Wallander decidió, pues, aguardar. Buscó a Ebba con la mirada, pero la recepcionista se había marchado ya. Martinson estaba ahora al teléfono, y el inspector, sentado sobre el borde de la mesa, miraba con insistencia la mancha de café de su camisa. Ann-Britt Höglund se había sentado junto a otro teléfono para llamar a los padres de Isa Edengren y, en el preciso momento en que obtuvo respuesta, Martinson colgó el auricular.
—Se llama Berit Larstam y tiene cuarenta y siete años —anunció—. Es diplomada en ciencias sociales y está en paro. Vive en Fredriksberg. A saber dónde está eso.
—¡Cae cerca de Ludvika, donde se produjo el robo de armas! —recordó Wallander—. Es decir, que Larstam puede haber ido allí durante una visita a su hermana.
Martinson agitó en el aire una nota antes de comenzar a marcar el número.
Por un instante, Wallander se sintió innecesario, de modo que pensó que podía ir a la recepción y darle las llaves a Ebba, que, no obstante, aún no había regresado a su puesto. Pensó que, con toda probabilidad, habría ido a los servicios, por lo que volvió a la sala de reuniones. Martinson había obtenido respuesta a su llamada mientras Ann-Britt Höglund atendía la suya con el entrecejo fruncido. Wallander deambulaba de un lado a otro de la sala. Thurnberg había desaparecido y el inspector se dedicó a arrojar a la papelera las tazas de café de un solo uso que había sobre la mesa hasta que Ann-Britt Höglund colgó el auricular al tiempo que profería una maldición.
—El padre se ha comprometido a venir —declaró al fin—. Axel Edengren. Me temo que habremos de enfrentarnos a un hombre bastante arrogante al que, por si fuera poco, no le gustan demasiado los policías.
—¿Por qué no han de gustarle?
—Estuvo explicándome, con todo lujo de detalles, nuestro extremo grado de ineficacia. He estado a punto de contestarle de malos modos.
—Tendrías que haberlo hecho.
En ese momento, también Martinson concluyó su conversación.
—Ke Larstam solía visitar a su hermana cada tres años —reveló—. Pero no parece que tengan una relación especialmente íntima.
Wallander miró atónito a Martinson.
—¿Y eso es todo?
—¿Qué quieres decir?
—¿No le hiciste más preguntas?
—¡Por supuesto que sí! Pero quería llamarme ella algo más tarde. Al parecer, estaba ocupada.
Wallander empezó a irritarse, y Martinson reaccionó poniéndose a la defensiva. De pronto, se hizo el silencio en la sala y Wallander salió de nuevo para ir a la recepción, donde halló a Ebba de vuelta detrás de su ventanilla.
—Me temo que, a pesar de todo, tendré que aceptar tu ofrecimiento —comentó al tiempo que le entregaba el llavero—. Creo que hay una camisa limpia en el armario, pero, si no es así, puedes traerme una de las que hay en el cubo de la ropa sucia.
—No es la primera vez que te hago este favor —le recordó Ebba—. Supongo que, también esta vez, sabré arreglármelas.
—¿Tienes quién te lleve?
—No, pero no olvides que aún tengo mi viejo PV —repuso Ebba.
Wallander sonrió y la siguió con la mirada mientras ella salía de la comisaría, pensando en cuánto había envejecido durante los últimos años.
Lo primero que hizo cuando regresó a la sala de reuniones fue pedirle disculpas a Martinson por su agrio comentario de hacía unos minutos.
Después siguieron repasando el material de la investigación.
Eran las dos y diez minutos de la tarde.
Cuando Axel Edengren llegó a la comisaría, Ebba aún no había regresado. Wallander empezaba a preguntarse por qué tardaba tanto. ¿No se debería, simplemente, a que no había encontrado ninguna camisa limpia? Malhumorado, fue él mismo a la recepción para recibir a Axel Edengren. Su irritación no se debía precisamente a la mancha de café que llevaba en la camisa, sino más bien a que recordaba el trato tan singular que, hacía unos días, Edengren había dispensado a su propia hija. Así, el inspector se preguntaba qué clase de hombre sería aquel con el que iba a entrevistarse en breve. Por una vez en la vida, resultó que la realidad coincidía con la imagen que él se había forjado del individuo. Axel Edengren era de elevada estatura y de complexión fuerte. De hecho, era uno de los hombres más corpulentos que Wallander hubiese visto nunca. Llevaba el pelo crespo muy corto y tenía una mirada intensa. Se detectaba algo que repelía y, al mismo tiempo, apabullaba en su persona. Hasta su apretón de manos movía al rechazo. Wallander tenía pensado conducirlo a su despacho y, mientras atravesaban el pasillo, al inspector no lo abandonó la sensación de llevar pegado a sus talones a un tremendo búfalo, dispuesto a propinarle una cornada cuando menos lo esperase. Ya en el despacho, Wallander lo invitó a tomar asiento, cosa que él hizo dejándose caer pesadamente sobre la silla, que se resintió con un crujido. El hombre, que no pareció advertirlo, comenzó a hablar antes de que Wallander hubiese tenido tiempo de sentarse ante el escritorio.
—Usted fue quien encontró el cadáver de mi hija. ¿Por qué viajó usted hasta Bärnsö?
—Puedes tutearme —aseguró Wallander.
La respuesta de Edengren resultó brusca por inesperada.
—Prefiero utilizar la fórmula «usted» para dirigirme a las personas que no conozco y con las que sólo me voy a ver una vez. ¿Qué hacía usted en Bärnsö?
Wallander intentaba decidir si debía enfadarse o no, pues el tono soberbio de aquel hombre lo irritaba sobremanera. Sin embargo, sintió que en esos momentos le faltaba la energía necesaria para ejercer su autoridad.
—Tenía motivos para creer que Isa se encontraba allí. Lo que resultó ser cierto.
—Bueno, me he informado de lo sucedido y debo decirle que, para mí, es un completo misterio el que usted pudiese permitir que aquello ocurriera.
—Yo no permití que ocurriera nada. No dudes de que habría actuado, de haber tenido la menor posibilidad. Como supongo que habrías hecho tú, no sólo en el caso de Isa, sino también en el de Jörgen.
Al oír el nombre de su hijo, Edengren dio un respingo y quedó como si se hubiera detenido en mitad de una carrera, circunstancia que Wallander aprovechó para conducir la conversación hacia el tema que le interesaba.
—Bien. No tenemos tiempo para hablar de lo pasado. Quisiera, eso sí, transmitirte mis condolencias por la muerte de Isa. Tuve la oportunidad de hablar con ella en varias ocasiones y me causó muy buena impresión.
Una vez más, Edengren hizo ademán de ir a hablar, pero Wallander se lo impidió.
—Te he llamado para preguntarle acerca de un amarre en el puerto deportivo de Ystad que está a nombre de Isa Edengren —prosiguió.
El hombre le lanzó una mirada llena de suspicacia.
—Eso no es verdad.
—Me temo que sí.
—Isa no tenía ningún barco.
—En ningún momento creí que así fuese. Pero ¿tú has tenido algún amarre en el puerto de la ciudad?
—Mis barcos están en un puerto deportivo de Östergötland.
Wallander no creyó tener motivo alguno para desconfiar de su palabra, de modo que continuó.
—Probablemente otra persona firmó el contrato falsificando la firma de tu hija.
—¿Y quién pudo hacer tal cosa?
—La persona que, según sospechamos, la mató.
Edengren clavó la mirada en el inspector.
—¿Quién es esa persona?
—Se llama Ke Larstam.
Edengren no reaccionó; jamás había oído ese nombre.
—¿Lo han atrapado ya?
—Aún no.
—¿Y por qué no, si mató a mi hija?
—Todavía no hemos logrado dar con su pista. Por eso te hemos hecho venir, para que nos facilites la tarea.
—¿Quién es ese tipo?
—Como es lógico, y por diversos motivos, no puedo darte la información de que disponemos. Pero sí puedo decirte que, durante los últimos años, ha estado trabajando como cartero.
Edengren meneó la cabeza.
—Esto es una broma, ¿verdad? ¿Quiere decir que fue un cartero quien asesinó a Isa?
—Por desgracia, eso creemos.
Edengren estaba a punto de formular otra pregunta cuando Wallander lo detuvo, de nuevo dueño de sí mismo.
—¿Recuerdas si Isa tuvo algún contacto con el club náutico? ¿Sabes si solía practicar la vela o si tenía amigos que tuviesen barco?
La respuesta de Edengren lo sorprendió.
—No, Isa no. Aunque sí Jörgen. Él tenía un barco de vela, con amarre en la isla de Gryt. Navegaba en verano, en los alrededores de Bärnsö. Desde otoño y hasta la primavera lo dejaba aquí, en Ystad.
—Es decir, que él sí tenía un amarre en el puerto, ¿no es así?
—Exacto. Además, en invierno dejaba el barco en el amarre de la ciudad.
—Pero Isa no practicaba la vela, ¿no?
—No, aunque solía ir con su hermano. Había temporadas en que se llevaban bien.
Por primera vez, Wallander entrevió el dolor de aquel hombre que había perdido a sus dos hijos, y se dijo que, en realidad, la apariencia no revelaba nada; que aquel cuerpo albergaba un volcán de sentimientos a los que les estaba prohibido manifestarse.
—¿En qué año comenzó Jörgen a practicar la vela?
—Creo recordar que le regalamos el barco en 1992. Tenían un pequeño club, siempre estaban de fiesta, redactaban unos diarios de a bordo muy curiosos y enviaban mensajes en el interior de una botella. Jörgen solía actuar de secretario, así que tuve que enseñarle cómo se ordenaban los párrafos de un diario de a bordo.
—¿Conservas los documentos?
—Después de su muerte, los guardé en un cajón. Y allí siguen.
«Lo que necesito son nombres», se dijo Wallander. «Nombres, ante todo».
—¿Recuerdas cómo se llamaban los amigos de Jörgen?
—Algunos, no todos.
—Pero lo más probable es que los nombres figuren en los diarios de a bordo, ¿no es cierto?
—Supongo.
—En ese caso, iremos a buscarlos —resolvió Wallander—. Pueden ser de gran importancia.
Pronunció estas palabras con tal convencimiento que, de haber tenido alguna objeción, a Edengren ni se le habría ocurrido mencionarla. Wallander se ofreció a enviar a Skårby un coche patrulla, pero Edengren se negó y aseguró que iría a buscarlos él mismo.
Ya en el umbral de la puerta, se volvió.
—No sé cómo voy a sobrellevar esto —confesó—. Cuando uno ha perdido a sus dos hijos, ¿qué puede quedarle en la vida?
El hombre se marchó sin aguardar una respuesta. Pero tampoco Wallander habría tenido ninguna con que consolarlo. Se levantó dispuesto a regresar a la sala de reuniones. Ebba no estaba allí, de modo que se dirigió a la recepción, que halló vacía. Preguntó por ella, pero nadie la había visto volver, de modo que fue a su despacho y marcó su propio número de teléfono. Tras aguardar ocho señales, colgó, convencido de que la recepcionista habría abandonado ya el apartamento.
Transcurridos cuarenta minutos, Edengren apareció de nuevo con un sobre marrón que dejó ante Wallander, encima de la mesa.
—Esto es todo. Debe de haber once diarios en total. La verdad, no se lo tomaban muy en serio.
Wallander hojeó los documentos, que estaban escritos a máquina y con bastantes errores de mecanografía. Encontró siete nombres, pero ninguno le resultaba familiar y, por lo que recordaba, no habían aparecido en el curso de la investigación. «Vaya, otra pista infructuosa», se lamentó. «Pero yo continúo convencido de que Ke Larstam tiene que haber dejado alguna pista que, de forma paulatina, nos ayude a comprender la pauta que sigue. El caso es que apenas deja rastro».
Pese a todo, fue a la sala de reuniones, le dejó los diarios de a bordo a Martinson, no sin antes explicarle de qué se trataba, y le pidió que investigase los nombres. Aún no había abandonado la sala cuando Martinson le llamó, de modo que Wallander regresó junto a la mesa. El colega le señaló uno de los nombres: «Stefan Berg».
—¿No había un cartero que se llamaba Berg? Creo que era uno de los que figuraban en aquel folleto de Correos tan completo.
Así era, pero Wallander lo había olvidado.
—Voy a llamarlo ahora mismo —declaró Martinson.
Wallander dejó a Martinson con el teléfono y fue al encuentro de Edengren, pero, al llegar a la puerta, se detuvo a considerar si, en realidad, tenía alguna otra pregunta que hacerle, para acabar concluyendo que no era así. Cuando entró en el despacho, comprobó que Edengren estaba de pie junto a la ventana. Al oír entrar a Wallander, se dio la vuelta. Ante su sorpresa, el inspector observó que tenía los ojos enrojecidos.
—Puedes marcharte a casa. No creo que necesitemos retenerte por más tiempo —anunció Wallander.
—¿Atraparéis al hombre que asesinó a Isa?
—Sin duda. Lo atraparemos.
—¿Por qué lo hizo?
—No lo sé.
Edengren le tendió la mano y Wallander lo acompañó hasta la salida. Ebba aún no había regresado.
—Nos quedaremos en Suecia hasta el entierro —comentó—. Después, quién sabe, tal vez nos marchemos del país para siempre. Es posible que venda la finca de Skårby. Por otro lado, tampoco resulta llevadera la idea de regresar a Bärnsö.
Edengren se marchó sin esperar réplica alguna por parte de Wallander, que permaneció observándolo hasta que desapareció.
De nuevo en la sala de reuniones, halló a Martinson al teléfono, enfrascado en la conversación con el cartero llamado Berg. Wallander se colocó junto a él para escuchar. Al cabo de unos minutos, se sintió tan desesperado que volvió a salir al pasillo. «Estamos esperando», se dijo. «Llevamos una actividad febril, hacemos llamadas telefónicas, hojeamos los archivadores, mantenemos conversaciones entrecortadas, extraemos conclusiones… Pero, en realidad, lo único que hacemos es esperar. Ke Larstam nos lleva, al menos por ahora, una ventaja que no somos capaces de salvar».
Oyó que Martinson concluía la conversación y entró de nuevo en la sala.
—Es correcto —anunció—. Stefan Berg es su hijo, que ahora está cursando estudios en una universidad de Kentucky.
—¿Adónde nos conduce esa pista?
—A mi entender, a ninguna parte. Berg se mostró muy colaborador y me contó que el chico solía ir a verle a la central de Correos y que siempre hablaba de sí mismo y de su familia. Lo escuchasen o no. Ke Larstam pudo oír muchas historias del hijo y del club náutico.
Wallander se acomodó en su lugar habitual.
—Ya, pero ¿a qué nos conduce todo eso? ¿Tenemos algo con lo que desarrollar una idea que nos permita avanzar?