Mientras Linnman reflexionaba, Wallander constató que aún hacía calor… y que necesitaba ir al baño.
—No —concluyó Linnman—. Nada que yo recuerde, pero quizá Robban haya visto algo.
—¿Quién es Robban?
—El chico al que le pasé la manguera. Aunque dudo mucho de que ése se dé cuenta de nada; no piensa más que en su moto.
—Mejor será que nos lo diga él mismo. Si recuerdas algo más, dímelo enseguida, ¿vale?
Wallander le dio una de sus tarjetas de visita; cosa rara, esta vez sí llevaba varias encima. Linnman se la guardó en el bolsillo superior del mono.
—Voy a buscar a Robban.
La conversación con el joven albañil no se prolongó demasiado. Se llamaba Robert Tärnberg. Apenas si se había enterado de que habían asesinado a un policía en aquel bloque y, por supuesto, tampoco había notado nada extraño o relevante. Wallander concluyó que el joven no habría sido capaz de recordar ni a un elefante que hubiese pasado por la calle, así que no se molestó en dejarle su tarjeta.
Cuando volvió a subir al apartamento, tenía ya una posible explicación al hecho de que ninguno de los vecinos oyera los disparos. Entró en la cocina y llamó a la comisaría. La única que estaba localizable era Ann-Britt, y Wallander le pidió que le llevase una fotografía de Svedberg para mostrársela a los albañiles.
—Hemos enviado a algunos agentes a interrogar a los vecinos de los edificios colindantes, pero, al parecer, no se les ha ocurrido hablar con los albañiles.
Wallander regresó a la entrada del apartamento. Allí, inmóvil, intentó apartar de su mente toda idea superflua. Hacía ya muchos años, cuando lo trasladaron de Malmö a Ystad, su colega Rydberg había empleado precisamente aquellas palabras: apartar de la mente toda idea superflua. «En todo escenario de un crimen queda alguna huella. Las sombras de un suceso. Eso es lo que tenemos que encontrar».
Wallander abrió la puerta del apartamento. Allí mismo empezaba a experimentar la sensación de que algo no cuadraba. Una cesta situada bajo el espejo de la entrada contenía varios ejemplares antiguos del diario
Ystads Allehanda
, al que Svedberg estaba suscrito, pero en el suelo no había ningún periódico reciente. Dado que los carteros introducen el correo por la ranura de la puerta, Wallander se extrañó: en el suelo debería haber al menos uno de los últimos ejemplares, si no dos, o incluso tres, aunque esto resultaba menos probable. Aquello significaba que alguien había recogido los diarios del suelo. Fue a la cocina, donde encontró los correspondientes al miércoles y al jueves. La edición del viernes estaba sobre la mesa. Wallander marcó el número del teléfono móvil de Nyberg, que contestó de inmediato.
Le expuso su teoría sobre la hormigonera, si bien Nyberg no quedó muy convencido.
—El ruido atraviesa las paredes —aseguró Nyberg—. Si la hormigonera estaba funcionando, la gente de la calle no pudo oír los tiros, eso está claro, pero el sonido que se produce en el interior de la casa percute de un modo diferente. Lo leí en alguna parte.
—Tal vez deberíamos efectuar algunos disparos de prueba —sugirió Wallander—. Con la hormigonera y sin ella, y sin advertir a los vecinos.
A Nyberg le pareció buena idea.
—En fin. En realidad, te llamaba por el periódico —prosiguió Wallander—. El
Ystads Allehanda
.
—Dejé el del viernes sobre la mesa de la cocina —explicó Nyberg—. Pero vi que en la encimera había dos más. Otra persona debió de ponerlos allí.
—En ese caso, tendremos que buscar huellas dactilares, pues no sabemos quién los cambió de sitio.
Nyberg guardó silencio.
—Por supuesto, tienes razón. ¿Cómo cojones se me ha podido pasar algo así?
—No te preocupes, no los he tocado.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte ahí?
—Un par de horas, seguramente más.
—De acuerdo, entonces voy para allá.
Wallander sacó uno de los cajones de la cocina, pues recordaba haber visto allí varios bolígrafos y un bloc de notas; cogió el bloc y apuntó los nombres de Nils Linnman y Robert Tärnberg; asimismo, anotó que alguien tenía que hablar en breve con el repartidor de periódicos. Volvió a la entrada. «Sombras y huellas de un suceso». Permaneció quieto y contuvo la respiración mientras dejaba vagar la mirada por cuanto lo rodeaba. La cazadora de piel de Svedberg, la que más utilizaba, ya fuera invierno o verano, colgaba del perchero. Al registrar los bolsillos halló la cartera de su colega. «Nyberg no ha sido muy minucioso», se dijo para sus adentros.
De nuevo fue a la cocina. En la cartera de Svedberg, vieja y muy gastada por el uso, al igual que la cazadora, encontró 847 coronas, la tarjeta del cajero automático, la de la gasolinera y algunas tarjetas de visita, donde se leía: «Inspector de policía Svedberg». En el interior del monedero halló además el carné de conducir y la placa de policía. La fotografía más antigua era la del carné de conducir. En ella, Svedberg tenía una expresión lúgubre. Parecía tomada durante un verano, pues el hombre lucía sobre la calva una de sus habituales quemaduras producidas por el sol.
«Louise tendría que haberte advertido que te pusieras un gorro», pensó Wallander. «A las mujeres no les gusta ver a sus hombres con quemaduras». Retuvo la idea en su mente. Svedberg tenía siempre en la calva alguna zona quemada por el sol, como si nadie le hubiese recordado que se protegiese la cabeza. «Es como si hubiese una Louise y, al mismo tiempo, no la hubiese», se dijo. Tan sólo una persona sabía de su existencia: el primo de Svedberg, el creador de monstruos. No obstante, éste nunca la había visto a ella, sino tan sólo sus cabellos. Wallander hizo una mueca. Aquello no tenía mucho sentido. Tomó el auricular y llamó al hospital, donde le comunicaron que Ylva Brink entraría a trabajar de nuevo en el turno de noche. Entonces buscó el número de su casa. Comunicaba, así que esperó unos minutos antes de volver a llamar. Como seguía comunicando, volvió al contenido de la cartera. La fotografía de la placa de policía era reciente, con un Svedberg de mejillas una pizca más rellenas, aunque tan sombrío como en la otra.
Wallander miró en los demás compartimentos del monedero, pero ya no halló más que algunos sellos. Buscó una bolsa de plástico donde guardar la cartera y su contenido y, por tercera vez, volvió a la entrada. «Apartar de la mente toda idea superflua. Buscar huellas», se repitió, parafraseando a Rydberg. Fue al cuarto de baño y orinó, mientras recordaba lo que Sture Björklund le había contado sobre los cabellos teñidos de distintos colores. De la hipotética mujer que había en la vida de Svedberg, de esa mujer llamada Louise, sólo tenía un dato: que se teñía el cabello. Fue a la sala de estar y se colocó junto a la silla volcada en el suelo, pero mudó de parecer. Rydberg le habría dicho que intentaba avanzar demasiado deprisa. «Los indicios saldrán espantados, desaparecerán si te precipitas». Regresó, pues, a la cocina y llamó de nuevo a Ylva Brink, que respondió enseguida.
—Espero no molestar —se disculpó—. Ya sé que has estado trabajando toda la noche.
—De todas formas, no consigo conciliar el sueño —aseguró ella.
—Ya. El caso es que tenemos muchas preguntas y hay una que no puede esperar.
Wallander le refirió su entrevista con Sture Björklund y las supuestas visitas de una mujer llamada Louise.
—Él nunca me habló de eso —afirmó Ylva en tono ligeramente indignado.
—¿Quién no te habló nunca de eso, Kalle o Sture?
—Ninguno de los dos.
—Bien, empecemos por Sture. ¿Qué tipo de relación existe entre vosotros dos? ¿Te sorprende que no te hubiese mencionado la existencia de esa mujer?
—No, simplemente, no me lo creo.
—Pero ¿por qué habría de mentir?
—No lo sé.
La conversación empezaba a cobrar tal cariz que Wallander decidió no continuarla por teléfono. Miró el reloj; eran las seis menos veinte. Necesitaba quedarse en el apartamento de Svedberg al menos una hora más.
—¿Qué tal si nos vemos? —propuso—. Estaré libre a partir de las siete de la tarde.
—¿Nos vemos en la comisaría? Como está cerca del hospital… Hoy también tengo turno de noche.
Concluida la conversación, Wallander volvió a la sala de estar y se situó junto a una de las sillas rotas y volcadas. Echó una ojeada a su alrededor tratando de imaginar el drama que había tenido lugar en la habitación. A Svedberg le habían disparado de frente, tal vez con una ligera inclinación de abajo arriba, según apuntó Nyberg, como si quien disparó hubiese sujetado el arma a la altura de la cadera o, como mucho, del pecho. Las salpicaduras de sangre halladas tras el cuerpo de Svedberg habían alcanzado la mitad superior de la pared. Después, el policía debió de caer hacia la izquierda. Probablemente se agarró a la silla y la arrastró consigo en la caída. De ahí que se rompiese uno de los listones del respaldo. Pero ¿estaba sentado cuando ocurrió? ¿Tal vez a punto de levantarse? ¿O quizá ya estuviese de pie?
De pronto, a Wallander se le antojó que aquella cuestión era crucial. Si Svedberg estaba sentado en la silla, debía de ser porque conocía al asesino: de haber sorprendido a un ladrón armado, no habría tomado asiento ni habría permanecido sentado. Wallander recorrió la distancia que lo separaba del punto en el que hallaron la escopeta. Se dio media vuelta y observó de nuevo la habitación, ahora desde este ángulo. Los disparos no tenían por qué haberse realizado desde allí, aunque sí muy cerca.
Permaneció inmóvil, como conjurando tanto las sombras como las huellas. De nuevo le sobrevino, con intensidad creciente, aquella sensación de que había algo tremendamente ilógico en todo aquello. ¿Acaso Svedberg había sorprendido al ladrón cuando regresaba a su casa? Si el ladrón hubiera accedido al apartamento por el recibidor, Svedberg se habría encontrado en una posición totalmente anormal; al igual que si hubiese entrado en la sala de estar desde el otro lado, desde el dormitorio. Así, parecía lógico pensar que el ladrón no llevaba la escopeta en la mano, pues en tal caso, lo más probable era que Svedberg se hubiese lanzado sobre él. Por otro lado, a Svedberg le daba miedo la oscuridad, pero no se lo pensaba dos veces antes de actuar si la situación lo exigía.
El inspector estaba inmóvil, sumido en estos pensamientos, cuando, de repente, la hormigonera se detuvo. Aguzó entonces el oído. El ruido del tráfico procedente de la calle resultaba apenas perceptible. «Veamos la otra posibilidad», se dijo. «La persona que entra en el apartamento es, cuando menos, un conocido que, además, sabe que a Svedberg no le va a sorprender ni preocupar que lleve una escopeta. Algo sucede después. Svedberg muere y el asesino destroza medio apartamento. ¿Por qué? Es posible que busque algo, aunque también cabe la posibilidad de que quiera que parezca un robo». De nuevo le vino a la memoria el telescopio. Seguían sin encontrarlo. Sin embargo, ¿quién podría saber si faltaba algo más en el apartamento? Tal vez Ylva Brink.
Se acercó a la ventana y miró a la calle. Nils Linnman estaba echando la llave a una de las casetas de la obra. Robert Tärnberg se había marchado ya y Wallander recordó que, minutos antes, había oído el motor de una motocicleta. En ese momento llamaron a la puerta y el inspector se sobresaltó. Fue a abrir. Era Ann-Britt.
—Llegas tarde. Los albañiles ya se han marchado —dijo Wallander.
—Sí, pero pude enseñarles la fotografía de Svedberg antes de que se marchasen —explicó ella—. Ninguno lo había visto. O, al menos, no lo recordaban.
Se sentaron en la cocina y Wallander le comentó el resultado de su visita a Sture Björklund. Ella lo escuchó con atención.
—Si es cierto lo que dice Björklund, nuestra imagen de Svedberg cambia de forma radical —apuntó ella una vez que acabó el inspector.
—Pues sí, porque todo indica que ha mantenido su relación con esta mujer en secreto durante mucho tiempo. Me pregunto por qué.
—Tal vez esté casada.
—¿Algo así como una amante secreta? Y, a lo que parece, tan sólo cuando tenían acceso a la casa de Björklund, es decir, un par de semanas al año…, pues, si ha estado alguna vez en este apartamento, no es lógico que nadie la haya visto.
—Sea como sea, hemos de dar con ella.
—Sí. Pero he de admitir —dijo Wallander sopesando sus palabras— que hay otra idea que me ronda la cabeza… Si de verdad Svedberg mantuvo en secreto su relación con ella y no nos lo contó ni siquiera a nosotros, ¿qué otros aspectos de su vida nos ocultó?
El inspector vio que Ann-Britt comprendía su razonamiento.
—En otras palabras, tú no crees que se trate de un robo.
—Digamos que tengo mis dudas. El telescopio ha desaparecido. Es probable que Ylva Brink pueda decirnos si falta alguna otra cosa. Pero todo resulta tan escurridizo…, como si no hubiese nada obvio en este crimen, nada a lo que aferrarse.
—Hemos estado revisando sus cuentas bancarias —comentó Ann-Britt—. Bueno, al menos las que hemos localizado. Pero no hemos encontrado indicios de ninguna fortuna oculta ni de deudas escandalosas, salvo veinticinco mil coronas, del Audi. Ni más ni menos. Según el banco, siempre llevó muy bien sus números.
—Ya sé que no está bien hablar mal de los muertos, pero a mí me resultaba a veces algo tacaño —confesó Wallander.
—¿Por qué?
—Cuando en alguna ocasión comíamos juntos en un restaurante, pagábamos la cuenta a medias, por supuesto. Pero siempre me tocaba a mí dejar la propina.
Ann-Britt meneó la cabeza lentamente.
—Es curioso, yo nunca habría dicho que fuese tacaño.
Wallander empezó a contarle lo que se le había ocurrido sobre la hormigonera. No había terminado de explicárselo cuando oyeron el ruido de una llave en la cerradura. Los dos quedaron sobrecogidos, hasta que llegó a sus oídos el familiar carraspeo de Nyberg.
—¡Esos malditos periódicos! No me explico cómo pude pasarlos por alto.
Los guardó en una bolsa de plástico y la selló.
—¿Cuándo tendréis las huellas? —quiso saber Wallander.
—El lunes, como muy pronto.
—¿Y los forenses?
—Hanson se encarga de ellos —intervino Ann-Britt—. Pero trabajan rápido y estarán listos dentro de poco.
Wallander, tras pedirle a Nyberg que se sentase con ellos, lo puso al corriente de la mujer que supuestamente hubo en la vida de Svedberg.
—Me parece increíble —opinó Nyberg con voz recelosa—. No creo haber conocido a un soltero más convencido que Svedberg. ¿No recordáis su sauna de los viernes, en absoluta soledad?