«Aquí hay algo raro», pensó de nuevo, «algo muy raro».
No daba con lo que podía ser, pero la sensación crecía en su fuero interno, hasta corroerle el estómago. ¿Por qué habían disparado a Svedberg? ¿Qué era lo que no encajaba en absoluto en aquella imagen tremenda de su colega muerto y con la cara destrozada?
Llegó por fin al hospital, rodeó el edificio hasta la parte trasera, tocó el timbre de la puerta de urgencias y subió en el ascensor hasta la planta de maternidad. Los recuerdos le bailaban en la memoria. De nuevo, Svedberg y él se disponían a hablar con Ylva Brink. Sólo que Svedberg ya no estaba.
Era como si nunca hubiese existido.
De pronto, vio aparecer a Ylva Brink al otro lado de la puerta de cristal. Ella lo divisó al instante, pero él notó que le llevó varios segundos reconocerlo, los que él tardó en alcanzar la puerta y abrirla.
En ese preciso momento, Ylva comprendió además que algo grave había ocurrido.
Se sentaron en la oficina de la sección de partos. Eran ya las tres y nueve minutos de la madrugada. Wallander le dijo la verdad, que Svedberg estaba muerto, que lo habían asesinado de uno o más tiros de escopeta. Asimismo, le confesó que todavía ignoraban quién le había disparado, por qué razón y cuándo lo habían matado. Sin embargo, evitó darle detalles acerca del aspecto tanto de la víctima como del lugar del crimen.
Acababa de explicarle brevemente lo ocurrido cuando una enfermera del turno de noche entró a preguntarle algo a Ylva.
—Acabo de anunciarle la muerte de un familiar —intervino Wallander—. ¿Podría esperar un poco?
La enfermera estaba a punto de marcharse cuando Wallander le pidió un vaso de agua, pues tenía la boca tan seca que la lengua se le pegaba al paladar.
—Todos sus colegas estamos destrozados y conmocionados —prosiguió Wallander una vez que la enfermera se hubo marchado—. Comprendo que te resulte tan inexplicable como a nosotros.
Ylva Brink permanecía en silencio. Se había puesto muy pálida, aunque logró guardar la compostura. La enfermera regresó con el vaso de agua.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó, solícita.
—Por ahora nada —respondió Wallander.
Se bebió el vaso de un trago, sin lograr calmar su sed.
—No lo entiendo —dijo Ylva rompiendo su silencio—. Simplemente, no lo entiendo.
—Tampoco yo. Y creo que tardaré mucho tiempo en comprenderlo, eso si lo consigo algún día. —Se puso a buscar un bolígrafo en uno de los bolsillos de la chaqueta. Como le ocurría a menudo, no se había llevado ningún bloc de notas, así que sacó un papel usado de la papelera que había junto a la silla, y en el que alguien se había entretenido en dibujar unos monigotes, lo alisó con la mano y puso un periódico debajo—. Tengo que hacerte unas preguntas. ¿Sabes si tenía algún otro pariente? He de admitir que tú eres el único familiar de Svedberg que conozco.
—Sus padres murieron y no tenía hermanos. Aparte de mí, sólo tenía otro pariente. Yo soy su prima por parte de padre, pero también tiene un primo por parte de madre. Se llama Sture Björklund.
Wallander iba tomando notas.
—¿Sabes si vive en Ystad?
—En una finca a las afueras de Hedeskoga.
—O sea, que es agricultor.
—No, es catedrático de Sociología en la Universidad de Copenhague.
A Wallander le sorprendió el dato.
—No recuerdo haberle oído hablar nunca de él.
—Casi nunca se veían. Si lo que quieres saber es con qué parientes tenía contacto, la respuesta es que sólo conmigo.
—Ya, pero de todos modos hay que darle la noticia —observó Wallander—. Como comprenderás, un policía muerto en circunstancias violentas es una noticia que causará sensación en la prensa.
Ella lo miró con renovada atención.
—¿En «circunstancias violentas»? ¿Qué significa eso exactamente?
—Que, con toda probabilidad, murió asesinado.
—¿Y qué otra cosa podría ser?
—Ésa era mi próxima pregunta. ¿Crees que puede haberse suicidado?
—Todo el mundo puede, ¿no? Si se dan las circunstancias…
—Puede ser.
—¿Es que no se nota? Quiero decir, ¿tan difícil es saber si una persona ha sido asesinada o si se ha suicidado?
—No, no es tan difícil saberlo, pero tenía que preguntártelo.
Ylva Brink reflexionó un instante antes de responder.
—Hasta yo he pensado alguna vez en recurrir a esa posibilidad —dijo al cabo—. Sobre todo cuando he atravesado momentos difíciles. Pero nunca se me ocurrió pensar que Karl pudiese hacer algo así.
—¿Acaso él no tenía motivos?
—Bueno, no era precisamente una persona desgraciada.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?
—Me llamó el domingo pasado.
—¿Cómo lo encontraste?
—Como de costumbre.
—¿Por qué llamó?
—Solíamos llamarnos una vez a la semana, y si él no me llamaba, lo hacía yo. A veces venía a cenar a casa. Otras veces iba yo a la suya. Como creo que recordarás, mi marido casi nunca está en casa, pues trabaja de jefe de máquinas en un petrolero. Y nuestros hijos son ya mayores.
—¿Quieres decir que Svedberg preparaba la cena?
—Sí, ¿por qué te sorprende?
—Es que no me lo imagino en la cocina.
—Pues cocinaba muy bien; sobre todo el pescado.
Wallander retomó el hilo.
—El caso es que te llamó el domingo pasado, el 4 de agosto, y entonces no notaste nada raro.
—Así es.
—¿De qué hablasteis?
—De todo un poco. Pero recuerdo que se quejó de que estaba cansado, demasiado trabajo.
Esto sorprendió un tanto a Wallander.
—¿Seguro que dijo eso? ¿Demasiado trabajo?
—Sí.
—¡Pero si acababa de volver de vacaciones!
—Pues lo recuerdo perfectamente.
El inspector reflexionó un instante antes de continuar.
—¿Sabes qué hizo durante las vacaciones?
—Quizá sepas que no le gustaba salir de Ystad. Por lo general, se quedaba en casa. Como mucho, emprendía algún viaje corto a Polonia.
—Pero ¿qué hacía en casa? ¿Se quedaba sentado todo el día en su apartamento?
—Bueno, tenía sus aficiones.
—¿Cuáles eran?
Ella meneó la cabeza, displicente.
—Tú deberías conocerlas, ¿no? Las dos grandes pasiones de su vida eran contemplar las estrellas y estudiar la historia de los indios americanos.
—Lo de los indios sí lo había oído. Y que a veces se iba a Flasterbo a observar a los pájaros. Pero lo de las estrellas es nuevo para mí.
—Pues tenía un telescopio muy bueno.
Wallander no recordaba haber visto ninguno en el apartamento.
—¿Dónde lo tenía?
—En su despacho.
—Entonces, ¿a eso se dedicaba durante sus vacaciones? ¿A mirar las estrellas y a leer sobre los indios americanos?
—Eso creo. Pero este verano no fue como los demás.
—¿En qué sentido?
—Normalmente, nos veíamos bastante en verano, más que durante el resto del año. Pero este verano nunca tenía tiempo y, de hecho, en varias ocasiones le propuse que viniese a casa a cenar y siempre rechazó la invitación.
—¿Por qué crees que lo hacía?
Ella dudó antes de responder.
—Daba la sensación de que no tenía tiempo.
Wallander presintió que estaba a punto de obtener un dato importante.
—¿No te dijo por qué?
—No.
—Pero a ti te daría qué pensar, ¿o no?
—No mucho, la verdad.
—¿Notaste algún cambio en él? ¿Estaba distinto, parecía tener problemas?
—Estaba como siempre, sólo que andaba mal de tiempo.
—¿Cuándo te diste cuenta? ¿Cuándo te lo comentó por primera vez?
Ella se esforzó en recordar.
—Después del día de San Juan. Más o menos, cuando mi primo empezó las vacaciones.
La enfermera volvió a aparecer en el umbral de la puerta. Ylva Brink se levantó.
—Vuelvo enseguida.
Wallander se fue a buscar los lavabos, donde se bebió otros dos vasos de agua y aprovechó para orinar. Cuando regresó a la oficina, Ylva ya lo estaba esperando.
—Bueno, me voy a marchar ya —dijo Wallander—. Las demás preguntas pueden esperar.
—Si quieres, puedo llamar yo a Sture. Al fin y al cabo, los dos tendremos que encargarnos de los preparativos para el entierro.
—Te agradecería que lo hicieras, como mucho, en un par de horas —pidió Wallander—. Lo comunicaremos a la prensa hoy mismo, a las once de la mañana.
—Aún no me hago a la idea, la verdad. Me parece irreal —aseguró ella.
De repente, los ojos se le llenaron de lágrimas. También Wallander sintió que estaba a punto de echarse a llorar. Permanecieron sentados, cada uno luchando por controlar sus propias emociones. El inspector intentó concentrarse en el reloj de la pared, en cómo avanzaba el segundero.
—Quisiera hacerte otra pregunta. Svedberg era soltero y nunca he oído hablar de que hubiese ninguna mujer en su vida.
—Es que me parece que no la había.
—¿No crees que pudo ser eso precisamente lo que ocurrió este verano?
—¿Qué hubiese conocido a una mujer?
—Sí.
—¿Y que quizá por eso se sentía tan agotado?
Wallander comprendió lo absurdo de su razonamiento.
—Entiendo que puede parecer ridículo, pero, si queremos avanzar algo, tengo que hacerte todo tipo de preguntas.
Ylva Brink lo siguió hasta las puertas de cristal.
—Tenéis que atrapar al culpable —lo exhortó mientras le apretaba el brazo.
—Matar a un policía es lo más funesto que se puede hacer —sentenció Wallander—. Es como una garantía tácita de que acabaremos deteniendo al culpable.
Se dieron un apretón de manos.
—Llamaré a Sture antes de las seis.
Ya en la puerta, Wallander cayó en la cuenta de que tenía una pregunta más que hacer, una de las más básicas.
—¿Sabes si solía guardar en casa grandes cantidades de dinero?
Ella lo miró sin comprender.
—¿Y de dónde iba a sacar él ese dinero? ¡Si siempre estaba quejándose de lo poco que ganaba!
—Bueno, sí, no ganamos mucho.
—¿Tienes idea de cuál es el salario de una comadrona?
—Pues… no.
—En fin, será mejor que no te lo diga. La cuestión no es quién gana más, sino quién está peor pagado.
Al salir del hospital, Wallander respiró profundamente mientras escuchaba el gorjeo de los pájaros. Aún no eran las cuatro de la mañana y, pese a que soplaba una ligera brisa, la temperatura era agradable. Muy despacio, emprendió el regreso por la calle Stora Norregatan.
De pronto, le vino a la mente una pregunta que se le antojó más relevante que ninguna otra. ¿Por qué se había sentido Svedberg tan agotado, si acababa de disfrutar de sus vacaciones? ¿Acaso ese detalle guardaba alguna relación con su muerte?
Se detuvo en la angosta acera y retrocedió mentalmente hasta el terrible instante en que, en el umbral de la puerta, con Martinson a su espalda, había contemplado aquella espantosa visión. En aquel momento, vio a un hombre muerto y una escopeta. Y ya entonces, casi de inmediato, presintió que algo no encajaba.
Pero ¿qué podía ser? Se esforzó cuanto pudo, sin éxito. «Un poco de paciencia», se aconsejó a sí mismo. «Además, estoy cansado. Ha sido una noche muy larga, y aún no ha terminado».
Echó a andar de nuevo; no sabía cuándo tendría tiempo de dormir o de leer las listas de alimentos para su dieta. Pero se detuvo una segunda vez, pues lo asaltó una duda repentina. «¿Qué ocurriría si yo muriese de forma tan inesperada como Svedberg? ¿Quién me echaría de menos? ¿Qué diría la gente? ¿Qué había sido un buen policía, que sentirían mi ausencia en el asiento vacío de la sala de reuniones? Pero ¿quién me añoraría como persona, no como policía? ¿Tal vez Ann-Britt Höglund? ¿Quizá también Martinson?»
Una paloma atravesó el aire por encima de su cabeza.
«Lo ignoramos todo los unos de los otros», concluyó. «La cuestión es qué pensaba yo, en realidad, de Svedberg. Con el corazón en la mano, ¿acaso puedo decir que lo eche de menos? ¿Es posible llorar a una persona a la que no conocemos?».
Reanudó la marcha, a sabiendas de que las preguntas que acababa de formularse lo acosarían el resto del trayecto.
Regresar al apartamento de Svedberg fue como entrar de nuevo en una pesadilla; allí dentro no existía ni el verano ni el gorjeo de los pájaros. Muy al contrario, allí dentro, a la luz chillona de los focos, campeaba tan sólo la muerte. Lisa Holgersson se había marchado a la comisaría. Wallander se llevó a Ann-Britt Höglund y a Martinson a la cocina y a punto estuvo de preguntarles si alguno de los dos había visto a Svedberg cuando cayó en la cuenta… Se sentaron en torno a la mesa de la cocina, los rostros blancos como el papel. Wallander se preguntó qué aspecto tendría él mismo.
—¿Cómo va todo?
—¿Puede tratarse de algo distinto de un robo? —quiso saber Ann-Britt.
—Puede ser cualquier otra cosa. Una venganza, un loco, dos locos, tres locos… ¿Qué sabemos? Y lo cierto es que, mientras no sepamos nada, tenemos que partir de lo que vemos.
—Hay otra cosa —intervino Martinson.
Wallander asintió, pues se figuraba lo que el joven policía tenía en mente.
—El hecho de que Svedberg era policía; no podemos pasar eso por alto —sentenció.
—¿Habéis encontrado alguna pista? —quiso saber Wallander—. ¿Cómo va Nyberg? ¿Qué ha dicho el forense?
Ambos habían estado tomando notas, pero Ann-Britt fue la primera que dio con ellas en su cuaderno.
—Se produjeron disparos con los dos cañones de la escopeta —comenzó la agente—. Tanto el médico como Nyberg están seguros de que los tiros se sucedieron con un intervalo de tiempo muy breve (cualquiera sabe cómo pueden asegurar tal cosa), y que apuntaron directamente contra la cabeza de Svedberg. —Empezaba a temblarle la voz y respiró hondo antes de continuar—. Es imposible saber si estaba sentado cuando le dispararon, y tampoco podemos establecer la distancia exacta. A juzgar por las dimensiones de la habitación y la disposición de los muebles, no puede haber sido mayor de cuatro metros… y tan corta como queramos imaginar.
Martinson, de repente, se levantó y se fue derecho al baño mientras murmuraba algo ininteligible. Pero regresó al cabo de unos minutos.
—Tendría que haberlo dejado hace dos años —se lamentó—. Debería haber abandonado la profesión entonces, cuando me lo planteé.