—Pues, la verdad, no lo parece.
Presa de un repentino arrebato, Wallander barrió de un manotazo todos los documentos que había esparcidos por la mesa.
—¡No conseguimos aproximarnos a él! —gritó—. ¿Dónde demonios se esconde? ¿Y quién es la novena víctima?
Todos los compañeros que se hallaban en la sala lo miraron expectantes, pero Wallander alzó los brazos en señal de disculpa. Salió de allí y se puso a recorrer el pasillo de un extremo a otro, por enésima vez aquel día. Fue a la recepción y comprobó que Ebba seguía ausente. «No habrá encontrado en el armario ninguna camisa lo suficientemente limpia», concluyó. «Seguro que ha ido a comprar una nueva».
Habían dado ya las tres y siete minutos, y quedaban menos de nueve horas de aquel miércoles en el que Ke Larstam les había anunciado que atacaría de nuevo.
Así las cosas, Wallander tomó una determinación. La sala de reuniones se había convertido en un cuartel general provisional. Pero ahora quería reducir aún más el núcleo del grupo de investigación. Se colocó, pues, en el umbral de la puerta y aguardó hasta captar la mirada de Ann-Britt Höglund.
—Tráete a Martinson y venid a mi despacho —ordenó—. Nos sentaremos allí a charlar un rato.
Cuando aparecieron, observó que Martinson había tomado la precaución de llevarse una silla.
—Veamos. Revisemos de nuevo la situación —comenzó Wallander—. Sólo nosotros tres. Las cuestiones siguen siendo dos: dónde se encuentra y quién será su novena víctima. Si ha decidido atacar a las doce menos un minuto, nos quedan menos de nueve horas. Sin embargo, es una suposición absurda, claro está, de modo que hemos de partir de la base de que contamos con mucho menos tiempo. Tampoco podemos ignorar el hecho de que, a buen seguro, ya es demasiado tarde; que somos los únicos que aún no hemos sido informados de lo sucedido.
Mientras hablaba, vio que tanto Martinson como Ann-Britt Höglund habían considerado ya aquella posibilidad, y que, pese a todo, parecía que hasta aquel momento no habían comprendido lo que eso comportaba.
—¿Dónde está Larstam? —repitió Wallander—. ¿Cómo razona? Estuvo en el apartamento de Svedberg, de modo que debió de pensar que jamás se nos ocurriría buscarlo allí. Sin embargo, así lo hicimos. Después encontramos su barco, pero no podemos estar seguros de que haya pensado usarlo como refugio. Tal vez considere que esa nave ya está «quemada». ¿Qué habrá pensado hacer entonces?
—Yo creo que está midiendo sus fuerzas con las nuestras —apuntó Martinson—. Si ha decidido seguir actuando como hasta ahora, habrá elegido una víctima y una situación que le garanticen que todo ocurrirá de forma rápida y que la víctima nunca llegará a representar una amenaza, ni siquiera un obstáculo. Es decir, que, en estos momentos, nos está echando un pulso a nosotros. Sabe que vamos tras él y que hemos desvelado el secreto de su identidad femenina.
—Bien —aprobó Wallander—. Ésa es una visión clara y probable. La cuestión sigue siendo, pues, cómo razona.
—Yo creo que él se pregunta cómo razonamos nosotros —intervino Ann-Britt Höglund.
Wallander sentía el apoyo de sus dos colaboradores más próximos.
—De acuerdo. Tú serás Larstam —propuso—. ¿Cómo piensa continuar?
—Pues piensa llevar a término su plan y está seguro de que ignoramos la identidad de la novena víctima.
—¿Cómo puede estar tan seguro de ello?
—Pues porque, de no ser así, habríamos enviado protección a la persona en cuestión. Y, como es natural, ya habrá comprobado que no lo hemos hecho.
—Bien, pero eso puede conducirnos a otra conclusión —señaló Martinson—. En ese caso, puede dedicar todo su tiempo a elegir el mejor escondite, pues no tiene que preocuparse lo más mínimo por la víctima.
—Así cree él que razonamos nosotros —redondeó Ann-Britt Höglund—. Y eso es precisamente lo que estamos haciendo.
—O sea, que debemos cambiar nuestro modo de razonar —resolvió Wallander—. Un paso más hacia el abismo de lo desconocido.
—Habrá decidido ocultarse en el último lugar en que a nosotros se nos ocurriría buscarlo.
—Pues, en ese caso, debería haber elegido el sótano de la comisaría —bromeó Martinson.
Pero Wallander hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, o, al menos, algún lugar que represente la comisaría de forma simbólica. Pero entonces la pregunta es cuál será ese lugar.
Los tres meditaron en busca de una respuesta, pero sin éxito.
—¿Creerá que conocemos su aspecto masculino?
—No lo sé, pero no puede arriesgarse a que lo hagamos.
A Wallander se le ocurrió una idea y se dirigió a Martinson para preguntarle:
—¿Caíste en la cuenta de pedirle una fotografía a su hermana, la que vive cerca de Ludvika?
—Sí, claro que se la pedí. Pero me dijo que la única que tenía era una de Larstam a los catorce años, que, además, no había salido muy bien.
—¡Vaya! Pues eso tampoco nos será de gran ayuda.
—Yo me puse en contacto con todas las instituciones y organismos nacionales donde se supone que ha de haber fotografías, pero este sujeto no parece tener carné de conducir ni de identidad, ni pasaporte ni ningún otro documento de identificación personal.
—Seguro que lo tiene —rechazó Wallander—. Si hubiéramos sabido qué apellido adoptó para Louise…, entonces habrías encontrado fotografías a manos llenas.
—Pero ¿no crees que tiene que haber conducido el coche sin la peluca? Debía de contar con la eventualidad de que la policía le diese el alto cuando no iba disfrazado. En tales casos, ¿qué carné mostraba?
De repente, a Wallander le vino a la mente algo que había sucedido hacia ya varios años, algo que relacionaba a Svedberg con Ke Larstam.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Fue algo que ocurrió antes de la llegada de Ann-Britt. Tú deberías recordarlo, Martinson. Aquella ocasión en que desaparecieron de secretaría unas plantillas de pasaporte. Se las habían llevado de una caja fuerte. La investigación interna que se llevó a cabo no condujo a nada, pero sí quedó claro que las había sustraído alguno de los que trabajábamos aquí.
—¡Sí, ya me acuerdo! Se creó un ambiente bastante desagradable. Nos mirábamos con suspicacia los unos a los otros.
—Pues yo recuerdo otro detalle —señaló Wallander—. En una ocasión, Rydberg me aseguró que él creía que había sido Svedberg quien había robado las plantillas. Sin embargo, nunca me explicó por qué estaba tan convencido.
—¿Quieres decir que lo hizo para conseguirle a Louise un documento de identidad?
—Exacto. O a Ke Larstam. O a ambos, ¿quién sabe?
Durante un instante, rememoraron aquel incidente ocurrido hacía tantos años.
Wallander volvió, titubeante, a la pista inicial.
—En fin, la cuestión es, no lo olvidemos, dónde se esconde. Eso es lo que queremos averiguar. ¿Dónde se encuentra Ke Larstam en este preciso momento?
Nadie conocía la respuesta, pues no tenían ningún dato seguro al que aferrarse. Tan sólo suposiciones que se orientaban en direcciones irreconciliables.
Wallander sintió que el pánico se adueñaba de él: el tiempo, implacable, se les escapaba de las manos.
—Bien, probemos a pensar en la persona a la que persigue —propuso Wallander—. ¿Quién puede ser? Hasta la fecha, ha asesinado a seis jóvenes, a un fotógrafo algo mayor y a un policía en edad madura. A los dos últimos podemos excluirlos, con lo que nos quedan los seis jóvenes, a los que mató en dos momentos distintos, en dos tandas.
—Más bien en tres —objetó Ann-Britt Höglund—. Recuerda que a Isa Edengren la mató aparte. Y, además, en una isla en medio del mar.
—Cierto, lo que hemos de interpretar como clara indicación de que remata lo que se propone —precisó Wallander—. Cumplirá a toda costa lo que ha decidido llevar a cabo. Así pues, la cuestión es si existe alguna acción inacabada entre las que ya ha emprendido o si, por el contrario, piensa acometer una nueva.
Antes de que ninguno de los colegas pudiese responder, llamaron a la puerta. Era Ebba, que apareció con una camisa colgada de una percha.
—Siento haber tardado tanto, pero me costó mucho trabajo abrir la cerradura —se disculpó la mujer.
Wallander sabía que su cerradura estaba en perfecto estado, de modo que pensó que Ebba habría comenzado probando con la llave equivocada. Tomó la camisa y le dio las gracias antes de ausentarse para ir a los servicios y cambiarse.
—Cuando a uno van a ejecutarlo, lo menos que puede hacer es llevar una camisa limpia —bromeó una vez hubo regresado, al tiempo que guardaba la prenda sucia en uno de los cajones del escritorio.
—Ninguna de sus intervenciones puede considerarse incompleta —prosiguió Martinson—. Estamos seguros de que, salvo Isa Edengren, nadie faltó a la fiesta del parque natural. Y, obviamente, unos recién casados no pueden ser más que dos.
—Es decir, que comienza una nueva empresa —concluyó Wallander—. Lo cual representa para nosotros la peor de las alternativas imaginables, pues significa que no tenemos ninguna línea que seguir, nada en absoluto.
Un pesado silencio planeó sobre el despacho. A juicio de Wallander, no quedaba más que una propuesta que hacer: tenían dos posibilidades de elección imposibles, y debían decantarse por la que resultara menos imposible.
—Jamás adivinaremos dónde se esconde, de modo que nuestra única posibilidad es deducir cuál es la víctima. Antes de que ataque. A partir de ahora nos concentraremos exclusivamente en esto. Si estáis de acuerdo, claro.
Wallander sabía que era una determinación muy desagradable, y, en el fondo, inviable.
—¿Crees que servirá de algo? —inquirió Ann-Britt Höglund—. No daremos ni con él ni con la víctima, hagamos lo que hagamos.
—Puede ser, pero tampoco podemos abandonar —advirtió Wallander.
Comenzaron, pues, desde el principio, por enésima vez. Eran ya más de las cuatro de la tarde. A Wallander le dolía el estómago, de hambre y de angustia. Se sentía tan cansado que había empezado a considerar el agotamiento como un estado natural. Por otro lado, sospechaba que los demás experimentaban la misma sensación de desesperado cansancio.
—A ver, palabras clave —sugirió de pronto—. Personas alegres. Personas felices. ¿Qué más?
—Gente joven —apuntó Martinson.
—Disfrazadas —añadió Ann-Britt Höglund.
—Pero en lo demás no se repite —concluyó Wallander—. No podemos estar seguros de ello, pero es bastante probable. Se trata pues de encontrar hoy mismo a personas jóvenes, alegres y disfrazadas, pero que no vayan a casarse y que tampoco tengan la intención de celebrar una fiesta en un parque natural.
—¿Alguna fiesta de disfraces? —apuntó Martinson.
—¿Y el periódico? —gritó Wallander—. ¿Qué espectáculos tienen lugar hoy en Ystad?
Apenas había terminado de formular la pregunta cuando Martinson ya había desaparecido en busca del diario.
—¿No te parece que deberíamos ir con los demás? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—No, aún no. Enseguida, pero aún no. Espera a que hayamos dado un paso más, a que tengamos algo que poner sobre la mesa, aunque después resulte ser otra pista falsa.
Martinson entró como una tromba blandiendo un ejemplar del diario
Ystads Allehanda
. Lo extendieron sobre el escritorio y se inclinaron sobre él. Wallander centró su atención de inmediato en un pase de modelos que se celebraría en Skurup.
—En realidad, puede considerarse que las modelos llevan una especie de disfraz —comentó Wallander—. Además, se supone que deben estar de buen humor cuando muestran los trajes.
—Pues sí, pero eso no será hasta el próximo miércoles —observó Ann-Britt Höglund—. Te has equivocado de día.
Continuaron hojeando el periódico hasta descubrir, todos al mismo tiempo, el anuncio de que, aquella noche, la asociación local «Amigos de Ystad» celebraría una reunión en el hotel Continental, a la que se pedía que los miembros acudiesen ataviados con trajes del siglo XIX.
Wallander dudaba, si bien no era capaz de explicar por qué. En cambio, Martinson y Ann-Britt no compartían sus reservas.
—Seguro que se fijó la fecha hace ya mucho tiempo —los animó Martinson—. Así que habrá tenido el tiempo suficiente para los preparativos.
—No sé. Los miembros de este tipo de asociaciones no suelen ser especialmente jóvenes —opuso Wallander.
—Bueno, suele haber de todo —opinó Ann-Britt Höglund—. Al menos, eso creo.
Pese a que tenía sus reservas, Wallander comprendió que no perdían nada si lo intentaban. La cena de la asociación daría comienzo a las siete y media, de modo que disponían aún de algunas horas.
Para mayor seguridad, revisaron el diario de nuevo, pero no hallaron nada más que encajara con lo que buscaban.
—Tú decides —dijo Martinson—. ¿Nos metemos en esto o no?
—No, no soy yo quien decide, sino nosotros —corrigió Wallander—. Y, tal y como vosotros decís, ¿qué otra posibilidad nos queda?
Regresaron, pues, a la sala de reuniones mientras uno de ellos iba en busca de Thurnberg. Wallander expresó su deseo de que también Lisa Holgersson estuviese presente. Mientras aguardaban, Martinson intentó localizar a alguno de los responsables de la organización del evento que había de celebrarse aquella noche.
—En el hotel deben de saber quién formalizó la reserva del local —observó Wallander—. Lo mejor será que llames allí.
Wallander se encontraba junto a Martinson, y notó que éste empezaba a levantar la voz por teléfono, por lo que concluyó que estaba más excitado de lo normal a causa del cansancio y la tensión.
Cuando Thurnberg y Lisa Holgersson entraron en la sala, Wallander cerró la puerta con gesto grave. Explicó, acto seguido, que habían llegado a la conclusión de que era muy posible que Ke Larstam atacase aquella noche en la fiesta que tendría lugar en el hotel Continental, unas horas más tarde. Asimismo, el inspector subrayó en todo momento que aquella sospecha no era muy consistente y que, en definitiva, podía tratarse de una nueva pista falsa. Sin embargo, confesó que no tenían ninguna otra línea por la que guiarse y que la alternativa no era sino sentarse a esperar. Contaba con posibles objeciones o simplemente con la oposición de todos, en especial de Thurnberg. Pero, ante su sorpresa, el fiscal les dio su aprobación precisamente con el mismo argumento que él había aducido: no tenían ninguna otra alternativa.
—Sólo nos cabe confiar en que nuestra interpretación de la nota hallada en su apartamento haya sido errónea —manifestó Thurnberg—. Lo que más necesitamos en este momento es tiempo para difundir su fotografía en los medios de comunicación y para profundizar cuanto podamos en el tenebroso abismo de este individuo.