Minutos después llegaba a la plaza Stortorget. Allí aparcó el coche y caminó hasta la calle Lilla Norregatan, donde vivía el policía. Wallander vio luz en la ventana, cosa que lo tranquilizó durante unos segundos. Pero enseguida volvió la preocupación, aún con más fuerza. ¿Por qué no contestaba Svedberg a sus llamadas, si estaba en casa? Tanteó la puerta del portal, que estaba cerrada con llave. Como no conocía el código, sacó su navaja y la introdujo por la rendija que quedaba entre las dos hojas de la puerta, presionando hasta que ésta cedió.
Svedberg vivía en el tercer piso, el más alto, y Wallander llegó arriba sin resuello. Pegó la mejilla a la puerta. Todo estaba en silencio. Abrió la ranura para el correo, pero no vio ni oyó nada. Luego llamó al timbre, cuyo eco retumbó en el interior del apartamento. Llamó dos veces más antes de empezar a aporrear la puerta. Intentaba pensar con claridad. Sentía una necesidad imperiosa de no estar solo. Se palpó el bolsillo de la chaqueta, pero se había dejado el móvil sobre la mesa de la cocina.
Bajó de nuevo las escaleras, bloqueó la puerta con una piedra y se apresuró hasta las cabinas de la plaza Stortorget. Llamó a Martinson, que contestó enseguida.
—Siento despertarte a estas horas, pero necesito ayuda.
—¿De qué se trata?
—¿Lograste hablar con Svedberg? —preguntó Wallander.
—No.
—Pues tiene que haberle ocurrido algo.
Martinson guardó silencio y Wallander se dio cuenta de que su colega acababa de despertarse del todo.
—Te espero a la puerta de su bloque, en Lilla Norregatan.
—No tardaré más de diez minutos —aseguró Martinson.
Wallander se dirigió de nuevo hasta su coche y abrió el maletero allí, en una sucia bolsa de plástico, guardaba algunas herramientas Sacó una palanqueta y volvió a la casa de Svedberg.
Diez minutos más tarde llegó Martinson, con la parte de arriba del pijama bajo la chaqueta.
—¿Qué crees que ha sucedido?
—No lo sé.
Subieron las escaleras y Wallander le indicó a Martinson con un gesto que llamase al timbre. Nadie les abrió.
Se miraron un instante.
—Quizá Svedberg guarde un juego de llaves de su casa en su despacho.
Wallander negó con la cabeza, antes de sentenciar:
—Eso nos llevaría demasiado tiempo.
Martinson se apartó, pues sabía lo que tenían que hacer.
Wallander sacó la palanqueta y forzó la puerta.
La noche del 9 de agosto de 1996 resultó ser una de las más largas en la vida de Kurt Wallander. Cuando, al amanecer, salió dando tumbos de la casa de Lilla Norregatan, seguía sin liberarse de la sensación de vivir una pesadilla.
Sin embargo, cuanto estuvo obligado a ver durante aquella larga noche había sido real, y aterrador. En no pocas ocasiones, a lo largo de su carrera como policía, había sido testigo de lo que solía dejar tras de sí un drama sangriento y brutal. No obstante, nunca le había tocado tan de cerca. Al forzar la puerta del apartamento de Svedberg, no sabía a ciencia cierta qué se encontraría dentro, aunque se temía lo peor. Y así fue.
Entraron sigilosos, como si se internaran en territorio enemigo. Martinson lo seguía muy de cerca. Las lámparas de la entrada estaban apagadas, pero les llegaba luz del interior. Durante un instante de silencio absoluto, Wallander pudo oír a su espalda la respiración irregular de Martinson. Se aproximaron a la sala de estar. Al llegar al vano de la puerta, Wallander retrocedió de forma tan violenta que chocó contra su compañero. Éste se inclinó hacia delante para verlo que había en la sala.
Más tarde, Wallander recordaría la reacción de Martinson: éste había lanzado un lamento inolvidable, como el de un niño, ante lo inexplicable de la escena.
Svedberg estaba tendido en el suelo. Una pierna colgaba sobre el respaldo roto de una silla volcada. El cuerpo, descoyuntado, había quedado en una posición extraña, como si no tuviese columna vertebral. Wallander permaneció inmóvil donde estaba, helado de terror. No cabía duda. El hombre que estaba allí tendido era Svedberg. Y estaba muerto. El hombre con el que él había trabajado durante tantos años se encontraba allí, sin vida, en una posición forzada, tendido en el suelo, Y ya no existía. Ya no volvería a ocupar su puesto habitual en torno a la mesa de alguna de las salas de reuniones, rascándose la calva con el extremo del lápiz.
La calva de Svedberg también había desaparecido. Tenía la cabeza destrozada.
A unos pasos del cadáver había una escopeta de dos cañones. La sangre había salpicado hasta el blanco de la pared, a unos metros de la silla volcada.
Wallander, que seguía sin poder moverse, contemplaba el espectáculo con el corazón sobresaltado. Una imagen que permanecería indeleble en su memoria: Svedberg muerto, la cabeza reventada, la silla volcada y la escopeta sobre la alfombra roja con rayas de color azul claro. Desconsolado, pensó que Svedberg no sufriría nunca más aquel pánico que le infundían las avispas.
—¿Qué es esto? —preguntó Martinson con la voz quebrada.
Wallander comprendió que su compañero estaba a punto de echarse a llorar. A él le faltaba mucho para llegar a ese punto, pues era incapaz de romper en llanto ante algo incomprensible. Y lo que tenía delante era algo que no alcanzaba a comprender. ¿Svedberg, muerto? Eso carecía de sentido. Svedberg era un policía de unos cuarenta años al que encontraría en su lugar habitual a la mañana siguiente, en alguna de sus reuniones. Svedberg, con su calva, su miedo a las avispas y su costumbre de tomarse una sauna en la comisaría, totalmente solo, todos los viernes por la tarde.
Simplemente, no era él quien estaba allí tendido. Era otra persona que se le parecía.
De manera instintiva, echó una ojeada a su reloj. Eran las dos y nueve minutos de la madrugada. Seguramente permanecieron allí durante unos segundos antes de volver a la entrada. Wallander encendió una lámpara y vio que Martinson temblaba. Se preguntó qué aspecto tendría él.
—Habrá que movilizar a todas las brigadas —afirmó Wallander.
Había un teléfono sobre una mesita de la entrada, aunque no tenía contestador.
Martinson asintió; estaba a punto de coger el auricular cuando Wallander le retuvo la mano.
—Espera. Primero tenemos que pensar un poco.
Pero ¿qué era lo que había que pensar? Tal vez esperaba un milagro, que Svedberg apareciese de repente detrás de ellos y que nada de lo que habían visto fuese real.
—¿Te acuerdas del número de teléfono de la casa de Lisa Holgersson? —inquirió Wallander.
Éste sabía por experiencia que Martinson tenía una capacidad asombrosa para recordar direcciones y números de teléfono.
Hasta entonces, habían sido dos los que habían gozado de tan buena memoria, Martinson y Svedberg. Sin embargo, ahora, de repente, no quedaba más que uno.
Martinson tartamudeó el número y Wallander fue marcándolo. Lisa Holgersson contestó a la segunda señal, de lo que dedujo que tenía un teléfono junto a la cama.
—Soy Wallander. Siento despertarte a estas horas —le dijo, aunque tuvo la sensación de que ella estaba muy despierta—. Será mejor que vengas. Estoy con Martinson en el apartamento de Svedberg, en Lilla Norregatan. Svedberg está muerto.
Oyó el grito de Lisa Holgersson al otro lado del hilo telefónico.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Le han disparado.
—¡Qué horror! Es decir, que se trata de un asesinato.
Wallander pensó en la escopeta que había en el suelo.
—No lo sé —repitió—. Asesinato o suicidio, no lo sé.
—¿Os habéis puesto en contacto con Nyberg?
—No, quería llamarte a ti primero.
—Me visto y salgo para allá enseguida.
—Mientras, nos pondremos en contacto con Nyberg.
Wallander cortó la comunicación apretando un botón del auricular y después le tendió éste a Martinson.
—Empieza con Nyberg.
A la sala de estar se accedía desde dos sitios. Mientras Martinson hablaba por teléfono, Wallander dio un rodeo a través de la cocina. Uno de los cajones estaba en el suelo, y la puerta de uno de los armarios, abierta. El suelo estaba cubierto de papeles y de recibos.
Wallander intentaba registrar mentalmente cuanto veía, al tiempo que oía cómo Martinson le explicaba lo ocurrido a Nyberg, el técnico criminalista. El inspector siguió recorriendo la casa vigilando dónde ponía los pies. Entró en el dormitorio de Svedberg. Tres de los cajones de la cómoda estaban sacados. La cama estaba sin hacer y el edredón había caído al suelo. Comprobó, con una profunda ternura, que las sábanas sobre las que había dormido su amigo tenían un estampado de flores, de modo que la cama era como un paisaje veraniego.
Continuó hasta llegar al pequeño despacho contiguo a la sala de estar, amueblado con estanterías y un escritorio. Svedberg era un hombre organizado. De hecho, en la mesa de su despacho en la comisaría, ordenada con extrema pulcritud, nunca había papeles superfluos. Sin embargo, los libros del despacho de su casa estaban fuera de los estantes, los cajones revueltos y había papeles amontonados por todas partes.
Al entrar de nuevo en la sala de estar, en esta ocasión desde el otro lado, se encontró ahora más cerca de la escopeta, mientras que el cuerpo descoyuntado del compañero quedaba en el otro extremo. Inmóvil, contempló la escena, los detalles: todo había quedado como congelado tras el drama que debía de haberse desarrollado en aquella habitación. No pocas preguntas se le agolpaban en la mente. ¿Habría oído alguien el disparo? ¿O habrían sido varios disparos? Todo parecía indicar que se había tratado de un robo, pero ¿cuándo se cometió? ¿Qué había ocurrido en realidad?
Martinson apareció en la puerta del otro lado de la sala.
—Están en camino.
Wallander volvió sobre sus pasos y recorrió lentamente el camino en sentido contrario. Al llegar a la cocina, oyó ladrar a un perro y luego la voz indignada de Martinson. Se apresuró a la entrada. En el rellano de la escalera había una patrulla con un perro policía y detrás de ellos algunos vecinos en bata. El policía que sujetaba al perro, un pastor alemán, se llamaba Edmundsson y había llegado a Ystad no hacía mucho.
—Recibimos una llamada de alarma —vaciló al ver a Wallander—. Sobre un robo. En un apartamento cuyo propietario se llama Svedberg.
Wallander comprendió que Edmundsson no había caído en la cuenta de que se trataba del inspector Svedberg.
—Está bien. Ha habido un accidente. El propietario es el inspector Svedberg.
Edmundsson palideció.
—Lo pensé por un momento, pero no estaba seguro.
—¿Cómo ibas a estarlo? Pero puedes volverte a la comisaría. Hemos solicitado movilización total, y ya están en camino.
Edmundsson lo escudriñó de arriba abajo con la mirada.
—¿Qué ha sucedido?
—Svedberg está muerto —sentenció Wallander—. Por ahora, eso es cuanto sabemos.
Enseguida se arrepintió de haberlo dicho. Los vecinos que había en la escalera estaban escuchando, y a alguno de ellos se le podía ocurrir llamar a los periódicos. Y si había algo que Wallander quería evitar en aquellos momentos era que se presentase un enjambre de periodistas. Un agente de la policía muerto en circunstancias poco claras era una noticia que dispararía las ventas de los periódicos.
Edmundsson desapareció con su perro escaleras abajo y Wallander se preguntó cuál sería el nombre del animal.
—¿Puedes encargarte tú de los vecinos? —le pidió a Martinson—. Alguno habrá oído los disparos, digo yo. Quizá podamos averiguar la hora hoy mismo.
—¿Hubo más de un disparo?
—No lo sé, pero alguien debe de haber oído algo. —Wallander vio que la puerta frente al apartamento de Svedberg estaba abierta—. Pregunta si te puedes quedar ahí dentro. No quiero que esto se llene de gente. Y en la escalera habrá bastante movimiento.
Martinson asintió. Wallander notó que tenía los ojos enrojecidos. Y que temblaba.
—¿Qué cojones ha sucedido?
Wallander meneó la cabeza.
—No sé.
—Parece un robo, ¿no?, con todos esos papeles y libros tirados por el suelo.
Se oyó un portazo en la planta baja y unos pasos que se acercaban. Martinson empezó a pedir a los vecinos, nerviosos y somnolientos, que entraran en el piso de enfrente.
Lisa Holgersson apareció por la escalera; subía con paso presuroso.
—Quisiera prepararte para lo que vas a ver —le advirtió Wallander—. Lo que te espera…
—¿Tan terrible es?
—A Svedberg le han disparado en la cabeza con una escopeta de cartuchos y desde muy cerca.
Lisa hizo un mohín. Después, Wallander vio cómo se armaba de valor y la siguió hasta la entrada, donde le señaló la sala de estar. Ella se acercó hasta el umbral de la puerta y se volvió de inmediato, balanceándose como si estuviese a punto de desmayarse. Wallander la aferró por el brazo y la llevó a la cocina, donde ella se dejó caer en una silla pintada de azul. Entonces miró a Wallander con los ojos muy abiertos.
—¿Quién ha hecho algo así?
—No lo sé. —El inspector llenó un vaso de agua y se lo ofreció—. Svedberg no apareció ayer —explicó—. Y no había avisado.
—Eso no es normal —comentó Lisa Holgersson.
—Sí, siempre avisaba. Me he despertado con la sensación de que algo no iba bien y he venido aquí.
—Es decir, que no tiene por qué haber ocurrido esta noche, ¿me equivoco?
—No. Martinson está intentando averiguar si alguno de los vecinos oyó algo. Sería de esperar, pues una escopeta hace bastante ruido. En caso contrario, los forenses de Lund tendrán que averiguar la hora en que se efectuó el disparo.
La sensatez de su propio comentario le retumbó en la cabeza y notó que se mareaba.
—Sé que estaba soltero —afirmó Lisa Holgersson—. Pero ¿sabes si tenía algún pariente?
Wallander intentó hacer memoria. Recordaba que la madre de Svedberg había muerto hacía algunos años. De su padre no sabía nada. El único familiar del que Wallander sabía algo era una prima; la había conocido un año o dos atrás, durante la investigación de un caso de asesinato
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—Tenía una prima, Ylva Brink. Es comadrona. Pero, la verdad, no sé de nadie más.
En ese momento se oyó la voz de Nyberg en la entrada.
—Yo me quedaré aquí unos minutos —se excusó Lisa Holgersson.
Wallander salió a recibir al técnico, que estaba quitándose las botas de agua.