Pisando los talones (35 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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—¿Cuándo será el entierro?

—No lo sé.

—Va a ser un tormento.

—Al menos, nos ahorraremos ver a su viuda y a sus pequeños llorando a lágrima viva —comentó Wallander—. Pero, desde luego, será un mal trago.

Bajó las escaleras y buscó la taquilla de Svedberg. Cuando la abrió, no sabía qué esperaba encontrar dentro. Seguramente nada de interés. Había un par de toallas, pues su colega solía tomar una sauna todos los viernes por la noche. Una pastilla de jabón y un frasco de champú, además de un par de zapatillas de deporte viejas. Wallander palpó a tientas en la balda superior, donde halló una funda de plástico con papeles. La sacó y se puso las gafas para hojear su contenido. Halló una notificación de la Dirección de Tráfico, en la que lo informaban de que debía pasar la revisión del coche, y algunas notas que, con cierta dificultad, pudo identificar como listas de la compra. Sin embargo, también encontró unos billetes de tren y de autobús. El 19 de julio, Svedberg, si es que había sido él, había tomado uno de los primeros trenes de la mañana a Norrköping. El día 22 del mismo mes, regresó a Ystad. Tanto el billete de ida como el de vuelta estaban picados, de lo que dedujo que había utilizado los dos. Trató de ver a continuación lo que ponía en los billetes de autobús, pero las letras estaban muy desvaídas. Acercó uno de ellos a una luz pero, aun así, no pudo descifrar lo que ponía. Cerró la taquilla y se llevó la funda de plástico a su despacho, donde intentó leerlos con ayuda de una lupa, pero lo único que pudo ver fueron el precio del billete y la inscripción «Transporte Municipal de Östergötland». Frunció el entrecejo y dejó el billete sobre la mesa. ¿Qué había ido a hacer Svedberg en Norrköping o en algún otro lugar próximo a aquella ciudad? Tres días había estado fuera, durante sus vacaciones. El inspector marcó el número de Ylva Brink, que, en contra de lo habitual, estaba en casa. Pero ella no tenía la menor idea de por qué Svedberg podría haber viajado a Östergötland, pues no tenía allí ni familiares ni amigos.

—Tal vez la mujer llamada Louise viva en ese lugar —sugirió—. ¿Sabéis ya quién es?

—No, aún no, pero, claro, puede que tengas razón…

Salió a buscar una taza de café, sin dejar de pensar en la conversación con Mona. No le cabía en la cabeza que pudiera casarse con aquel escuálido jugador de golf que, al parecer, vivía de la importación de sardinas. Regresó a su despacho. Los billetes de autobús seguían allí, sobre la mesa. De repente se quedó petrificado, con la taza en la mano.

Tenía que haber pensado en ello de inmediato, en lo que halló escrito en el álbum de fotos de Isa Edengren. ¿Cómo se llamaba la isla? ¿Bärnsö? ¡Y Martinson le había dicho que estaba en el archipiélago de Östergötland!

Dejó la taza con tal apresuramiento que salpicó el nuevo aparato de teléfono, como en una especie de ceremonia de inauguración, y lo estrenó con una llamada a Martinson.

—¿Dónde estás? —inquirió.

—Tomando café con Lillemor Norman. Su marido no tardará en llegar.

Wallander percibió en el tono de voz de Martinson que aquella visita no le estaba resultando nada fácil.

—Quiero que le hagas una pregunta ahora mismo, sin que cortemos la llamada. Quiero averiguar si sabe algo de la isla esa, Bärnsö. Si Isa Edengren tiene algo que ver con ese lugar.

—¿Sólo eso?

—Sí, nada más.

Wallander aguardaba la contestación cuando Ann-Britt Höglund asomó la cabeza por la puerta; de ello dedujo que Hanson sabía hacia dónde se decantaban sus preferencias. La colega señaló la taza de café Y desapareció.

Martinson volvió a ponerse al teléfono.

—Bueno, la respuesta es bastante sorprendente. Según ella, la familia Edengren no sólo tiene chaléts en España y Francia, sino también una casa en esa isla.

—Muy bien —se felicitó Wallander—. Por fin empiezan a aclararse las cosas.

—Y aún hay más —añadió Martinson—. Asegura que Lena y sus amigos estuvieron allí en varias ocasiones.

—Pues yo sé de otra persona que también ha estado allí —afirmó Wallander.

—¿Quién?

—Svedberg. Entre el 19 y el 22 de julio.

—¡Joder! ¿Y cómo te has enterado de eso?

—Ya te lo contaré cuando vuelvas. Ahora, termina con lo que has ido a hacer ahí.

Wallander colgó el auricular, en esta ocasión con más cuidado.

Ann-Britt Höglund, que entraba en ese momento en el despacho, notó enseguida que había novedades.

17

Wallander tenía razón. A Ann-Britt Höglund nunca llegó a ocurrírsele la idea de bajar al sótano y mirar en la taquilla de Svedberg. Wallander no pudo evitar sentir cierta satisfacción por ese descuido de su compañera. Él la consideraba una buena policía, pero el que no hubiera caído en mirar en la taquilla demostraba que tampoco ella era infalible.

Repasaron rápidamente los últimos acontecimientos. Isa Edengren había desaparecido y, en opinión de Wallander, encontrarla era una tarea de máxima prioridad.

Ann-Britt Höglund lo presionó para que le contase qué era lo que estaba barruntando. En realidad, él no estaba muy seguro de nada. Sólo sabía que Isa tenía que haber participado en aquella fiesta y que, por si fuera poco, había intentado quitarse la vida sin que hasta el momento se supiera el motivo. Y ahora había huido del hospital.

—Hay otra posibilidad, claro —señaló Ann-Britt Höglund—. Por espeluznante e inverosímil que parezca.

Wallander sospechaba a qué se refería.

—¿Estás pensando en que Isa pudo haber asesinado a sus amigos? La verdad, también a mí se me ha pasado por la cabeza. Pero no hay duda de que estaba enferma la noche de San Juan.

—Si es que ocurrió aquella noche —apuntó Ann-Britt Höglund—. En realidad, seguimos sin saberlo con certeza.

Wallander comprendió que tenía razón.

—En ese caso, aún es más urgente que demos con su paradero. Tampoco hay que olvidar al hombre que llamó al hospital suplantando la personalidad de Lundberg.

Ella abandonó el despacho dispuesta a ponerse en contacto con las familias Hillström y Boge, y con el resto de los jóvenes que aparecían en la fotografía hallada en el apartamento de Svedberg. Wallander se había asegurado de que no olvidase preguntarles por la isla archipiélago de Östergötland. Tan pronto como ella salió de su despacho, recibió una llamada de Nyberg. Wallander pensó que habrían hallado el lugar del parque en el que los cuerpos habían estado enterrados.

—Todavía no —le reveló Nyberg—, y me parece que nos llevará bastante tiempo. El motivo de mi llamada es muy distinto. Hemos recibido noticias de la escopeta que hallamos en casa de Svedberg.

Wallander sacó su bloc escolar.

—Los del registro de armas son muy eficaces —continuó Nyberg—. El arma con que asesinaron a Svedberg fue robada hace dos años. En Ludvika.

—¿Ludvika?

—Presentaron la denuncia del robo ante la policía de Ludvika el 19 de febrero de 1994. Fue un colega llamado Wester quien tomó declaración de la desaparición. El denunciante, un hombre llamado Hans-Ke Hammarlund, era el propietario de las armas, tenía licencia y las guardaba a muy buen recaudo. El 18 de febrero se desplazó a Falun a fin de hacer unas reparaciones. Trabajaba como autónomo en el ramo de la electricidad, según se lee en la denuncia. Además, se dedicaba a la caza. La noche del 18 al 19 de febrero, alguien entró en su casa. Su mujer, que dormía en la planta superior, no oyó nada. Cuando Hammarlund regresó de Falun al día siguiente, descubrió el robo y lo denunció el mismo día. Una de las armas robadas era una Lambert Baron, de fabricación española. Los números de serie coinciden. Nunca hallaron ninguna de las armas robadas, como tampoco lograron identificar a ningún posible sospechoso del robo.

—Si no lo he entendido mal, ¿le robaron varias armas el mismo día?

—Así es. Por alguna extraña razón, el ladrón no se molestó en llevarse un rifle de caza mayor, para la caza del alce, en concreto, de gran valor, pero sí se llevó dos pistolas. O, para ser exactos, un revólver y una pistola. Lo que no dice la denuncia son las marcas. A mi entender, nuestro colega Wester redactó bastante mal la denuncia. Por ejemplo, no dice ni una palabra acerca del modo en que el ladrón entró en la casa. En cualquier caso, supongo que ya te has figurado lo que se desprende de todo esto.

—Que cabe la posibilidad de que otra de las armas robadas se utilizase en el parque. Y eso es algo que tenemos que averiguar lo antes posible.

—Ludvika está en Dalarna, es decir, bastante lejos. Pero las armas pueden aparecer en cualquier lugar.

—Bien, lo que no me parece sensato es pensar que Svedberg hubiera robado el arma con que murió.

—Tratándose de armas robadas, es raro poder seguir su rastro, pues pasan por muchas manos —advirtió Nyberg—. Las armas se roban, se venden, se usan antes de ponerse en venta de nuevo… La escopeta pudo haber tenido muchos propietarios antes de ir a parar al apartamento de Svedberg.

—Comoquiera que sea, es una información crucial —concluyó Wallander—. Y yo me siento como si estuviésemos inmersos en una espesa niebla.

—Pues aquí hace un tiempo la mar de agradable, pero maldita la gracia que me hace buscar un lugar que se supone que ha hecho las veces de tumba provisional.

—Bueno, te librarás de eso cuando estés jubilado, y no sólo tú; también yo y todos los demás que ahora andamos metidos en estos menesteres.

Nyberg se despidió, no sin antes prometerle que daría la máxima prioridad a la identificación de las otras armas robadas y al análisis de la munición utilizada en el crimen del parque. El inspector acababa de inclinarse sobre su bloc para plasmar sobre el papel un resumen de la situación, cuando sonó el teléfono de nuevo. En esta ocasión, era el doctor Göransson quien llamaba.

—No viniste a la consulta esta mañana —le reprochó.

—Lo siento —se disculpó Wallander—. A decir verdad, no tengo ninguna excusa.

—Imagino que tendrás mucho trabajo. Es horrible lo que está ocurriendo. Ya casi da miedo abrir el periódico. Yo estuve unos años trabajando en un hospital de Dallas, y tengo la impresión de que el
Ystads Allehanda
empieza a parecerse a los periódicos de Tejas.

—Pues sí. Y la verdad es que trabajamos las veinticuatro horas del día. No hay más remedio.

—Ya. A pesar de todo, creo que deberías dedicarle un poco de tiempo a tu salud —le aconsejó Göransson—. Una diabetes mal controlada en combinación con una tensión arterial alta… No es un cuadro clínico como para tomárselo a broma.

Wallander le habló de la prueba que le hicieron la noche anterior, en el hospital, y del nivel de glucemia que le notificaron.

—Bueno, eso no viene más que a confirmar lo que acabo de decirte. Tenemos que hacerte un reconocimiento a fondo. El hígado y los riñones, la actividad pancreática. Y no creo que debamos posponerlo.

Wallander comprendió que no podía escabullirse y al final acordaron que se presentaría en la clínica a las ocho del día siguiente. Le prometió que no ingeriría ningún alimento antes del reconocimiento y que procuraría llevarle una muestra de la primera orina de la mañana.

—Ya me figuro que no tendrás tiempo de pasarte por aquí para recoger un frasco de muestras —aseguró Göransson.

Wallander colgó y dejó a un lado el bloc escolar. De repente, tornó clara conciencia de lo poco que se había cuidado durante muchos años. En realidad, todo empezó cuando Mona le pidió el divorcio y se marchó de casa, hacía ya casi siete. Por un instante, la culpó a ella. Sin embargo, sabía muy bien que el único responsable era él. Se levantó y fue a mirar por la ventana. Hacía un caluroso día de agosto.

Göransson estaba en lo cierto. Si quería vivir al menos diez años más, tenía que tomarse en serio su salud. No bien pensó eso, se preguntó por qué había fijado el límite justamente en esos diez años.

Regresó al escritorio y, durante un momento, clavó la mirada en la página en blanco de su bloc. Luego buscó los números de teléfono de España y de Francia y empezó a marcar, no sin antes comprobar en un listín que fue a España adonde llamó la primera vez que habló con la madre de Isa Edengren. Esperó un poco, y a punto estaba ya de colgar cuando oyó la voz de un hombre al otro lado del hilo. Wallander se presentó.

—Sí, me dijeron que había llamado. Soy el padre de Isa.

Le dio la sensación de que el hombre lamentaba la realidad de lo que acababa de decir, y de nuevo empezó a sentirse indignado.

—Supongo que había pensado volver a casa para cuidar de Isa —dijo el inspector, tratándolo de usted con toda intención.

—Pues no, la verdad. No parecía existir ningún peligro inminente.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque llamé al hospital.

—¿No diría usted, por casualidad, que se llamaba Lundberg?

—¿Por qué iba yo a hacer tal cosa?

—Claro, olvídelo. Era sólo curiosidad.

—¿Acaso la policía no tiene nada mejor que hacer que dedicarse a formular preguntas estúpidas?

—¡Claro que sí! —estalló Wallander, ya sin esforzarse por ocultar su indignación—. Por ejemplo, podríamos ponernos en contacto con la policía española y pedirles que nos echen una mano para obligarles a regresar en el primer avión que salga para Suecia.

Por supuesto, jamás habría hecho eso, pero, a esas alturas de la investigación, Wallander estaba harto de los padres de Isa Edengren, harto de la extrema frialdad con que trataban a su hija, pese a que ya se les había suicidado un hijo. Se preguntaba cómo la gente era capaz de comportarse así con sus hijos.

—Lo que acaba de decir resulta bastante ofensivo.

—Tres de los amigos de Isa han sido asesinados —le reveló Wallander—. Según el plan inicial, su hija tendría que haber estado con ellos cuando esto sucedió. Le estoy hablando de asesinato, de modo que, a partir de ahora, conteste usted a mis preguntas, a menos que prefiera que me ponga en contacto con la policía española. ¿Me he explicado con claridad?

El hombre pareció empezar a perder el aplomo.

—¿Qué es lo que ha ocurrido, en realidad?

—Según tengo entendido, en los quioscos de prensa de la Costa del Sol española pueden adquirirse periódicos suecos. Y supongo que sabe usted leer.

—¿Qué demonios está insinuando?

—Lo que le acabo de decir, ni más ni menos. Ustedes tienen una casa de campo en una isla llamada Bärnsö. ¿Tiene Isa las llaves de esa casa, o le está prohibida la entrada allí también?

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