Larstam no podría sospechar jamás que él hubiese adivinado sus planes hasta aquel extremo. Por otro lado, suponía que vigilaría atentamente la carretera, pues creería que Wallander vendría de aquel lado. De hecho, en tal caso, Larstam podría avanzar de modo imperceptible hasta llegar a su lado y matarlo de un disparo, que en esta ocasión sería más certero que el del último intento.
Wallander sabía lo que debía hacer. Tenía que describir un círculo amplio, hacia atrás y a lo largo de la carretera, y subir por la pendiente de la izquierda hasta situarse detrás del árbol.
Ignoraba qué ocurriría una vez lo hubiese logrado, pero tampoco quería pensar en ello.
Realizó el desplazamiento en tres tiempos. En primer lugar, volvió sobre sus pasos por la carretera. Después subió por la pendiente, muy despacio a fin de no descubrir su posición; finalmente, empezó a recorrer, en paralelo a la carretera y con movimientos lentos, la distancia que lo separaba del árbol solitario. Entonces se detuvo. El banco de nubes se había espesado y, en la oscuridad, no podía calcular dónde se encontraba con exactitud, de modo que aguardó. Eran ya las dos y seis minutos.
Hubo de esperar hasta las dos y veintisiete minutos, hasta que la luna volvió a atravesar la capa de las nubes, momento en que comprobó que se hallaba detrás del árbol. Sin embargo, no podía determinar si había alguien al otro lado, pues mediaba demasiada distancia, salpicada además de espesos arbustos. Pero intentó memorizar su posición y los accidentes del terreno: la leve pendiente en ascenso, la masa de arbustos y, más allá, unos veinte o treinta metros hasta el árbol.
La luz de la luna desapareció. El ave lanzó un graznido, en esta ocasión desde más lejos. Wallander debatía consigo mismo a fin de actuar con sensatez. Larstam, sin duda, estaría alerta. Probablemente, no contaba con que Wallander hubiese adivinado su posición ni con que se le aproximase por detrás. Pero no debía menospreciar la capacidad de reacción de Larstam. No importaba desde dónde se le acercase, el asesino estaría allí, presto a actuar.
Pese a todo, Wallander comenzó a avanzar con paso vacilante, lento y ciego en medio de la inmensa oscuridad. Transpiraba copiosamente, y tenía la sensación de que los latidos de su corazón podían oírse. Por fin alcanzó la zona de arbustos. De nuevo oteó el cielo, donde la capa de nubes se había espesado. Por tercera vez, se dejó oír el graznido del pájaro, que a Wallander se le antojaba siempre el mismo. Intentó penetrar el ramaje con la mirada, pero no vio sino una densa negrura y decidió, al fin, que sólo le cabía esperar.
Aguardó casi veinte minutos, hasta que vio que la luna no tardaría en atravesar las nubes nuevamente. Se preparó, pese a que no sabía qué hacer si resultaba que Larstam se encontraba de hecho junto al árbol. Lo ignoraba tanto como temía sus propios impulsos.
La luna se abrió paso. La luz cortó las nubes. Y, entonces, vislumbró a Larstam. Allí estaba, contra el tronco del árbol, absorto en la tarea de vigilar la carretera. Desde donde se hallaba, Wallander pudo divisar sus manos, y dedujo que debía de guardar la pistola en el bolsillo, de modo que le llevaría un par de segundos sacarla y volverse. Ése era el tiempo de que disponía. Intentó calcular la distancia que lo separaba del árbol, midiendo el terreno con la vista. No detectó ningún obstáculo, ninguna depresión repentina, ninguna piedra. Tras echar una nueva ojeada rápida hacia el cielo, comprendió que no tardaría en oscurecerse de nuevo. Si quería tener alguna posibilidad de llegar hasta Larstam, debía empezar a moverse en el preciso momento en que las nubes ocultasen la luna. Resuelto, tanteó el tablón que llevaba en la mano.
«Esto es un despropósito», sentenció para sí. «Estoy a punto de hacer algo que no debería, pero sé que he de hacerlo».
La luz empezó a disminuir. Se incorporó despacio y se preparó para actuar. Larstam no se había movido lo más mínimo. Cuando todo se oscureció, se lanzó a la carrera. En lo más hondo de su ser, sintió el deseo de proferir algo parecido a un grito de guerra que, tal vez, le proporcionaría un par de segundos más, si con él lograba atemorizar a Larstam. Pero nadie, nadie sabía cómo reaccionaría el hombre apostado junto al árbol.
La luz acabó por morir del todo. Wallander siguió corriendo, con el tablón bien sujeto y alzado por encima de la cabeza. Llegó casi hasta el árbol sin que Larstam se hubiese dado la vuelta. El resplandor de la luna era muy débil. Wallander se hallaba ya junto al árbol cuando tropezó con una piedra o con alguna raíz, y cayó de bruces. Entonces Larstam se dio la vuelta. Wallander logró agarrarle una pierna por un instante. Rápidamente se incorporó y, antes de que Larstam hubiese sacado el arma del bolsillo, el inspector se abalanzó sobre él. El primer golpe de tablón alcanzó el tronco del árbol y lo quebró en dos. Reinaba la más absoluta oscuridad. Wallander lanzó el resto del tablón contra el tórax de Larstam y, acto seguido, le propinó un puñetazo. Ignoraba de dónde había sacado fuerzas, pero comprobó que, por pura suerte, había acertado a darle en plena mandíbula. Se oyó un crujido y Larstam cayó sin lanzar un solo gemido. Wallander se arrojó sobre él, volvió a golpear una y otra vez, hasta que comprendió que el hombre que yacía debajo de su cuerpo estaba inconsciente. Entonces le sacó la pistola del bolsillo: la misma con la que Larstam había asesinado a tantas personas.
Experimentó el impulso de apoyar el cañón contra la frente del asesino y apretar el gatillo. Pero se contuvo.
Arrastró después hasta la carretera al aún inconsciente Larstam, que no empezó a quejarse hasta que llegaron al coche de Wallander. El inspector le ató las manos con la cuerda que llevaba en el maletero, antes de amarrarlo al asiento delantero.
Wallander se sentó al volante y miró al individuo que tenía a su lado. Por un momento, pensó que era Louise la que estaba allí.
Eran las cuatro menos cuarto cuando Wallander llegó a la comisaría. Cuando salió del coche, notó que había empezado a llover y dejó que las gotas le empapasen la cara antes de entrar para hablar con el oficial de guardia. Ante su sorpresa, era Edmundsson quien estaba al mando aquella noche. El colega estaba tomándose un café con unos bocadillos cuando Wallander apareció. Edmundsson se sobresaltó al ver al inspector, que aún no había tenido tiempo de mirarse al espejo y que llevaba la ropa embarrada y llena de astillas.
—¡Dios! ¿Qué ha ocurrido?
—No hagas preguntas —pidió Wallander resuelto—. Ahí fuera tengo a un hombre atado al coche. Llama a algún agente, ponedle las esposas y traedlo aquí.
—¿Quién es?
—Ke Larstam.
Edmundsson estaba de pie, con el bocadillo en la mano. Wallander vio que era de paté y, sin pensárselo dos veces, se lo arrebató y empezó a comérselo. Le dolía la mejilla, pero su hambre superaba con creces el dolor.
—¿Quieres decir que tienes al asesino en el coche?
—Ya me has oído. Ponedle las esposas, metedlo en una habitación y cerrad la puerta con llave. ¿Cuál es el número de Thurnberg?
Edmundsson lo buscó en el ordenador, se lo dejó en la pantalla y se marchó. Wallander se terminó el bocadillo masticando despacio. Ya no había por qué apresurarse. Después marcó el número del fiscal. Al cabo de un buen rato, una mujer atendió la llamada. Wallander se identificó. Thurnberg acudió al teléfono.
—Soy Wallander. Creo que será mejor que vengas.
—¿Por qué? ¿Qué hora es?
—No importa qué hora es, pero tienes que venir para proceder a la detención oficial de Ke Larstam.
Wallander oía la respiración de Thurnberg.
—A ver, dímelo otra vez.
—Que tengo a Larstam.
—¿Y cómo coño lo has pillado?
Era la primera vez que Wallander oía una palabra malsonante en boca del fiscal.
—Lo encontré en el bosque.
Thurnberg comprendió que Wallander hablaba en serio.
—Salgo ahora mismo —afirmó.
En aquel momento, Edmundsson y otro colega conducían a Larstam al interior de la comisaría. Wallander lo miró a los ojos. Ninguno de los dos pronunció una palabra.
El inspector se encaminó a la sala de reuniones y dejó el arma de Larstam sobre la mesa.
Transcurridos unos minutos, apareció Thurnberg, que retrocedió alarmado al ver a Wallander. Éste no había ido aún a los servicios, con lo que ignoraba cuál era su aspecto. Sólo había ido a buscar los analgésicos al cajón de su escritorio y se había tomado uno. Con un gesto de cólera mal contenida, arrojó a la papelera el teléfono que había sobre la mesa, seguro de que la mujer de la limpieza lo colocaría en su lugar al día siguiente.
Wallander le refirió brevemente lo ocurrido y señaló el arma. Como si se preparase para una solemne ceremonia, Thurnberg sacó una corbata del bolsillo y empezó a ponérsela.
—Así que lo has pillado, ¿eh? No está nada mal.
—Pues yo creo que está bastante mal, pero de eso podemos hablar en otra ocasión.
—¿Qué te parece si llamamos a los demás y se lo decimos? —propuso Thurnberg.
—¿Para qué? Ahora que, por fin, han podido irse a dormir, ¿para qué despertarlos?
Thurnberg le dio la razón y se marchó para hacerse cargo de Larstam.
Wallander se levantó pesadamente y fue a los servicios. La herida de la mejilla era bastante profunda. A buen seguro tendrían que darle algunos puntos de sutura. Pero en aquel momento no pudo soportar la idea de ir al hospital, así que los puntos tendrían que esperar.
Eran las cuatro y media de la madrugada.
Entró en su despacho y cerró la puerta tras de sí.
El primero en llegar aquella mañana fue Martinson. Había dormido mal y llegó a la comisaría hondamente preocupado. Thurnberg, que seguía allí, le refirió lo sucedido. Martinson se apresuró, pues, a llamar a Ann-Britt Höglund, Nyberg y Hanson. Poco después, también Lisa Holgersson apareció.
Cuando todos estuvieron reunidos, alguien preguntó dónde se hallaba Wallander. Según Thurnberg, simplemente, había desaparecido y tal vez se encontrase camino del hospital para que le desinfectasen la herida de la mejilla.