Pisando los talones (37 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Martinson prometió que él se encargaría de eso. La hora siguiente la dedicaron a hacer balance de la situación del grupo de investigación. En un momento dado, Lisa Holgersson entró y empezó a hablarles del entierro de Svedberg. Tendría lugar el martes siguiente. Ya había hablado con Ylva Brink y con Sture Björklund. Wallander percibió su palidez y los estragos del cansancio en su rostro. Sabía que invertía gran parte de su tiempo en mantener a raya a los periodistas, y no la envidiaba por ello.

—¿Alguien sabe qué música le gustaba a Svedberg? —preguntó—. Por raro que parezca, Ylva Brink lo ignora.

Wallander se dio cuenta, con asombro, de que él tampoco tenía la menor idea. No había ninguna música que pudiese relacionar de forma directa con su colega.

Fue Ann-Britt Höglund quien rompió el silencio con su respuesta.

—Le gustaba la música rock —aseguró—. Me lo confesó en una ocasión. Creo recordar que su cantante favorito era Buddy Holly, que murió hace mucho, en un accidente de avión, si no me equivoco.

Wallander se acordaba del intérprete, que había estado de moda en su juventud.

—¿No era aquel que cantaba una canción llamada
Peggy Sue
? —inquirió.

—Sí, ése. Aunque no creo que esa canción resulte muy apropiada para un entierro.

—¡«Maravillosa es nuestra tierra»! —exclamó Martinson—. Eso siempre funciona. Claro que, teniendo en cuenta lo que tenemos bajo nuestros pies últimamente, me parece discutible que, como sostiene el salmo, la tierra sea tan maravillosa.

Lisa Holgersson abandonó la sala, no sin antes escuchar un resumen de la situación de boca de Wallander.

—El día en que enterremos a Svedberg, nada me gustaría más que saber qué ocurrió y por qué —confesó Lisa.

—No creo que lo sepamos para entonces —admitió Wallander—. Pero te aseguro que todos queremos lo mismo que tú, naturalmente.

Habían dado las cinco y estaban a punto de dar por concluida la reunión cuando sonó el teléfono. Era Ebba.

—No serán los periodistas, ¿verdad?

—No. Es Nyberg. Me parece que se trata de algo importante.

Wallander sintió la tensión como un latigazo, reacción que no pasó desapercibida para sus compañeros. Se oyó un carraspeo en el auricular, que dio paso a la voz de Nyberg.

—Creo que teníamos razón.

—¿Has encontrado el lugar?

—Eso parece. En este preciso momento estamos tomando algunas fotografías e intentando detectar posibles huellas alrededor.

—¿Estábamos en lo cierto también sobre la orientación?

—Está a unos ochenta metros del lugar en que los hallamos. Una zona muy bien elegida, por cierto, situada entre espesos matorrales. Cuantos hayan pasado por allí habrán dado un rodeo para evitarlos.

—¿Cuándo empezaréis a cavar?

—Pensé que quizá te gustaría verlo antes de que empecemos a darle a la pala.

—Voy enseguida —le contestó, y colgó el auricular—. Parece ser que han encontrado el lugar donde estuvieron enterrados los cuerpos.

No tardaron en decidir que Wallander se dirigiría solo al parque. Tenían ya bastantes tareas de las que hacerse cargo sin más demora. Wallander puso las luces giratorias de emergencia en el techo del coche y salió de Ystad. Llegó a los cordones policiales y entró con el coche hasta el lugar del crimen, donde lo aguardaba uno de los técnicos. Nyberg había vallado un área de unos treinta metros cuadrados. El inspector comprobó enseguida que el lugar había sido objeto de una meditada elección, tal y como habían supuesto. Se acuclilló junto a Nyberg. A sus espaldas, aguardaba un grupo de policías, en chándal y pala en mano.

Nyberg le señaló el lugar.

—Aquí se ve que han cavado. Como puedes observar, son terrones que han levantado para luego volver a colocar y aplastar contra el suelo. Hay tierra arrojada y revuelta entre las hojas. Es lógico: si cavas un hoyo y metes algo dentro, te sobra tierra.

Wallander pasó una mano por uno de los terrones con hierba.

—Parece que lo hayan hecho con gran esmero.

Nyberg asintió.

—En efecto. Es un rectángulo perfecto. Un buen trabajo. De no habernos figurado que este lugar debía de estar por aquí cerca, nunca habríamos dado con él.

Wallander se levantó.

—Bien, pues, ¡a cavar! —ordenó—. No hay tiempo que perder.

El trabajo progresaba lentamente. Nyberg iba dando las instrucciones. Ya había anochecido y aún no habían retirado la última capa de terrones de tierra con hierba. Los focos que habían instalado previamente estaban ahora encendidos. Bajo los terrones, apareció una capa de tierra de consistencia porosa. Siguieron cavando hasta que dejaron al descubierto una abertura de forma rectangular. Eran ya las nueve de la noche. Lisa Holgersson había acudido al lugar junto con Ann-Britt Höglund, y ambas observaban los trabajos en silencio. Cuando Nyberg consideró que era suficiente y ordenó que dejasen de cavar, Wallander ya se había hecho una clara composición de lugar. No cabía duda de que aquel espacio rectangular había servido de tumba.

Se reunieron en semicírculo en torno al hoyo.

—Tiene el tamaño suficiente —observó Nyberg.

—Sí —convino Wallander—. Suficiente incluso para cuatro cuerpos.

Lo recorrió un estremecimiento: por primera vez a lo largo de la investigación, habían logrado aproximarse de verdad al asesino. Y todas sus conjeturas se habían visto confirmadas.

Nyberg estaba arrodillado ante la fosa.

—Aquí no hay nada —sentenció—. Me imagino que los cuerpos fueron introducidos en sacos bien aislados. Si, además, echó una lona plastificada antes de restituir los terrones con la hierba, creo que ni siquiera el perro de Edmunsson hubiese podido olfatear nada. De todos modos, tenemos que examinar a fondo cada uno de esos terrones.

Wallander volvió al sendero en compañía de Lisa Holgersson y de Ann-Britt Höglund.

—¿Qué persigue este asesino? —se preguntó Lisa Holgersson, con la voz quebrada por la repugnancia y el temor.

—No lo sé —admitió Wallander—. Pero, al menos, tenemos un superviviente.

—¿Te refieres a Isa Edengren?

Él no respondió. No era necesario, pues los tres lo sabían.

La tumba también se había cavado para ella.

18

A las cinco de la mañana del martes 13 de agosto, Wallander salía en su coche de la ciudad de Ystad. Había decidido tornar la carretera de la costa, por la ciudad de Kalmar, y habla pasado ya Sölvesborg cuando cayó en la cuenta de que había roto su promesa de ir aquella mañana a la consulta del doctor Göransson. Se detuvo en el arcén y llamó por teléfono a Martinson. Eran poco más de las seis y media, y el buen tiempo parecía dispuesto a mantenerse. Wallander le contó a su colega lo de la cita con el médico y le pidió que lo llamase para excusarle.

—Dile que he tenido que salir urgentemente de viaje por cuestiones de trabajo.

—¿Es que estás enfermo?

—No, una simple revisión —mintió Wallander—. Nada serio.

Después, ya de nuevo en la carretera y pisando a fondo el acelerador, pensó que, sin duda, Martinson se estaría preguntando por qué no había llamado al doctor Göransson él mismo. Y el propio Wallander se planteaba la misma cuestión: ¿por qué? ¿Y por qué se resistía a decirles la verdad a cuantos le preguntaban? ¿Qué lo movía a ocultar el hecho de que, con toda probabilidad, padecía esa enfermedad que se conocía con el nombre de diabetes? Ni siquiera él comprendía los motivos.

Poco antes de llegar a Brömsebro, se sintió tan agotado que tuvo que parar para descansar. Tras abandonar la carretera principal, se detuvo junto a una piedra conmemorativa de un pacto de paz al que en su día habían llegado daneses y suecos. Se puso a orinar arrimado a un árbol. Luego se sentó de nuevo tras el volante, entornó los ojos y se quedó dormido.

Y le sobrevino una ensoñación en la que se le aparecían una serie de angustiadas criaturas, de formas y aspectos insólitos. Buscaba, bajo una lluvia insistente, a su colega Ann-Britt Höglund. Pero no conseguía encontrarla. De repente, vio a su padre. Y también estaba Linda, aunque apenas si podía reconocerla. Todo ello con el mismo telón de fondo: aquella lluvia pertinaz.

Fue despertándose poco a poco, con plena conciencia de dónde se hallaba antes de abrir los ojos. El sol había empezado a darle en el rostro. Se notaba sudoroso, pero no descansado. Además, tenía sed. Miró el reloj y comprobó con sorpresa que había estado durmiendo durante más de media hora. Le dolía todo el cuerpo, pero puso el motor en marcha y salió nuevamente a la carretera. Tras recorrer unos veinte kilómetros vio un café a un lado de la carretera y, se detuvo allí a desayunar. Al salir, se acordó de comprar dos litros de agua mineral antes de proseguir el camino hacia Kalmar. Poco antes de las nueve había dejado atrás la ciudad. Entonces sonó el teléfono móvil. Era Ann-Britt Höglund, que le había prometido hacer algunas gestiones para que alguien ayudara a Wallander a su llegada a Östergötland.

—Estuve hablando con un colega de Valdemarsvik —explicó ella—. Pensé que lo mejor seria hacerle creer que se trataba de un favor personal.

—Muy bien pensado —convino Wallander—. No está muy bien visto entre colegas el que alguien les pise el terreno y se salte los limites de los distritos a su antojo.

—Desde luego. Y al que menos le gusta es a ti —precisó Ann-Britt con una carcajada.

Wallander sabia que tenia razón: a él le disgustaba sobremanera que les enviasen a Ystad policías procedentes de otros distritos.

—¿Cómo llego hasta Bärnsö? —le preguntó.

—Eso depende de dónde te encuentres en estos momentos. ¿Te falta mucho?

—Acabo de dejar atrás Kalmar. Hasta Västervik hay unos cien kilómetros,, desde ahí me quedarán otros cien, más o menos, hasta Fyrudden.

—En ese caso, no te da tiempo —aseguró ella.

—¿No me da tiempo… de qué?

—El colega de Valdemarsvik proponía que salieras con el barco del correo, que parte de Fyrudden entre las once y las doce y media.

—¿No hay otra posibilidad?

—Seguro que si, pero tendrás que averiguarla tú mismo cuando estés en el puerto.

—Bueno, a lo mejor lo consigo. ¿No podrías llamar a alguna oficina de correos y, avisarles de que estoy en camino? ¿Dónde se clasifica el correo? ¿En Norrköping?

—A ver… Aquí tengo un mapa —explicó ella—. Lo más lógico es que lo clasifiquen en Gryt, si es que Correos tiene allí alguna oficina.

—¿Y eso por dónde cae?

—Entre Valdemarsvik y el puerto de Fyrudden. ¿No tienes un mapa?

—Por desgracia, me lo he dejado en el escritorio del despacho.

—Está bien. Te vuelvo a llamar cuando sepa algo —prometió—. Pensé que era una buena idea que salieses con el barco del correo. Según el colega de Valdemarsvik, es lo que hace todo el mundo para acceder a las pequeñas islas del archipiélago, a menos que tengan embarcación propia o que alguien vaya a recogerlos.

Wallander ató cabos.

—Si, no está mal pensado —comentó—. ¿Quieres decir que Isa Edengren puede haber llegado a la isla en ese barco?

—Pues si, pero, en fin, no era más que una idea.

Wallander reflexionó un instante.

—Dime, ¿es posible que le diera tiempo de llegar a las once? Quiero decir, si dejó el hospital poco antes de las seis de la mañana.

—Si, si disponía de un coche. Después de todo, la muchacha tiene carné de conducir. Además, no sabemos a qué hora exacta salió del hospital. Puede que lo hiciera poco después de las cuatro de la madrugada.

Ann-Britt Höglund le reiteró su promesa de llamarlo de nuevo y Wallander pisó el acelerador. El tráfico empezaba a hacerse más intenso y no eran pocas las caravanas que circulaban por las carreteras, lo que le hizo reparar en el hecho de que, en efecto, estaban a finales de verano y, para muchos, todavía en época de vacaciones. Por un momento contempló la posibilidad de poner las luces giratorias de emergencia, pero finalmente rechazó la idea. En cambio, aumentó aún más la velocidad. Veinte minutos después, Ann-Britt lo llamó de nuevo.

—Estaba en lo cierto. La clasificación definitiva del correo se realiza en Gryt. Hasta he podido hablar con el repartidor, que parecía muy agradable.

—¿Cómo se llama?

—No lo oí bien, pero te estará esperando, eso si logras llegar antes de las doce. En caso contrario, puede recogerte a primera hora de la tarde. Aunque mucho me terno que eso te saldrá mas caro.

—No importa. De todos modos, había pensado presentar factura de todo el viaje —advirtió Wallander—. Pero creo que conseguiré llegar antes de las doce.

—En el puerto hay un aparcamiento —prosiguió ella—. La embarcación del correo te espera justo al lado.

—¿Tienes su número de teléfono?

Wallander volvió a pararse en el arcén para anotar el número, mientras lo adelantaba un camión de los grandes, que él mismo había logrado sobrepasar poco antes, y con bastante dificultad.

Eran ya las doce menos diecinueve minutos cuando Wallander enfilaba la pendiente que descendía hacia el puerto de Fyrudden. Encontró una plaza libre en el aparcamiento, y allí estacionó el coche antes de dirigirse al muelle. Soplaba una suave brisa, y vio el puerto salpicado de embarcaciones. Un hombre de unos cincuenta arios cargaba las ultimas cajas de cartón en una gran embarcación de motor. Wallander dudó un instante, pues se había imaginado el barco del correo con otro aspecto, quizá con el símbolo de Correos en una banderola que restallase al viento. El hombre, que acababa de cargar dos palés de botellas de soda, se quedó mirando a Wallander.

—¿Tú eres el que quiere ir a Bärnsö?

—Así es.

El hombre bajó a tierra y le tendió la mano.

—Lennart Westin —se presentó.

—Siento haber llegado algo tarde —se disculpó Wallander.

—Bueno, no tenernos tanta prisa.

—Antes de que se me olvide… No sé si la mujer que te llamó dejó claro que tengo que regresar de algún modo. Luego, por la tarde o por la noche.

—¡Ah!, ¿no vas a quedarte?

Wallander se dio cuenta de que la situación empezaba a resultar algo incómoda. Ni siquiera sabia si Ann-Britt Höglund le había dicho al hombre que él era policía.

—Voy, a ver si me explico —declaró al tiempo que sacaba su placa—. Soy Policía de la brigada criminal de Ystad y estoy investigando un caso bastante complicado y no menos desagradable.

Westin resultó ser un hombre avispado.

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