«La respuesta de Lund», pensó enseguida, notando cómo la tensión crecía en su interior.
—¿Qué dicen? —preguntó Wallander.
—¿Quiénes?
—¿No has estado hablando con Lund?
—No, no me dio tiempo. Me sonó el teléfono antes de que pudiera marcar. Por eso te llamo.
Wallander detectó la preocupación en el tono de su voz, y Martinson no solía preocuparse sin motivo.
«Otro más no, por favor», imploró en su fuero interno. «No más muertos. No podremos resistirlo».
—Llamaron del hospital —explicó Martinson—. Todo parece indicar que Isa Edengren ha huido.
El reloj del coche de Wallander indicaba las ocho y tres minutos. Era lunes, día 12 de agosto.
Wallander se fue directamente al hospital y, por cierto, pisando el acelerador más de la cuenta. Al llegar, vio que Martinson estaba esperándolo. Dejó el coche en una zona en la que estaba prohibido estacionar.
—¿Qué ha ocurrido?
Martinson llevaba un bloc de notas en la mano.
—En realidad, nadie lo sabe —admitió—. Al parecer, se vistió y se marchó esta madrugada. Pero nadie la vio irse.
—¿Había hecho alguna llamada telefónica? ¿Cabe la posibilidad de que alguien viniera a recogerla?
—Será difícil averiguar todo eso. En esta planta hay muchos pacientes y, por las noches, el personal es más que escaso. Además, hay varios teléfonos. Tuvo que irse antes de las seis. Y hacia las cuatro aún estaba aquí, pues una enfermera se asomó a su habitación y vio que estaba acostada y durmiendo.
—O, más bien, fingiendo dormir —observó Wallander—. En realidad, esperaba el momento oportuno para marcharse.
—Sí, pero ¿por qué?
—No lo sé.
—¿Crees que volverá a intentar suicidarse?
—Tal vez, pero piensa un poco: no bien le contamos lo que les ocurrió a sus amigos, abandona el hospital a toda prisa. ¿Qué crees que significa eso?
—¿Qué tiene miedo?
—Exacto. La cuestión es de qué.
Wallander sólo conocía un lugar por donde empezar a buscarla: la casa a las afueras de Skårby. Martinson había ido al hospital en su propio coche y Wallander quería que lo siguiese, aunque sólo fuese para no ir solo.
Al llegar a Skårby, se detuvieron ante la casa de los Lundberg. El hombre estaba fuera, ocupado con su tractor. Levantó la vista, asombrado, cuando vio que dos coches frenaban ante su casa. Wallander le presentó a Martinson y fue directo al grano.
—Ayer llamaste al hospital y te informaron de que la chica se encontraba bien. Esta mañana desapareció, en algún momento entre las cuatro y las seis de la madrugada. Quiero saber si la has visto. ¿A qué hora sueles levantarte por las mañanas?
—Temprano. Tanto mi mujer como yo solemos estar en pie a eso de las cuatro y media.
—Es decir, que Isa no ha estado aquí.
—No.
—¿Oíste pasar algún coche?
La respuesta fue rápida y clara.
—Ke Nilsson, que vive unas casas más arriba, suele pasar por aquí poco después de las cinco. Trabaja tres días a la semana en un matadero. A excepción del suyo, no ha pasado ningún coche.
En ese momento, la mujer de Lundberg salió de la casa. Había oído la última parte de la conversación.
—Isa no ha estado aquí —aseguró—. Y tampoco ha venido ningún coche.
—¿Se os ocurre algún otro lugar al que haya podido ir? —les preguntó Martinson.
—No, la verdad es que no.
—Si os llama, avisadnos enseguida —les conminó Wallander—. Necesitamos localizarla lo antes posible, ¿entendido?
—Ella no suele llamar —advirtió la mujer cuando Wallander ya iba camino de su coche.
Se dirigieron al jardín de los Edengren. Una vez allí, tanteó con la mano en el interior del canalón. Allí estaban las llaves. Luego se llevó a Martinson a la parte posterior de la casa, hasta el cenador, y comprobó que todo estaba tal como él lo había dejado. Volvieron a la fachada principal de la casa y Wallander abrió la puerta. Una vez en el interior, la vivienda daba la impresión de ser aún más grande que vista desde fuera. Todo parecía muy costoso, pero transmitía tal frialdad que Wallander se sintió como en un museo. No había el menor rastro que indicase que estuviese habitada. Recorrieron las habitaciones de la planta baja y enseguida pasaron a la de arriba. En uno de los dormitorios, un gran modelo de aeroplano colgaba del techo y, en una mesa, vieron un ordenador sobre el que alguien había dejado un suéter. Wallander supuso que sería la habitación de Jörgen, el hermano de Isa, que se había suicidado hacía unos años. Al entrar en el cuarto de baño, vio una toma de corriente junto al espejo. Con un estremecimiento, le comentó a Martinson que, con toda probabilidad, se encontraban en el lugar donde el hermano de Isa se había quitado la vida.
—No es muy frecuente eso de suicidarse con un tostador —observó Martinson cuando Wallander ya salía del cuarto de baño.
La habitación contigua era otro dormitorio. Entró en él y, al verlo, supuso que sería el de Isa.
—Hay que buscar a conciencia.
—¿Y qué tenemos que buscar? —inquirió Martinson.
—No lo sé. Pero Isa iba a participar en la fiesta del parque. Luego intentó suicidarse y ahora ha huido del hospital. Y tanto tú como yo pensamos que tiene miedo.
Wallander se sentó ante el escritorio de la joven mientras Martinson revisaba la cómoda y luego inspeccionaba en el gran armario que había pegado a una de las paredes. Los cajones del escritorio no estaban cerrados con llave, cosa que sorprendió a Wallander. Sin embargo, cuando fue abriéndolos, uno a uno, comprendió por qué no les habían echado la llave: estaban prácticamente vacíos. Frunció el entrecejo al tiempo que se preguntaba por qué en aquellos cajones no había nada salvo algunas horquillas, unos lápices viejos y un puñado de monedas de diversos lugares del mundo. ¿No sería aquello indicio de que alguien había estado allí y los había vaciado? Pudo haber sido la misma Isa o cualquier otra persona. Abrió el cartapacio verde y halló una acuarela hecha, a todas luces, por un pincel inexperto. «IE 95», se leía en el ángulo inferior derecho. Representaba una marina, mar y acantilados. Volvió a cubrirla con el cartapacio. En una estantería, junto a la cama, había varias hileras de libros. Pasó un dedo por los lomos mientras leía los títulos. Recordó que algunos de ellos los había leído también Linda. Tanteó con la mano detrás de los libros y halló otros dos, que tal vez se hubiesen caído o que alguien pudo haber escondido. Los sacó y comprobó que ambos estaban en inglés.
Journey lo the Unknown
se llamaba el primero,
Viaje a lo desconocido
, de un tal Timothy Neil. El otro llevaba por título
How to Cast Yourself in the Play of Life, Qué papel representar en el teatro de la vida
, de Rebecka Stanford. Las portadas de ambos tenían ilustraciones de un estilo similar: figuras geométricas, cifras y letras que parecían flotar libremente en una especie de panorama cósmico. Wallander se sentó de nuevo ante el escritorio. Se notaba que habían leído los libros más de una vez, pues se abrían solos por ciertas páginas, en su mayoría manoseadas y dobladas. Se puso las gafas y se dispuso a leer las contraportadas. Timothy Neil hablaba de que, en la vida, era importante seguir algo que él denominaba «mapas espirituales», mapas que uno podía aprender a trazar mientras dormía. Wallander hizo un mueca mientras lo dejaba sobre el escritorio y tomaba el de Rebecka Stanford, que escribía sobre lo que ella llamaba «la descomposición cronológica». Aquello atrajo enseguida la atención de Wallander. En efecto, el libro parecía tratar de cómo aprender, en un círculo de amigos, a dominar el tiempo y avanzar o retroceder por las diversas épocas, pasadas y futuras. La autora parecía convencida de que aquello era un instrumento idóneo para que la gente pudiese vivir plenamente «en una época dominada por el despropósito y la desorientación crecientes».
—¿Has oído hablar de una escritora llamada Rebecka Stanford? —le preguntó a Martinson, que, subido a una silla, rebuscaba en las baldas superiores del armario.
Martinson bajó de la silla y observó la portada del libro, negando con la cabeza.
—Debe de tratarse de uno de esos libros para adolescentes —sugirió—. Lo mejor será que le preguntes a Linda.
Wallander asintió. Claro, Martinson tenía razón, le preguntaría a Linda, que siempre estaba leyendo. Durante los días que pasaron en Gotland, había echado un vistazo a los libros que su hija se había llevado y llegó a la conclusión de que no conocía a uno solo de los autores.
Martinson siguió buscando en el armario y Wallander regresó a la estantería que había junto a la cama, donde encontró algunos álbumes de fotos. De nuevo sentado ante el escritorio, empezó a hojearlos. Estaban llenos de fotografías de Isa y de su hermano Jörgen. Los colores habían empezado a desvanecerse. Había fotografías tomadas en exteriores y otras en distintas habitaciones. En una de ellas aparecían Isa y su hermano en un paisaje nevado, cada uno a un lado de un muñeco de nieve, ambos muy tensos y estirados, sin dar muestras de la menor alegría o satisfacción. Seguían algunas hojas en las que sólo había fotografías de Isa: en la escuela, ella con unos amigos en Copenhague… Luego, otra vez Jörgen, ahora con más edad, unos quince años y expresión lúgubre. Wallander no era capaz de determinar si la pesadumbre que reflejaba su rostro en esa foto era auténtica o fingida. «La expresión que tiene ahí es como una premonición del futuro suicidio», pensó Wallander con un estremecimiento. «Pero ¿era el muchacho consciente de ello?». Isa sonríe en las fotos. Jörgen se muestra sombrío. Más adelante, unas fotos tomadas en la costa mostraban el mar y unos acantilados. Wallander sacó de nuevo la acuarela y comprobó que los dos paisajes se parecían. En una de las hojas del álbum había un nombre Y una fecha: «Bärnsö, 1989». El inspector continuó hojeando el álbum, pero en ninguna de las páginas encontró fotografías de los padres. Sólo de Jörgen y de Isa; de amigos y algún paisaje; el mar e islotes remotos. Ni una sola fotografía de los padres.
—¿Tú sabes dónde está Bärnsö? —inquirió Wallander.
—¿No es uno de esos lugares que suelen nombrar en la previsión meteorológica cuando hablan del estado de la mar?
Wallander lo ignoraba. Pasó al siguiente álbum, donde halló fotografías de años posteriores. Seguían sin aparecer los padres, ni, en general, ningún adulto, con la única excepción de los Lundberg, que sí salían retratados en una foto, ante la puerta de su casa. Más allá, se vislumbraba el tractor. Era verano. Los dos exhibían una amplia sonrisa. Wallander tuvo la convicción de que Isa había tomado la foto. Después, más paisajes marítimos, en uno de los cuales aparecía la propia Isa, de pie sobre una roca que apenas sobresalía de la superficie del mar.
Dedicó un buen rato a contemplar aquella fotografía.
No parecía sino que la joven caminara sobre las aguas. ¿Quién la habría tomado?
De pronto, algo lo sacó de sus cavilaciones: Martinson había lanzado un silbido ante el armario.
—Creo que deberías echarle un vistazo a esto —sugirió.
Wallander se levantó como un rayo.
Martinson sostenía en su mano una peluca similar a las que Boge, Norman y Hillstróm habían lucido en su fiesta. De uno de los mechones colgaba una tarjetita sujeta con una goma. Wallander la soltó con mucho cuidado.
—«Alquiler de disfraces Holmsted, Copenhague» —leyó—, con la dirección y el número de teléfono.
Le dio la vuelta a la tarjeta y pudo comprobar que la peluca había sido alquilada el 19 de junio y que debía haberse devuelto el día 28 del mismo mes.
—¿Te parece que llamemos ahora mismo? —inquirió Martinson.
—Sí, aunque quizá sería mejor que nos presentáramos allí —propuso Wallander—. En fin, empieza por llamar.
—Prefiero que llames tú —recomendó Martinson—. A mí los daneses no me entienden.
—Será que tú no los entiendes a ellos —bromeó Wallander en tono amable—. Simplemente, no te molestas en prestar atención a lo que dicen.
—Ya, bueno. Yo me dedicaré a averiguar dónde está Bärnsö. Por cierto, ¿por qué es importante saberlo?
—Sí, esa misma pregunta me hago yo —admitió Wallander mientras marcaba el número de Copenhague desde su móvil.
Una mujer atendió al teléfono. Wallander le dijo quién era y le explicó el motivo de su llamada: una peluca alquilada el 19 de junio y que no habían devuelto a tiempo.
—Está a nombre de Isa Edengren —aclaró—. De Skårby, Suecia.
—Un momento. Voy a comprobarlo.
Wallander aguardaba mientras Martinson, que había salido de la habitación para telefonear, le preguntaba a alguien el número de teléfono de la central de salvamento marino. Al fin, la mujer regresó.
—No hay ninguna peluca alquilada a nombre de Isa Edengren. Ni ese día, ni ninguno anterior.
—En ese caso, probaremos con otro nombre —dijo Wallander.
—Escuche, estoy sola en la tienda y hay algunos clientes esperando. ¿No podríamos dejarlo para otro momento?
—No, ha de ser ahora o me veré obligado a ponerme en contacto con la policía danesa.
La mujer no protestó. Él le dio los demás nombres —Martin Boge, Lena Norman y Astrid Hillström— y se dispuso a esperar de nuevo. Entretanto, Martinson parecía enfrascado en una discusión con un desconocido que se empeñaba en pasarlo con otra persona. La mujer volvió al aparato.
—Tenía razón. Una persona llamada Lena Norman alquiló y pagó por adelantado cuatro pelucas el 19 de junio, además de otras prendas. Tenía que devolverlo todo el 28 de junio. Sin embargo, no hemos recibido nada, así que íbamos a enviar un aviso.
—¿Te acuerdas de la joven? ¿Puedes recordar si iba sola?
—No, la atendió mi compañero, el señor Sörensen.
—¿Podría hablar con él?
—Me temo que no. Está de vacaciones hasta finales de agosto.
—¿Y dónde se encuentra ahora? ¿Podríamos localizarlo?
—Está en la Antártida.
—¿Dónde?
—Va camino del Polo Sur. Además, se detendrá a visitar antiguos puertos balleneros. El padre del señor Sörensen se dedicaba a la pesca de ballenas. Creo que incluso era arponero.
—En otras palabras, que ahora mismo no hay nadie ahí que pueda identificar a Lena Norman, ni tampoco decirnos si acudió sola a alquilar las pelucas.
—No, lo siento. Pero, por supuesto, queremos recuperarlas. Como es natural, les exigiremos un recargo.